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Juan Carela

Un matemático invierte en Bolsa de John Allen Paulos




John Allen Paulos sintió a finales de los años noventa, en pleno auge de las empresas «punto com», la irresistible atracción del mundo de la Bolsa. Invirtió dinero, especuló con acciones, se arriesgó cada vez más y... ¡perdió!, tal vez al igual que muchos de sus lectores.En este libro, repleto de inolvidables y di vertidísimas anécdotas, pero también de iluminadoras explicaciones sobre el cálculo de probabilidades, la estadística aplicada o las variadísimas formas en que nuestro dinero puede multiplicarse... y también esfumarse, Paulos desentraña para todos nosotros una serie de interrogantes: ¿trabajan los mercados de forma predecible o están gobernados por el más desesperante azar?, ¿cómo se puede cuantificar el riesgo de una inversión?, ¿son eficaces los análisis técnicos a la hora de escoger las acciones?, ¿cuáles son las estafas más habituales?.Ver otros libros de Inversiones en Bolsa.

Un matemático invierte en la Bolsa

Paulos, John Allen: aqui os dejo este libro para el disfrute de todos mis lectores.

Presentación

John Allen Paulos sintió a finales de los años noventa, en pleno auge de las empresas «punto com», la irresistible atracción del mundo de la Bolsa. Invirtió dinero, especuló con acciones, se arriesgó cada vez más y… ¡perdió!, tal vez al igual que muchos de sus lectores.

En este libro, repleto de inolvidables y divertidísimas anécdotas, pero también de iluminadoras explicaciones sobre el cálculo de probabilidades, la estadística aplicada o las variadísimas formas en que nuestro dinero puede multiplicarse… y también esfumarse, Paulos desentraña para todos nosotros una serie de interrogantes: ¿trabajan los mercados de forma predecible o están gobernados por el más desesperante azar?, ¿cómo se puede cuantificar el riesgo de una inversión?, ¿son eficaces los análisis técnicos a la hora de escoger las acciones?, ¿cuáles son las estafas más habituales?

En ese repaso a su experiencia personal, Paulos recorre todos los tecnicismos de los mercados, desde el punto de vista matemático: cómo funcionan los mercados, cuáles son los efectos de los «conocimientos compartidos» entre los «jugadores», el comportamiento de las finanzas desde el punto de vista de algunas manías psicológicas, el efecto de los rumores sobre los mercados, algunos «timos» bien conocidos (unos teóricos, otros reales) y muchos detalles más. Después entra de lleno en las fórmulas que se emplean para analizar el mercado: el análisis fundamental y el análisis técnico, así como algunas de las estrategias técnicas más conocidas. Tras explicar que muchos de estos sistemas (como el análisis técnico, las «ondas de Elliott» y similares) son sólo comparables en eficacia a las predicciones astrológicas, hace un repaso al azar como factor del mercado, a la teoría de los «mercados eficientes», los esquemas de Ponzi, los «descuentos del futuro» y todo tipo de factores adicionales, desgranando qué tienen de verdad matemática y qué no. También dedica un capítulo a explicar cómo funcionan y por qué son especialmente peligrosas las opciones sobre acciones (con las que él también «invirtió»), y describe matemáticamente los conceptos de riesgo y volatilidad, y también la necesidad de diversificar en la cartera personal. El final del libro lo dedica al estudio del comportamiento de los mercados como sistemas caóticos, a algunos temas sobre complejidad y a ciertas paradojas inherentes de la bolsa.



A mi padre, que nunca invirtió en la Bolsa y que no sabía gran cosa sobre probabilidades y, sin embargo, entendió una de las lecciones básicas que éstas nos pueden enseñar. «La incertidumbre», solía decir, «es la única certeza que podemos tener, y la única seguridad posible se consigue sabiendo vivir con la inseguridad».

Capítulo 1
Anticiparse a las anticipaciones de los demás
Contenido:

  • Me enamoro de WorldCom
  • Acertar en general y acertar en el tema del mercado
  • Mi crueldad pedagógica
  • Conocimiento compartido, celos y liquidación de acciones
  • A comienzos del año 2000 el mercado estaba en pleno auge; mis inversiones en diversos fondos se portaban bien y me daban pocos sobresaltos. La excitación que pueden producir las inversiones es un tema aparte, pero al parecer muchas personas estaban disfrutando de la gestión de sus carteras de valores. Así, cuando recibí cierta cantidad inesperada de dinero, la coloqué en lo que el economista del comportamiento Richard Thaler, sobre el que hablaremos más adelante, llama una cuenta mental separada. Yo lo llamo «dinero loco».
    No había ninguna diferencia entre ese dinero y otros activos que poseo, excepto la forma que utilizo para designarlo, pero dicha denominación hacía que esa ganancia inesperada estuviese más expuesta a un posible capricho. En este caso, dio lugar a una serie de desafortunadas decisiones de inversión que aún hoy me resulta horroroso recordar. La facilidad psicológica con la que se suelen gastar dichos fondos era sin duda un factor decisivo para emplear ese dinero inesperado en la compra de algunas acciones de WorldCom (WCOM), «la primera empresa de comunicaciones mundiales para la generación digital», como repetía machaconamente su publicidad, a 47 dólares la acción. (En lo sucesivo, utilizaré WCOM para referirme a la acción y WorldCom para designar a la empresa).

    Como sabemos, hoy en día WorldCom es sinónimo de fraude empresarial, pero en los apacibles años de finales de los noventa parecía arrasar irresistiblemente en el ámbito de las empresas de telecomunicaciones de vanguardia. Muchos califican ahora a Bernie Ebbers, el fundador y director general de la empresa, de verdadero pirata, pero entonces se le consideraba como el héroe de una película de aventuras. Yo había estado leyendo mucho sobre esa empresa y sabía que George Gilder, el gurú de la alta tecnología, llevaba tiempo cantando sus excelencias. También sabía que entre las propiedades de WorldCom se contaban MCI, la poderosa empresa de telefonía a larga distancia, y UUNet, la «espina dorsal» de Internet. Pasé mucho tiempo consultando la red y me dejé seducir por los escritos líricos sobre el «telecosmos» y las glorias de las telecomunicaciones de banda ancha.
    También sabía que, a diferencia de la gran mayoría de las empresas «punto com», con escasos ingresos y muy pocos clientes, WorldCom disponía de ingresos por más de 25.000 millones de dólares y casi 25 millones de clientes, y cuando algunos de mis amigos insistieron en que WorldCom era una «buena oportunidad» les creí. Aunque el precio de las acciones había disminuido ligeramente en los últimos tiempos, me aseguraron que muy pronto iban a superar su valor inicial de 64 dólares.
    Si eso hubiese sido todo, este asunto habría tenido pocas repercusiones económicas para mí, y no estaría escribiendo ahora un libro sobre inversiones. Por desgracia hubo algún elemento más o, mejor dicho, una serie de ellos. Después de comprar las acciones, me encontré pensando repetidamente: ¿por qué no compro más acciones? A pesar de que no me considero un jugador, me esforzaba en no pensar y sólo actuaba, compraba más y más acciones de WCOM, acciones que costaban bastante más que las pocas que había comprado al principio. Tampoco fueron éstas las últimas acciones que compraría. Suelo comportarme como una persona realista, pero en este caso me estaba enamorando irremisiblemente.


    Aunque mi ídolo concreto era WCOM, por desgracia todo lo que voy a explicar sobre mi propia experiencia puede aplicarse a muchas otras acciones y a muchos otros inversores. Cada vez que aparezcan aquí las siglas WCOM, el lector podrá sustituirlas por los nombres Lucent, Tyco, Intel, Yahoo, AOL-Time, Warner, Global Crossing, Enron, Adelphia o, si lo desea, por las siglas CUIDADO, o directamente, NO. La situación en la que se produjeron estos acontecimientos —en medio del hundimiento del mercado después de una emocionante burbuja de una década de duración— puede parecer más específica y concreta de lo que realmente es, ya que todos los puntos que aquí se abordan son bastante generales o pueden generalizarse con un poco de sentido común.

    1. Me enamoro de WorldCom

    John Maynard Keynes, posiblemente el economista más importante del siglo XX, comparaba la posición de los inversores que operan a corto plazo en la Bolsa con la de los lectores de las crónicas de los concursos de belleza que aparecían en los periódicos (un género muy popular en su época). La participación de los lectores consistía en elegir a las cinco participantes más bellas de un conjunto de unas cien, aunque el trabajo real era bastante más complicado. El periódico ofrecía premios de cuantías reducidas a aquellos que eligiesen a las cinco participantes que resultasen las más votadas por los lectores. Es decir, tenían que elegir a aquellas participantes que creían serían las más votadas, y los demás lectores tenían que intentar hacer lo mismo. No debían, por tanto, encapricharse por ninguna de las participantes ni dar, así, un peso excesivo a su propio criterio. En lugar de ello, tenían que anticiparse, en palabras de Keynes, «a lo que la opinión media esperaba que fuese la opinión media» (o, lo que es peor, anticiparse a lo que la opinión media espera que la opinión media espera que sea).

    Por consiguiente, puede suceder que el quid de la cuestión consista, como en el ámbito de la política, en sintonizar con lo que desean las masas. Los inversores pueden prescindir de los rumores que afectan a las empresas en las que quizás han invertido, como por ejemplo Enron o WorldCom, pero si creen que los demás pueden creerlos, entonces nadie se puede permitir el lujo de prescindir de ellos.
    AWC (antes de WorldCom) nunca me habían interesado demasiado estos cálculos de temática social. Para mí el mercado bursátil no era una fuente especial de inspiración, sino sólo una forma de operar con las acciones de las empresas. El estudio del mercado me parecía menos estimulante que las matemáticas o la filosofía o las películas de la cadena Comedy Network. Así pues, ajustándome a las palabras de Keynes y sin gran confianza en mi capacidad de interpretar los gustos de la gente, evité cualquier consideración sobre los valores en Bolsa individuales. Además, pensaba que las subidas y bajadas de dichos valores se producían completamente al azar y que carecía de sentido intentar mejorar el resultado de los dados. La mayoría de mi dinero fue a parar, por tanto, a los fondos indicadores de amplia base.

    DWC (después de WorldCom), sin embargo, mi opinión se desvió un tanto de esa idea, por lo general acertada. Llegar a entender el mercado en la medida de lo posible y predecir su comportamiento, si es que eso es posible, se convirtió de pronto en una tarea vital. En lugar de limitarme a hacer comentarios sarcásticos sobre los insípidos programas relativos al mundo de los negocios, los pronósticos vacíos y quienes los transmitían, empecé a interesarme por la esencia de lo que subyacía en los comentarios sobre el mercado y fui cambiando progresivamente de opinión. También intenté explicar mi comportamiento a veces disparatado, del que podrán verse distintos ejemplos en este libro, y empecé a reconciliarlo con lo que entiendo que son las matemáticas que se esconden detrás del mercado.


    Para no horrorizar a los lectores con un pesado relato personal acerca de cómo perdí la camisa (o, mejor, cómo me quedaron cortas las mangas), debo indicar que mi objetivo principal consiste en presentar, comprender y explorar los conceptos matemáticos básicos del mercado de valores. Analizaré, sobre todo mediante ejemplos e historias, sin utilizar fórmulas o ecuaciones, los distintos enfoques con que puede abordarse la inversión, así como una serie de problemas, paradojas y rompecabezas, algunos viejos y otros recientes, que contienen elementos asociados con el mercado. ¿Es eficiente? ¿Puede hablarse de azar? ¿Sirven de algo el análisis técnico y el análisis fundamental?

    ¿Cómo se puede cuantificar el riesgo? ¿Qué papel tiene la ilusión cognitiva? ¿Y el conocimiento general? ¿Cuáles son las estafas más frecuentes? ¿Qué son las opciones sobre acciones, la teoría de la cartera de valores, las ventas al descubierto, la hipótesis del mercado eficiente? ¿Puede la distribución normal en forma de campana explicar la volatilidad, en ocasiones extrema, del mercado? ¿Qué ocurre con los fractales, el caos y otros instrumentos no convencionales? En este libro no se darán consejos sobre la manera concreta de invertir y no se encontrarán listas con los diez mejores valores del nuevo milenio, las cinco maneras más inteligentes de poner en marcha un plan de pensiones en Bolsa o los tres primeros pasos con los que empezar. En pocas palabras, aquí nadie va a encontrar pornografía financiera.
    A menudo, la psicología es inseparable de las consideraciones matemáticas, por lo que empezaremos con una discusión sobre el impreciso territorio situado entre ambas disciplinas.

    2. Acertar en general y acertar en el tema del mercado

    En el fondo, en el mercado de valores las opciones se reducen a muy pocas. En general, uno puede acertar por razones equivocadas o equivocarse por razones acertadas, pero en el mercado uno se equivoca o acierta, sin más. Comparemos esta situación con la historia de un profesor que pregunta en clase: « ¿Quién puede decirme dos pronombres?». Al no haber voluntarios, el profesor se dirige a Tomás, y éste dice: « ¿Quién, yo?». Para el mercado, Tomás acierta y, por tanto, ganará dinero, a pesar de que no es fácil que consiga una buena nota en la asignatura de lengua.

    Acertar en los asuntos del mercado suele producir satisfacción. Mientras esperaba a que me hiciesen una entrevista en una radio de Filadelfia en junio de 2002, estuve hablando con el guardia de seguridad y le mencioné que estaba escribiendo este libro. Hizo una larga disquisición sobre el mercado y me explicó que un par de años antes le habían advertido dos veces de que su plan de pensiones en Bolsa empezaba a disminuir. (Entendió que se trataba de lo que en el capítulo 3 denominaremos una señal técnica de venta). «Al principio pensé que se trataba de una equivocación, pero el segundo aviso me hizo abrir los ojos. Tuve que discutir con el gestor de mi plan de pensiones para que se desprendiese de las acciones y adquiriese bonos del tesoro. Me decía que no me preocupase, puesto que aún tardaría bastante en jubilarme. Insistí. "No, ¡quiero que lo haga ahora!". Y me alegro de haberlo conseguido». Siguió explicándome que «algunos de los que trabajan aquí en la radio se quejan continuamente del dinero que pierden. Yo les digo que después de dos avisos, hay que cambiar de táctica, pero no me hacen caso».


    No le conté mi desafortunada experiencia con WorldCom, pero más tarde, hablando con el director de la radio y el ingeniero de sonido, les comenté los consejos financieros del guardia después de haberle dicho que escribía un libro sobre la Bolsa. Me aseguraron que me los habría dado en cualquier caso. «Se lo explica a todo el mundo», me dijeron, con ese tono de burla propio de algunos jefes que se quejan, sin hacer caso de los consejos que reciben.

    Estas anécdotas plantean la siguiente cuestión: «Si eres tan listo, ¿por qué no eres rico?». Todos los que tienen un mínimo de inteligencia y una o dos facturas por pagar se han formulado esa pregunta. Pero de la misma manera que existe una diferencia entre ser inteligente y ser rico, existe una diferencia análoga entre acertar en general y acertar en el tema del mercado.
    Consideremos la situación en la que los individuos de un grupo tienen que escoger simultáneamente un número comprendido entre 0 y 100. Se les pide luego que escojan el número que estiman será el más cercano al 80 por ciento del número medio escogido por el grupo de personas. Quien más se acerque ganará un premio de 100 dólares. Deténgase un momento y piense en el número que usted escogería.

    Algunos miembros de ese grupo pensarán que el número medio resultante será el 50 y, por tanto, escogerán el 40, un 80 por ciento de 50. Otros anticiparán que el número preferido será el 40 y escogerán el 32, un 80 por ciento de 40. Otros aún podrán anticipar que el número escogido será el 32 y, por tanto, se decantarán por el 25,6, un 80 por ciento de 32.
    Si el grupo prosigue el juego, es posible que se embarquen en nuevas iteraciones de ese «meta razonamiento» sobre el razonamiento de los demás, hasta alcanzar la respuesta óptima, es decir, 0. Como todos desean escoger un número igual al 80 por ciento de ese valor medio, la única manera que tienen de conseguirlo todos consiste en escoger el 0, el único número que es igual al 80 por ciento de sí mismo. (Si escogemos el 0 se alcanza lo que se denomina el equilibrio Nash del juego, que se produce cuando los individuos modifican su actuación hasta el punto de dejar de beneficiarse de las posibles modificaciones en función de las actuaciones de los demás).

    El problema de escoger el 80 por ciento del valor medio preferido recuerda la descripción de Keynes de la tarea del inversor. Lo interesante del caso es que toda persona lo bastante inteligente como para comprender el problema y escoger el 0 tiene grandes posibilidades de equivocarse, dado que los distintos componentes del grupo inicial utilizarán distintos grados de ese «meta razonamiento» sobre el razonamiento de los demás. Algunos, para hacer crecer sus posibilidades, escogerán números ligeramente superiores o inferiores a los valores más evidentes: 40, 32, 25,6 o 20,48. Habrá también quien escoja un número al azar, y hasta quien se decante por 50 o más. Muy pocos escogerán el 0.
    Si el grupo realiza ese juego sólo una o dos veces, adivinar el valor medio de los números escogidos por los demás tiene más que ver con valorar la inteligencia y la psicología de los demás que con la idea de seguir un razonamiento lógico hasta el final. Por la misma razón, estimar el comportamiento de los inversores es tan importante en ocasiones como estimar el de las inversiones. Es posible que incluso sea más difícil.


    3. Mi crueldad pedagógica

    Existen otras situaciones que requieren anticiparse a las actuaciones de los demás y ajustar las propias en consecuencia. Basta con recordar, por ejemplo, aquel programa de televisión en el que los participantes tenían que adivinar lo que sus esposas creían que iba a ser su respuesta a una pregunta concreta. En otro programa de televisión, dos equipos tenían que adivinar las asociaciones que con mayor frecuencia efectuaba el público a partir de una serie de palabras. Está también ese juego consistente en preguntar a un concursante el barrio de la ciudad de Nueva York que los demás creen que escogerá primero. El concursante gana si el barrio seleccionado es el escogido por la mayoría del público. Existen muchos ejemplos de la metáfora del concurso de belleza propuesta por Keynes.
    Como ya he explicado en otro lugar, hace unos años impartí un curso de verano sobre probabilidad en la Universidad Temple. Teníamos clase cada día y el curso avanzaba a buen ritmo. Para mantener vivo el interés de los alumnos les hacía pasar un pequeño examen cada día. Utilizaba una idea perversa que me había sido muy útil en otras clases, consistente en colocar un recuadro al final de cada hoja de examen con un texto en el que se decía que a aquellos alumnos que lo rellenasen con una X les subiría la nota diez puntos. También les decía que sólo se añadirían los puntos en el caso de que menos de la mitad de la clase rellenase esa casilla. En cambio, si más de la mitad de la clase lo hacía, aquellos que lo hiciesen perderían los diez puntos. He de admitir que este planteamiento se parecía mucho a lo que podría llamarse crueldad pedagógica.

    El primer día, unos cuantos atrevidos rellenaron el recuadro y recibieron diez puntos adicionales. A medida que avanzaba el curso, crecía el número de alumnos que lo hacían. Un día anuncié que más de la mitad de los alumnos había rellenado esa casilla y que, por tanto, todos ellos tendrían una penalización de diez puntos. Al día siguiente muy pocos alumnos lo hicieron. Sin embargo, el número de cruces volvió a crecer gradualmente hasta situarse en un 40 por ciento, donde se detuvo. Pero el 40 por ciento siempre variaba. Era consciente de la dificultad del cálculo que debía realizar cada alumno antes de decidir si rellenar o no el recuadro. Y lo era especialmente por el hecho de que la clase estaba compuesta básicamente por alumnos extranjeros quienes, a pesar de mis esfuerzos (entre los que incluyo este pequeño juego), no habían desarrollado lazos de amistad entre sí. Sin ninguna connivencia de la que yo fuese consciente, los alumnos tuvieron que anticiparse a las anticipaciones hechas por los demás alumnos de sus propias anticipaciones, en una maraña enrevesada y muy autorreferencial. Produce vértigo.

    Desde entonces he sabido que W. Brian Arthur, un economista y profesor del Santa Fe Institute y de la Universidad de Standford, ha estado utilizando durante bastante tiempo una situación muy similar para describir los apuros que experimentan los clientes de los bares a la hora de decidirse por un bar u otro que no esté hasta los topes. Se establece un equilibrio natural tal que es difícil que un bar llegue a estar demasiado lleno. (Parece una tardía justificación científica de la broma de Yoghi Berra acerca del restaurante de Toots Shor en Nueva York: «Todo el mundo ha dejado de ir allí. Hay demasiada gente»). Arthur propuso el modelo para aclarar el comportamiento de los inversores en Bolsa que, como mis alumnos o los clientes de los bares, tienen que anticiparse a las anticipaciones de los demás (y así sucesivamente). La decisión de comprar o vender, de rellenar un casilla o no, de ir o no a un bar determinado, depende de lo que uno crea sobre las posibles acciones y creencias de los demás.
    El Índice de Confianza del Consumidor (ICC) mide la propensión del consumidor a consumir, así como su confianza en su futuro económico. Es el resultado de una especie de consenso al mismo tiempo reflexivo y voluble. Dado que la evaluación de las perspectivas económicas propias depende en gran medida de la percepción de las perspectivas de los demás, el ICC es un reflejo indirecto de las creencias de la gente sobre las creencias de los demás. («Consumir» y «consumidor» son términos habituales, pero desafortunados en este contexto. Considero que es preferible utilizar los términos «comprar», «adquirir», «ciudadano» y «unidad familiar»).

    4. Conocimiento compartido, celos y liquidación de acciones


    Tomarle la medida a otros inversores es algo más que una cuestión de psicología. También se necesitan nociones de lógica. Una de ellas es el «conocimiento compartido», un concepto introducido inicialmente por el economista Robert Aumann, que resulta crucial para comprender la complejidad del mercado de valores y la importancia de la transparencia. Una pequeña dosis de información constituye conocimiento compartido por un grupo de personas cuando todas están al corriente de ella, saben que los demás la conocen, saben que los demás saben que la conocen, y así sucesivamente. Es algo más que «conocimiento común», para el que sólo se requiere que las partes conozcan esa información concreta, pero no que sean conscientes de que los demás también la conocen
    .
    Como veremos más adelante, la noción de conocimiento compartido es esencial para darse cuenta de que «el tratamiento subterráneo de la información» explica algunos de los bruscos movimientos del mercado, aquellos cambios que no parecen tener explicación alguna y que, por tanto, es casi imposible prever. Todo esto tiene mucho que ver con las recientes liquidaciones de acciones y los escándalos relacionados con la contabilidad de algunas empresas, pero, antes de entrar en consideraciones más realistas sobre el mercado, consideremos la siguiente parábola tomada de mi libro Erase una vez un número,1 que ejemplifica el poder del conocimiento compartido. La historia tiene lugar en un pueblo sexista en un lugar indeterminado perdido en el tiempo. En el pueblo hay varias parejas casadas y cada mujer sabe inmediatamente cuándo el marido de otra ha sido infiel, pero no cuándo lo ha sido el suyo propio. Según las estrictas normas feministas que rigen en el pueblo, si una mujer puede demostrar que su marido le ha sido infiel, deberá matarlo ese mismo día. Supongamos ahora que estas mujeres respetan las normas, que son inteligentes y conscientes de la inteligencia de las demás y que, afortunadamente, nunca informan a las demás mujeres de los devaneos de sus esposos. Pues bien, resulta que veinte hombres han sido infieles, pero como ninguna mujer es capaz de demostrar que su marido lo ha sido, la vida en el pueblo discurre sin sobresaltos, pero con cautela. Una mañana llega la matriarca de la tribu procedente del otro lado del bosque. Su honestidad es reconocida por todos y su palabra, considerada como la verdad. Reúne a los habitantes del pueblo y les hace saber que entre ellos hay por lo menos un esposo infiel. ¿Qué sucede entonces cuando este hecho, conocido por todos, se transforma en conocimiento compartido?
    La respuesta es que los diecinueve días posteriores a la información proporcionada por la matriarca serán tranquilos, pero en el vigésimo día se producirá una matanza masiva en la que veinte mujeres matarán a sus maridos. Para comprobarlo, supongamos que sólo hay un marido infiel, el señor A. Todo el mundo lo sabe, excepto la señora A. Por tanto, cuando la matriarca anuncia la noticia, sólo la señora A se entera de algo que no sabía. Como es inteligente, se da cuenta de que tendría que haberlo sabido si el marido infiel no fuese el suyo. La conclusión es clara: el señor A es infiel. Muere ese mismo día.

    Supongamos ahora que hay dos maridos infieles, el señor A y el señor B. Todas las mujeres, excepto la señora A y la señora B conocen esos dos casos de infidelidad. La señora A sólo conoce el caso de la señora B y la señora B sólo el de la señora A. Por tanto, a la señora A el anuncio de la matriarca no le dice nada nuevo, pero cuando la señora B no mata a su marido, entonces deduce que tiene que haber un segundo marido infiel, y que sólo puede ser el señor A. Lo mismo le sucede a la señora B que, del hecho de que la señora A no haya matado a su marido el primer día, deduce que el señor B también es culpable. Al día siguiente, la señora A y la señora B matan a sus respectivos esposos.
    Si hay exactamente tres maridos culpables, el señor A, el señor B y el señor C, entonces el anuncio de la matriarca no producirá ningún efecto visible en los dos primeros días, pero por un razonamiento análogo al anterior, de la ausencia de respuesta por parte de las otras dos en esos dos primeros días, la señora A, la señora B y la señora C deducirán que sus respectivos maridos son culpables y actuarán en consecuencia al tercer día. Por un proceso de inducción matemática, puede deducirse que si hay 20 maridos infieles, sus inteligentes esposas serán capaces de demostrarlo en el vigésimo día, el día del baño de sangre.


    Ahora bien, si sustituimos el anuncio de la matriarca por la información de la autoridad bursátil de que, por ejemplo, se ha abierto una investigación oficial a alguna empresa que cotiza en Bolsa; si sustituimos el nerviosismo de las esposas por el de los inversores; la satisfacción de las esposas mientras sus maridos no han sido infieles por la satisfacción de los inversores mientras las compañías en las que invierten no han amañado los libros; el exterminio de los maridos por la venta de las acciones; y el tiempo que transcurre entre el anuncio y la matanza por el intervalo entre el anuncio de la investigación y las grandes liquidaciones de acciones, se puede comprender que esta parábola sobre el conocimiento compartido sea aplicable al mercado de valores.

    Cabe señalar que, para que se modifique el estatus lógico de una pequeña dosis de información y el conocimiento común se convierta en conocimiento compartido, se necesita un árbitro imparcial, que, en la parábola, es la matriarca. En la Bolsa es la autoridad bursátil. Si no existiese una autoridad fiable y respetada por todos, se perderían la limpieza y el efecto de motivación de ese tipo de información.
    Afortunadamente, a diferencia de los pobres maridos, el mercado de valores es capaz de renacer.



    Capítulo 2 Miedo, codicia e ilusiones cognitivas
    Contenido:
    1. ¿Equilibrar la media o coger el cuchillo al vuelo?
    2. Reacciones emocionales desmesuradas y Homo economicus
    3. Finanzas y comportamiento
    4. Una lista de manías psicológicas
    5. Opiniones autosuficientes y búsqueda de datos
    6. Rumores y grupos de discusión
    7. Hinchar y deshinchar, vender al descubierto y distorsionar

    No es necesario, pero ayuda, haber sido durante algún tiempo un inversor un poco alocado para darse cuenta de que la psicología desempeña un papel importante, y en ocasiones crucial. Hacia finales del verano de 2000, WCOM había bajado hasta 30 dólares la acción, lo cual me estimulaba a comprar más acciones. Como puede sugerir el verbo «estimular», mis compras no eran del todo racionales. No quiero decir con ello que no existiese una base racional para invertir en los valores de WCOM. Si no se tenían en cuenta los problemas de los excesos de capacidad y la disminución de los flujos de ingresos de las empresas de telefonía a larga distancia, se podían encontrar razones para seguir comprando. Lo que ocurre es que mis razones tenían poco que ver con una evaluación de las tendencias en el sector de las telecomunicaciones o con un análisis de los elementos fundamentales de la compañía. Tenían mucho que ver, en cambio, con un insospechado instinto de juego y con la necesidad de acertar. Buscaba una «confirmación sesgada»: me interesaban sólo las buenas noticias, los buenos enfoques y los análisis favorables del mercado y evitaba las indicaciones menos optimistas.

    1. ¿Equilibrar la media o coger el cuchillo al vuelo?

    Tras un noviazgo cada vez más intenso, aunque en un único sentido, pues la chica nunca me envió ningún dividendo, me casé. A pesar de que disminuía el valor de las acciones, seguía viendo oportunidades de ganar dinero. Me decía que las acciones habían alcanzado su cotización más baja y que había llegado el momento de equilibrar la media comprando acciones a un precio mucho menor. Es evidente que cada vez que me justificaba a mí mismo el deseo de «equilibrar la media», despreciaba cualquier llamada a la prudencia para evitar «coger un cuchillo al vuelo». La sensata idea de no poner demasiados huevos en el mismo cesto no hizo prácticamente mella en mi conciencia.
    También estaba sometido a la influencia de Jack Grubman, matemático por la Universidad de

    Columbia y miembro del grupo Salomon Smith Barney, y otros analistas que calificaban de «compra fuerte» las acciones por las que me interesaba. De hecho, la mayoría de las sociedades de valores y Bolsa a comienzos de 2000 consideraban que WCOM era una «compra fuerte» y a las demás se limitaban a asignarle la etiqueta de «compra». No se necesitaba ser muy perspicaz para darse cuenta de que en ese momento casi ningún valor ostentaba la etiqueta de «venta», y mucho menos la de «venta fuerte», e incluso la de «espera» era poco frecuente. Pensé que tal vez las únicas acciones con esas valoraciones eran las de las empresas ecológicas que fabricaban linternas accionadas por luz solar. En realidad, estaba acostumbrado a la dispersión de las notas en una clase, a las distintas valoraciones de libros, películas y restaurantes, y no me sorprendió toda esa serie uniforme de valoraciones positivas. Sin embargo, de la misma manera que nos sentimos movilizados por un anuncio televisivo que ridiculizamos en nuestro fuero interno, una parte de mí daba crédito a todas esas etiquetas de «compra fuerte».


    No paraba de repetirme que sólo había sufrido pérdidas sobre el papel y que no perdería nada real hasta que vendiese. La tendencia se invertiría y, si no vendía, no podía perder. ¿Me lo creía en realidad? Ciertamente no, pero actuaba como si lo creyera, y «equilibrar la media» me seguía pareciendo una oportunidad irresistible. Confiaba en la compañía, pero la codicia y el miedo ya se habían instalado en mí y, de paso, habían alterado mi capacidad crítica.

    2. Reacciones emocionales desmesuradas y Homo economicus

    Según una expresión que se ha hecho famosa gracias a Alan Greenspan y Robert Shiller, los inversores pueden llegar a ser irracionalmente optimistas o, cambiando el signo aritmético de la expresión, irracionalmente pesimistas. Algunas de las subidas y bajadas diarias más pronunciadas en la historia del índice Nasdaq se produjeron en un único mes a principios del año 2000. Esa tendencia ha continuado sin interrupción en 2001 y 2002, de forma que el incremento más notable desde 1987 tuvo lugar el 24 de julio de 2002. (El aumento de la volatilidad, aunque sustancial, es algo exagerado ya que la percepción de las subidas y bajadas ha quedado distorsionada por el incremento de los índices. Una caída del 2 por ciento en el índice Dow cuando el mercado se sitúa en 9000 es de 180 puntos, mientras que hace poco tiempo, cuando se situaba alrededor de los 3000, una caída del mismo porcentaje sólo suponía 60 puntos). La volatilidad se fue asentando a medida que la recesión se cernía sobre la economía, aparecían las dobles contabilidades, aumentaba el comportamiento deshonesto de los directores generales de las empresas, se deshinchaba la burbuja y a medida también que la gente ha seguido operando en la Bolsa bajo la influencia de esas listas caprichosas que contienen las cincuenta acciones más llamativas (quiero decir, subvaloradas).

    Como ocurre con la gente más famosa y, a este respecto, hay que incluir también las universidades más distinguidas, las emociones y la psicología son factores imponderables en la fluctuante variabilidad del mercado. Así como la fama y la excelencia universitaria no varían tan deprisa como las listas de valores que proporcionan las revistas, parece ser que los elementos básicos de las empresas no varían tan rápidamente como lo hacen nuestras volubles reacciones ante las nuevas informaciones.
    Un símil adecuado del mercado consiste en compararlo con un coche de carreras de último modelo cuyo volante extremadamente sensible hace imposible que el coche avance en línea recta. Los pequeños baches del camino hacen que maniobremos bruscamente y avancemos en zigzag desde el miedo a la codicia, y todo lo contrario después, desde un pesimismo sin motivo a un optimismo irracional, y vuelta a empezar.


    Nuestras reacciones desmesuradas reciben el estímulo de la actitud tremendista de los medios de comunicación, lo cual me hace pensar en otra analogía, ésta tomada del mundo de la cosmología. Según una versión muy simplificada de la hipótesis del universo inflacionario, dicha teoría afirma que poco después del Big Bang el universo primordial se expandió tan deprisa que nuestro universo visible no procede sino de una pequeña parte de aquél y que no podemos ver el resto. La metáfora es un tanto forzada (de hecho, con sólo escribirla a máquina, me ha desencadenado el síndrome del túnel carpiano), pero recuerda lo que sucede cuando los medios de comunicación económicos (y los medios en general) se centran sin descanso en una noticia llamativa pero de escaso alcance. La difusión de esa noticia es tan rápida que distorsiona la visión de todo el resto, hasta hacerlo invisible.

    Nuestras respuestas a las noticias económicas no son sino una de las maneras de manifestar nuestra incapacidad de ser completamente racionales. En general, lo que ocurre es que no siempre nos comportamos de forma que nuestro bienestar económico sea el máximo. El Homo economicus no es un ideal al alcance de mucha gente. Mi difunto padre era un ejemplo claro de todo lo contrario. Recuerdo muy bien una noche de otoño en la que mi padre estaba sentado en las escaleras del exterior de casa. Se reía. Le pregunté qué le producía tanta risa y me dijo que había estado mirando las noticias y había oído la respuesta que había dado Bob Buhl, un jugador de los Milwaukee Braves, a un reportero de la televisión que le preguntaba sobre sus planes una vez finalizada la temporada. «Buhl dijo que durante el invierno iría a ayudar a su padre, que vivía en Saginaw, Michigan». Mi padre volvió a reírse y prosiguió. «Y cuando el reportero le preguntó a Buhl a qué se dedicaba su padre en Saginaw, Buhl contestó: "Nada, no hace nada"».

    A mi padre le gustaban las historias de este tipo, que solía explicar con una sonrisa irónica. Hace poco, mientras ponía un poco de orden en mi oficina, me vino a la memoria otro episodio, al encontrar un chiste que me había enviado unos años antes. En él se veía un vagabundo con cara de felicidad sentado en el banco de un parque por delante del cual pasaba una larga fila de ejecutivos. El vagabundo preguntaba: « ¿Quién va ganando?». Aunque mi padre se dedicaba a las ventas, siempre me pareció menos decidido a cerrar una venta que a charlar con sus clientes, contarles chistes, escribir poesía (no sólo pareados) y hacer innumerables pausas para tomar café.

    Cualquier persona puede explicar historias como éstas, y es difícil encontrar una novela, incluidas las que están ambientadas en el mundo de las finanzas, en la que todos los protagonistas busquen activamente su propio bienestar económico. Una prueba menos anecdótica de los límites del ideal de Homo economicus la constituyen los llamados «juegos de ultimátum». En ellos intervienen normalmente dos jugadores, uno de los cuales recibe cierta cantidad de dinero (100 dólares, por ejemplo) de una tercera persona, mientras que el otro recibe una especie de derecho de veto. El primer jugador ofrece al segundo una fracción no nula de los 100 dólares, que el segundo jugador puede aceptar o rechazar. Si la acepta, recibe la cantidad que le ha ofrecido el primer jugador, y éste conserva el resto. Si la rechaza, la tercera persona recupera todo el dinero.


    Desde el punto de vista racional de la teoría de juegos, se puede pensar que el segundo jugador siempre tiene interés en aceptar lo que se le ofrezca, por poco que sea, pues es mejor poco que nada. Se puede también pensar que el primer jugador, consciente de este hecho, haga ofertas muy bajas al segundo jugador. Ambos supuestos son falsos. Las ofertas pueden llegar hasta el 50 por ciento del dinero total y, cuando se consideran demasiado bajas y, por tanto, humillantes, a veces son rechazadas. Las ideas de justicia e igualdad, así como el enfado o la venganza, parecen desempeñar un papel en ese tipo de juegos.

    3. Finanzas y comportamiento

    Las reacciones de los participantes en los «juegos de ultimátum» pueden ser contraproducentes, pero por lo menos son diáfanas. En los últimos años, diversos psicólogos han señalado las muy diversas formas en que todos estamos sujetos a un comportamiento contraproducente que se genera en los puntos ciegos cognitivos, posiblemente análogos a las ilusiones ópticas. Estas manías e ilusiones psicológicas hacen que en ocasiones actuemos irracionalmente y tengamos comportamientos dispares, uno de los cuales es la inversión monetaria.
    Amos Tversky y Daniel Kahneman son los fundadores de este relativamente nuevo ámbito de estudio. Muchos de sus primeros resultados fueron publicados en un libro ya clásico titulado Judgment Under Uncertainty, editado conjuntamente con Paul Slovic. (En 2002 Kahneman recibió el Premio Nobel de Economía, y muy probablemente lo hubiese compartido con Tversky si éste no hubiese fallecido antes). Otros estudiosos que han hecho aportaciones significativas en ese mismo campo son Thomas Gilovich, Robin Dawes, J. L. Knetschin y Baruch Fischhoff. El economista Richard Thaler (ya mencionado en el capítulo primero) es uno de los pioneros en la utilización de estos nuevos conceptos en la economía y las finanzas, y su libro titulado The Winner's Curse, así como el de Thomas Gilovich, How We Know What Isn't So?, son resúmenes muy útiles de los resultados más recientes.

    Estos resultados son especialmente llamativos por la forma cómo el autor explica las tácticas que la gente corriente utiliza, consciente o inconscientemente, en su vida cotidiana. Por ejemplo, una estratagema frecuente de los activistas de cualquier temática consiste en incluir en el debate una serie de números, que no necesariamente tienen mucho que ver con la realidad. Cuando se pretende impresionar al público sobre una determinada enfermedad, se puede decir que es la causante de más de 50.000 muertes al año. Cuando los interlocutores se dan cuenta de que el número real es un par de órdenes de magnitud inferior, el argumento ya ha quedado establecido.
    Las exageraciones financieras sin fundamento y los «objetivos de precios» irreales producen el mismo efecto. Al parecer es bastante frecuente que un analista asocie un objetivo de precio a un título bursátil para influir en los inversores y hacer que tengan un número en su cabeza. (Como no es fácil distinguir entre objetivos y deseos, ¿no existe entonces un número infinito de ellos?).
    La razón del éxito de esta hipérbole es que muchos de nosotros tenemos un defecto psicológico muy frecuente.


    Damos crédito y asimilamos fácilmente cualquier número que oigamos. Esta tendencia se llama «efecto de anclaje» y se ha demostrado que se produce en situaciones muy diversas.
    Si alguien nos pregunta cuál es la población de Ucrania, el número de Avogadro, la fecha de un acontecimiento histórico, la distancia a Saturno, o los beneficios de tal o cual empresa dentro de dos años, es muy probable que las respuestas se parezcan mucho a la cifra que nos hayan propuesto como primera posibilidad. Por ejemplo, si la pregunta sobre de la población de Ucrania es del tipo: «¿Es mayor o menor que 200 millones de personas?», las respuestas variarán, pero en general serán algo menores que dicha cifra y se situarán, por media, en 175 millones, por ejemplo. Si la pregunta es del tipo: «¿Es la población de Ucrania mayor o menor que cinco millones de personas?», las respuestas variarán, pero esta vez serán ligeramente superiores y la media será, por ejemplo, de 10 millones. Normalmente las personas van en la dirección acertada ante cualquier número que se les presente, pero se mantienen anclados a él.

    Se puede pensar que ésa es una estrategia razonable. Los entrevistados consideran que no saben mucho acerca de Ucrania, química, historia o astronomía, y que el interlocutor tiene mayores conocimientos, por lo que no se alejan mucho del número. Sin embargo, la sorprendente fuerza de esta tendencia se pone de manifiesto cuando el interlocutor obtiene su número inicial por procedimientos aleatorios, por ejemplo haciendo girar una rueda que en su parte externa tenga los siguientes números: 300 millones, 200 millones, 50 millones, 5 millones y así sucesivamente. Supongamos que se hace girar la rueda delante de los entrevistados, se señala el número en el que se detiene el cursor y se pregunta si la población de Ucrania es mayor o menor que el número indicado. Las respuestas de los entrevistados siguen ancladas a dicho número a pesar de que, en principio, ¡la rueda no sabe absolutamente nada acerca de Ucrania!

    Las cifras del mundo de las finanzas también están sujetas a este tipo de manipulación, incluidos los objetivos de precios y demás cifras sobre el futuro incierto, como los beneficios a unos años vista. Cuanto más lejos esté ese futuro que describen los números, más posible es proponer un número enorme que pueda justificarse, por ejemplo, con un panorama prometedor sobre el crecimiento exponencial de las necesidades de utilización de la banda ancha o la compra electrónica de billetes de avión o de productos para animales de compañía. La gente tiene tendencia a rebajar esas estimaciones, pero no demasiado. Algunos de los excesos de las empresas «punto com» posiblemente puedan atribuirse a dicho efecto. En cuanto a las ventas, también se puede generar una imagen alarmante de una deuda en constante crecimiento o de mercados en recesión o de tecnologías rivales. También aquí, para provocar el efecto deseado, no es necesario que las cifras aportadas, en esta ocasión aterradoras, se parezcan mucho a la realidad.

    Los beneficios y los objetivos no son los únicos anclajes. Es bastante frecuente que la gente se quede anclada al máximo (o mínimo) de las 52 últimas semanas al que el mercado ha estado vendiendo y continúe basando sus deliberaciones en dicho valor. Por desgracia, eso es lo que yo hice con WCOM. Había comprado las acciones cuando cotizaban en torno a los 40 dólares, y supuse simplemente que recuperarían ese valor. Más tarde, cuando compré más acciones entorno a los 30, 20 y 10 dólares, mantuve la misma actitud.

    Otra forma extrema de anclaje (si bien en ésta intervienen otros factores) es la que se manifiesta por el interés de los inversores en comprobar si los beneficios anunciados cada trimestre por las empresas coinciden con las previsiones de los analistas. Cuando los beneficios de las empresas están un centavo o dos por debajo, los inversores suelen reaccionar como si la empresa estuviese a punto de quebrar. Algunos parecen no sólo estar anclados a las estimaciones de beneficios sino que parecen obsesionados con ellas, como si de fetiches se tratase.

    No es sorprendente, por tanto, que algunos estudios demuestren que es más probable que los beneficios de las empresas resulten un centavo o dos por encima de la estimación de los analistas que un centavo o dos por debajo. Si se fijasen los beneficios con independencia de las expectativas, éstos se situarían tantas veces por debajo de la estimación media como por encima. La explicación de esta asimetría es que posiblemente algunas empresas ajustan sus grandes cifras a los beneficios: en lugar de determinar el volumen de ingresos y restarle el de los gastos para obtener la cuantía de los beneficios (u otras variantes más complejas de este mecanismo básico), dichas empresas empiezan con la cifra de beneficios que necesitan y ajustan los ingresos y los gastos hasta hacerlos cuadrar.

    4. Una lista de manías psicológicas


    El efecto de anclaje no es la única forma que perturba nuestro sano juicio. El «error de disponibilidad» es la tendencia a ver una historia, ya sea política, personal o financiera, a través del prisma que proporciona otra historia, análoga en apariencia, de la que se dispone desde un punto de vista psicológico. Así, es inevitable que se describa cualquier actividad bélica reciente de Estados Unidos como «un nuevo Vietnam». Los escándalos políticos se comparan inmediatamente con el caso Lewinsky o el asunto Watergate, las incomprensiones entre cónyuges reactivan viejas heridas, los asuntos de contabilidad nos hacen recordar el fiasco Enron-Andersen-WorldCom, y cualquier compañía de alta tecnología ha de enfrentarse a los recuerdos sobre la burbuja «punto com». Como ocurre con el efecto de anclaje, el error de disponibilidad también puede explotarse intencionadamente.

    El efecto de anclaje y el error de disponibilidad pueden amplificarse debido a otras tendencias. Por «sesgo de la confirmación» se entiende la forma de comprobar una hipótesis apelando a situaciones que la confirman y desestimando las que no lo hacen. Somos capaces de detectar más fácilmente e incluso buscar con mayor diligencia aquello que confirma nuestras opiniones, y no advertimos con facilidad, y menos aún lo buscamos con interés, aquello que se opone a ellas. Este pensamiento selectivo refuerza el efecto de anclaje: de forma natural empezamos a buscar razones por las que nos pueda parecer acertado un número arbitrario que se nos presente. Si nos dejamos arrastrar por este sesgo de la confirmación, podemos llegar a cruzar la tenue línea que separa la racionalidad errónea y la obstinación sin sentido.

    El sesgo de la confirmación desempeña su papel en las ganancias en Bolsa. Tenemos tendencia a acercarnos a aquellas personas cuyas opiniones sobre un título determinado son parecidas a las nuestras y a buscar con interés cualquier información positiva sobre dicho valor. Cuando participé en los grupos de discusión sobre WorldCom, me fijaba más en los titulares que hablaban de «compras fuertes» que en los de «ventas fuertes». También prestaba mayor atención a los acuerdos de dimensiones relativamente reducidas entre WorldCom y diversas empresas de Internet que a los problemas estructurales, de dimensiones muchos mayores, del sector de las telecomunicaciones.

    El «sesgo del statu quo» (normalmente, los distintos sesgos no son independientes entre sí) también puede aplicarse a la inversión en general. Cuando a una serie de personas se les hace saber que han recibido una cantidad considerable de dinero en forma de herencia y se les pregunta en cuál de la cuatro siguientes formas de inversión (una cartera de valores agresiva, una serie de acciones normales más equilibrada, un fondo de inversión municipal y Letras del Tesoro) prefieren invertir ese dinero, los porcentajes correspondientes a cada una de ellas son muy parecidos.
    Sin embargo, si se les dice además que ese dinero ya está invertido en fondos de inversión municipales, entonces casi la mitad de dichas personas prefiere mantenerlo invertido en dichos fondos. Lo mismo sucede con las otras tres opciones de inversión: casi la mitad prefiere mantener el dinero donde está. La inercia es una de las razones por la que mucha gente deja que sus herencias, e incluso sus inversiones, terminen desapareciendo. El «efecto del aval» es un sesgo análogo y consiste en una tendencia a asignar a las acciones de nuestra cartera un valor más elevado por el simple hecho de que son nuestras. «Es mi cartera y me encanta».


    Otros estudios sugieren que las pérdidas soportadas pasivamente producen menos pesar que aquellas que se producen tras un periodo de intensa intervención. El inversor que se mantiene fiel a una vieja inversión que baja un 25 por ciento sufre menos que aquel otro que se cambia a dicha inversión antes de la disminución del 25 por ciento. El mismo miedo a sufrir un disgusto es el que se manifiesta en la reticencia de muchos a intercambiar billetes de lotería con sus amigos. ¡Se imaginan cómo se sentirían si el primer billete saliese premiado!

    Minimizar el posible pesar puede llegar a tener un papel importante en el proceso de toma de decisiones por parte de los inversores. Diversos estudios de Tversky, Kahneman y otros han demostrado que la mayoría de las personas tienden a asumir menos riesgos para obtener beneficios que para evitar pérdidas. Parece verosímil; otros estudios sugieren que los inversores experimentan mayor sufrimiento después de una pérdida financiera que placer después de obtener una ganancia equivalente. En el caso extremo, el miedo desesperado a perder grandes cantidades induce a muchos a correr riesgos financieros enormes.

    Consideremos la siguiente situación, bastante esquemática pero muy parecida a muchas de las que se han estudiado. Supongamos que un mecenas regala 10.000 dólares a cada una de las personas de un grupo y les ofrece una de las siguientes posibilidades: a) regalarles 5000 dólares más, o b) darles 10.000 dólares o nada, en función del resultado del lanzamiento de una moneda al aire. La mayoría de las personas prefiere los 5000 dólares adicionales. Comparemos esta situación con la siguiente. Un mecenas regala 20.000 dólares a cada uno de los miembros de otro grupo y les ofrece además a) que cada uno le devuelva 5000 dólares, o b) que cada uno devuelva 10.000 dólares o nada, en función del resultado del lanzamiento de una moneda al aire. En este caso, para evitar cualquier pérdida, la mayoría prefiere lanzar la moneda al aire. Lo que ocurre es que las opciones que se presentan a los dos grupos son las mismas: 15.000 dólares seguros o una moneda que determine si la ganancia es de 10.000 dólares o de 20.000 dólares.

    Por desgracia, también yo corrí más riesgos para evitar pérdidas que los que estaba dispuesto a correr para obtener beneficios. A comienzos de octubre de 2000, WCOM había caído por debajo de los 20 dólares, lo cual obligó a su director general, Bemie Ebbers, a vender tres millones de acciones para poder contrarrestar algunas de sus deudas. Los grupos de discusión sobre WorldCom empezaron a inquietarse considerablemente y el precio de las acciones bajó todavía más. Mi reacción, aunque me cueste admitirlo, fue la siguiente: «a estos precios conseguiré finalmente salir del agujero». Compré más acciones, a pesar de lo que me decía mi cabeza. Por lo visto, no existía una buena conexión entre mi cerebro y mis dedos, que seguían apretando el botón de «compra» en mi cuenta electrónica, en un esfuerzo por evitar las pérdidas que estaban produciéndose.

    La aversión a las pérdidas también desempeña un papel importante fuera del mundo de los negocios. Es ya un tópico que el intento de disimular un escándalo a menudo se transforma en un escándalo de mayores proporciones. Aunque casi todos lo sabemos, los intentos de disimular ese tipo de cosas sigue siendo frecuente, posiblemente porque, también en este caso, la gente está más dispuesta a tomar riesgos para evitar pérdidas que para obtener beneficios.

    Otro talón de Aquiles de nuestro aparato cognitivo es lo que Richard Thaler llama las «cuentas mentales», ya mencionadas en el capítulo anterior. «La leyenda del hombre del albornoz verde» ejemplifica de forma muy convincente esa noción. Es un chiste largo y pesado, pero lo esencial es que un recién casado, de viaje de bodas a Las Vegas, se despierta a media noche y observa que sobre el tocador hay una ficha de cinco dólares. Incapaz de dormir, va al casino (con su albornoz verde, por supuesto), apuesta a la ruleta y gana. Como las apuestas se pagan 35 a 1, gana 175 dólares, cantidad que vuelve a apostar inmediatamente. Vuelve a ganar y ya dispone de 6000 dólares. Apuesta varias veces consecutivas al mismo número, hasta que sus ganancias se cuentan por millones y el casino se niega a aceptar una apuesta tan elevada. El hombre se marcha a otro casino que acepta apuestas mayores, vuelve a ganar y se encuentra con centenares de millones de dólares. Tiene dudas, pero finalmente decide apostarlo todo de nuevo. Esta vez pierde. Aturdido, consigue llegar a su habitación, donde su esposa se acaba de despertar y le pregunta cómo le ha ido. «No ha ido del todo mal. He perdido cinco dólares».

    No sólo en los casinos y el mercado de valores categorizamos el dinero de forma extraña y le damos una consideración diferente según la cuenta mental en la que lo coloquemos. La gente que pierde una entrada de 100 dólares para un concierto, por ejemplo, tiene una tendencia menor a comprar una nueva entrada que la persona que pierde un billete de 100 dólares cuando va a comprar una entrada para asistir al concierto. Aun cuando la cantidad de dinero es la misma en los dos casos, en el primero se suele pensar que 200 dólares es un gasto excesivo para una cuenta de ocio, mientras que en el segundo se asignan 100 dólares a la cuenta de ocio y 100 dólares a la cuenta de «pérdidas desafortunadas» y se compra una segunda entrada.


    En mis momentos menos críticos (aunque no sólo en ellos), en mi fuero interno asociaba los derechos de autor de este libro, que en parte surgió como una explicación de mis contratiempos en la inversión en valor, a mis pérdidas en WCOM. Al igual que la contabilidad de las empresas, la contabilidad personal puede ser plástica y enrevesada, tal vez incluso más que en las empresas, dado que en el segundo caso nosotros mismos somos los propietarios.
    Estas y otras ilusiones cognitivas persisten por diversas razones. Una es que dan lugar a unas reglas heurísticas generales que permiten ahorrar tiempo y energía. En ocasiones es más fácil poner el piloto automático y responder a los acontecimientos sin pensar mucho, no sólo en aquellas situaciones en las que intervienen excéntricos filántropos o experimentadores sádicos. Otra razón de la persistencia de las ilusiones es que, en cierto sentido, se han consolidado a lo largo de los eones. Cuando oían un crujido en un matorral próximo, nuestros antecesores primitivos preferían ponerse a correr, antes que utilizar el teorema de Bayes sobre probabilidad condicionada para evaluar hasta qué punto era real o no el peligro.

    Algunas veces, estas reglas heurísticas nos llevan por mal camino, no sólo en el mundo económico y financiero, sino en nuestra vida cotidiana. Por ejemplo, a comienzos del otoño de 2002 se produjo el caso de un francotirador en Washington, D. C. La policía arrestó al propietario de una furgoneta blanca, así como de una serie de rifles y un manual para francotiradores. Se pensó entonces que sólo había un francotirador y que era el propietario de todas esas cosas. A efectos del ejemplo que proponemos, supongamos que fuese verdad. En este supuesto y otros igualmente razonables, ¿qué es mayor: a) la probabilidad de que un hombre inocente sea el propietario de todas esas cosas, o b) la probabilidad de que un hombre que posea todas esas cosas sea inocente? Vale la pena detenerse antes de seguir leyendo.

    Mucha gente cree que se trata de preguntas difíciles, pero es obvio que la segunda probabilidad es muchísimo mayor que la primera. Para darnos cuenta de ello, consideremos algunos números verosímiles. Hay cuatro millones de personas inocentes en el área metropolitana de Washington y, de acuerdo con nuestro ejemplo, sólo un culpable. Supongamos también que diez personas (incluido el culpable) poseen las tres cosas mencionadas anteriormente. La primera probabilidad (un hombre inocente posee esas tres cosas) sería 9/4.000.000, es decir, del orden de 1 en 400.000. La segunda probabilidad (un hombre que posea esas tres cosas es inocente) es 9/10. Con independencia de cuáles sean los números en la realidad, las dos probabilidades difieren sustancialmente. Confundirlas puede ser peligroso (para los acusados).

    5. Opiniones autosuficientes y búsqueda de datos

    Llevadas al límite, estas ilusiones cognitivas pueden dar lugar a sistemas cerrados de pensamiento, refractarios a cualquier cambio o refutación, por lo menos durante un tiempo. (El pensador austríaco Karl Kraus hizo la siguiente observación satírica: «El psicoanálisis es esa enfermedad mental que considera que es a su vez su propia terapia»). Así ocurre efectivamente en el caso de la Bolsa, pues las opiniones de los inversores acerca de los valores o del sistema de seleccionarlos pueden convertirse en una profecía autosuficiente. A veces el mercado de valores actúa como si fuese una criatura que tuviera voluntad, o una mente propia. El estudio de la Bolsa no es lo mismo que el de las matemáticas o cualquier otra ciencia, cuyos postulados y leyes son independientes de nosotros (en sentidos muy distintos). Si, por alguna razón, mucha gente decide creer en un título bursátil, entonces el precio de éste sube y queda justificada esa opinión.
    Un ejemplo artificioso, pero ilustrativo, de opinión autosuficiente podría ser el siguiente: un pequeño club de inversión con sólo dos participantes y diez títulos posibles entre los que elegir cada semana. Cada semana la suerte favorece al azar a una de las diez acciones que el club ha seleccionado, con una subida muy pronunciada, mientras que los otros nueve valores de esa semana fluctúan en un intervalo muy estrecho.
    Jorge considera (correctamente en este caso) que las fluctuaciones de los precios de las acciones son básicamente aleatorias y selecciona uno de los diez títulos lanzando un dado al aire (en este caso un icosaedro, un sólido de veinte caras, con dos caras por número). Supongamos que Marta cree fervientemente en alguna teoría disparatada, que llamaremos análisis Q. Sus posibilidades de elección vienen marcadas, por tanto, por la revista semanal de análisis Q, que selecciona de entre los diez valores considerados el que tiene mayor probabilidad de subir. Aunque Jorge y Marta tienen la misma probabilidad de escoger el título afortunado cada semana, es más fácil que el valor seleccionado por la revista genere más beneficios que cualquier otro.


    La razón es muy sencilla, pero se nos puede escapar. Para que un título genere grandes beneficios a un inversor han de darse dos condiciones: la suerte debe sonreír esa semana al título y debe ser seleccionado por uno de los dos inversores. Dado que Marta siempre elige el que aparece en la revista semanal, la segunda condición siempre se cumple y, por consiguiente, cuando la suerte le favorece, le proporcionará grandes beneficios. No sucede lo mismo con los otros nueve valores. Nueve de cada diez veces la suerte sonreirá a uno de los valores no seleccionados por la revista, pero lo más probable es que Jorge no haya seleccionado ese en concreto, con lo cual es difícil que obtenga buenos réditos. Sin embargo, hay que ser prudentes a la hora de interpretar estos hechos. Jorge y Marta tienen la misma probabilidad de obtener beneficios (10 por ciento), y cada título de los diez iniciales tiene la misma probabilidad de que la suerte le sonría (10 por ciento), pero el título seleccionado por la revista obtendrá mayores beneficios mucho más a menudo que los seleccionados al azar.

    Ahora ya con un planteamiento numérico, puede decirse que el 10 por ciento de las veces el valor seleccionado por la revista le proporcionará a Marta buenos réditos, mientras que cada uno de los diez valores sólo tiene una probabilidad del 1 por ciento de generar grandes beneficios y, al mismo tiempo, de ser el escogido por Jorge. Conviene señalar de nuevo que para que el valor seleccionado por la revista proporcione beneficios tienen que darse dos condiciones: Marta tiene que escogerlo, lo cual sucede con probabilidad 1, y tiene que ser el valor al que la suerte sonría, lo cual sucede con probabilidad 1/10. Para determinar la probabilidad de que se produzcan varios sucesos independientes hay que multiplicar las respectivas probabilidades, por lo que la probabilidad de que ocurran ambas cosas es 1 × 1/10, es decir, el 10 por ciento. De forma análoga, para que un determinado título haga que Jorge obtenga buenos réditos tienen que producirse dos cosas: Jorge tiene que escogerlo, lo cual sucede con probabilidad 1/10, y tiene ser el valor al que favorece la suerte, lo cual sucede con probabilidad 1/10. El producto de esas dos probabilidades es 1/100, es decir, el 1 por ciento.

    En este experimento inventado nada depende del hecho de que haya dos inversores. Si el número de inversores fuese 100 y 50 de ellos siguieran servilmente el consejo de la revista y otros 50 escogiesen los valores al azar, entonces los títulos seleccionados por la revista generarían buenos réditos a los inversores con una frecuencia 11 veces mayor que cualquier valor tomado al azar. Cuando se escoge al azar el título seleccionado por la revista y se obtienen beneficios cuantiosos, hay 55 ganadores: los 50 que creen en la revista y los cinco que han escogido ese título al azar. Cuando cualquiera de los otros nueve valores genera buenos beneficios, sólo hay, por término medio, cinco ganadores.
    Si se considera una población reducida de inversores y un número limitado de valores, se puede tener la impresión de que esta estrategia resulta efectiva, cuando en realidad sólo actúa el azar.


    La «explotación de datos», la utilización de bases de datos sobre inversiones, cotizaciones de las acciones y datos económicos en busca de alguna indicación sobre la efectividad de ésta u otra estrategia, es un nuevo ejemplo de que una pesquisa de alcance limitado puede dar lugar a resultados decepcionantes. El problema es que si uno busca lo suficiente, siempre encontrará una regla en apariencia eficaz que genere grandes beneficios en un determinado periodo de tiempo o un determinado sector. (De hecho, sobre la base de los trabajos del economista británico Frank Ramsey, algunos matemáticos han demostrado recientemente une serie de teoremas sobre el carácter inevitable de algún tipo de orden en los conjuntos grandes). Los defensores de dichas reglas no se diferencian gran cosa de los que creen en la existencia de códigos ocultos en la Biblia. También ahí se han rastreado mensajes codificados que parecían tener algún significado, sin advertir que es casi imposible que no exista ningún «mensaje» de ese tipo. (Es un hecho trivial, si se busca en un libro que, convenientemente, contenga un capítulo 11 en el que se pronostique la bancarrota de muchas empresas).

    Cuando los inversores intentan descubrir los mecanismos básicos de las inversiones pasadas que han tenido éxito, sólo se fijan de forma muy superficial en el precio y en algunos datos comerciales. En una reducción al absurdo de esta búsqueda de conexiones sin una orientación clara, David Leinweber pasó mucho tiempo, en la década de los noventa, manejando los datos económicos contenidos en un CD-ROM elaborado por las Naciones Unidas hasta encontrar que el mejor indicador del valor del índice de valores Standard & Poor's (S&P) 500 era —aquí se necesita un redoble de tambores— la producción de mantequilla en Bangladesh. No hace falta añadir que no se ha seguido utilizando la producción de mantequilla en Bangladesh como el mejor indicador del índice S&P 500. Todas las reglas y regularidades que puedan descubrirse al utilizar una muestra han de ser aplicadas a los nuevos datos si se desea que tengan alguna credibilidad. Siempre se puede definir arbitrariamente una clase de valores que retrospectivamente hayan funcionado muy bien, pero ¿seguirá siendo así en el futuro?

    Me acuerdo ahora de una paradoja muy conocida planteada (por otros motivos) por el filósofo Nelson Goodman. Escogió una fecha arbitraria del futuro, el 1 de enero de 2020, y definió que un objeto era «verdul» si era verde y la fecha considerada era anterior al 1 de enero de 2020, o bien si era azul y la fecha era posterior al 1 de enero de 2020. Por otra parte, algo era «azde» si era azul y la fecha considerada era anterior a aquella o si era verde y la fecha posterior a ella.
    Consideremos ahora el color de las esmeraldas. Todas las esmeraldas examinadas hasta ahora (2003) han sido verdes. Nos sentimos seguros, por tanto, de que todas las esmeraldas son verdes. Pero todas las esmeraldas examinadas hasta ahora también son «verdules». Al parecer deberíamos tener la misma seguridad de que todas las esmeraldas son «verdules» (y, por consiguiente, azules a partir de 2020). ¿No es así?


    Una objeción inmediata es que los colores «verdul» y «azde» resultan muy extraños, entre otras cosas porque se definen en función del año 2020. Pero si hubiese extraterrestres que hablaran el lenguaje verde-azul, podrían utilizar el mismo argumento en contra de nosotros. «Verde», dirían, es una palabra arbitraria para un color, que se define como verdul antes de 2020 y azde después. «Azul» también es extraño, pues es azde antes de 2020 y verdul después. Los filósofos no han demostrado convincentemente qué hay de malo en los términos «verdul» y «azde», pero señalan que incluso puede llegar a tolerarse la ausencia más clara de regularidad de sentido si se introducen nuevos términos y requisitos ad hoc.

    En sus denodados esfuerzos por encontrar conexiones, los buscadores de datos suelen recurrir al «sesgo de la supervivencia». En la práctica del mercado existe la tendencia a eliminar de la media de fondos de inversión colectiva todos aquellos fondos que han dejado de ser operativos. El rendimiento medio de los fondos supervivientes es superior al que correspondería si estuviesen incluidos todos los fondos. Algunos fondos con malos resultados desaparecen y otros se fusionan con fondos con mejores resultados. En cualquier caso, esta práctica modifica los comportamientos e induce a los inversores a un mayor optimismo en cuanto al rendimiento futuro de los fondos. (El sesgo de la supervivencia también puede aplicarse a los valores bursátiles, que aparecen y desaparecen continuamente, aunque sólo los supervivientes cuentan a la hora de hacer estadísticas de rentabilidad. Por ejemplo, WCOM quedó eliminada sin contemplaciones del índice S&P 500 después de su brusca caída a comienzos de 2002).

    La situación es análoga a la de una escuela que permite que se den de baja de una asignatura aquellos alumnos que no obtienen buenos resultados en ella. La puntuación media de las escuelas que favorecen este sistema es superior, en general, a la de aquellas en las que no se practica. Pero estas puntuaciones medias sobredimensionadas dejan de ser un indicador fiable del rendimiento escolar.
    Por último, si nos atenemos exclusivamente a la literalidad del término, el sesgo de la supervivencia nos hace ser algo más optimistas a la hora de afrontar una crisis. Tenemos tendencia a sólo ver aquellas personas que han superado crisis parecidas. Aquellos que no lo han conseguido, ya no están y, por tanto, son mucho menos visibles.

    6. Rumores y grupos de discusión


    Los grupos de discusión en la red son laboratorios naturales para la observación de todo tipo de ilusiones y distorsiones, aunque su psicología a menudo es más brutalmente simplista que sutilmente engañosa. Cuando estaba embelesado por WorldCom, pasaba muchas horas desmoralizadoras, fastidiosas o divertidas visitando compulsivamente los grupos de discusión de Yahoo! y RagingBull. Basta una breve visita a esos sitios para darse cuenta de que «grupos de griterío» es una descripción más acertada de ellos.


    Una vez provisto de un nombre ficticio, el participante (sospecho que en la mayoría de los casos tenemos que hablar del género masculino) suele olvidar la gramática, la ortografía e incluso los niveles más básicos que ha de tener cualquier discurso educado. También hay quien se vuelve imbécil, idiota o algo peor. Cualquier referencia a un título, cuando se trata de una venta al descubierto (vender acciones que uno no posee con la esperanza de poderlas comprar más tarde, cuando haya bajado el precio), requiere una enorme habilidad para descodificar alusiones y acrónimos escatológicos. Cualquier expresión de dolor por las pérdidas registradas es recibida con despiadado sarcasmo y desprecio. En abril de 2002, un participante anunciaba su suicidio, lamentándose de haber perdido su casa, su familia y su trabajo a causa de WCOM. La respuesta que recibió fue: «¡Pobre perdedor, muérete! Te sugiero que escribas una nota por si las autoridades o tu esposa no participan en los grupos de discusión de Yahoo!».

    Quienes se presentan como vendedores suelen ser (aunque no siempre) menos injuriosos que los que dicen ser compradores. Algunos de los habituales parecen genuinamente interesados en plantearse los temas del mercado bursátil con racionalidad, compartir información e intercambiar ideas. Algunos parecen muy enterados, otros son partidarios de teorías conspirativas estrafalarias, entre las que se cuenta la habitual porquería antisemita, y otros no tienen ni idea, como los que preguntan, por ejemplo, por qué siempre se pone una barra entre la P y la E en P/E y si la P indica efectivamente «precio». También hay muchas discusiones que nada tienen que ver con el mercado bursátil. Una ocasión que recuerdo con cariño fue aquella en la que alguien había necesitado la ayuda de su técnico informático tras comprobar que su ordenador y su impresora no funcionaban. Resultó que los había conectado al sistema de protección de picos de tensión y no a la red principal. He olvidado ya el nombre de la empresa acerca de la que discutíamos en ese momento.
    Está claro que resulta poco recomendable seguir el consejo de ese tipo de personas a las que me he referido, pero la atracción de los sitios visitados es semejante a la que producen los cotilleos acerca de las personas en las que estamos interesados. Lo más probable es que el cotilleo sea falso, retorcido o exagerado, pero sigue provocando cierta fascinación. Otra analogía es la de escuchar la radio de la policía y sentir la dureza de la vida y la muerte en las calles de la ciudad.

    Los participantes en grupos de discusión forman pequeños clanes que invierten mucho tiempo en desautorizar, aunque sin dar ninguna alternativa, a otros clanes opuestos. Defienden sus propios tópicos y denuncian los de los demás. La compra de una pequeña empresa por parte de WorldCom o el cambio de rumbo de sus inversiones en Brasil se interpretaron como grandes noticias. Sin embargo, no lo eran tanto como el cambio de opinión de un analista financiero, cuando su recomendación pasaba de «compra fuerte» a simplemente «compra», o viceversa. Cuando de los grupos de discusión se eliminan aquellas opiniones que rezuman ira y mala educación, es fácil que aparezcan muchos de los sesgos mencionados anteriormente. Las opiniones restantes abominan normalmente del riesgo, se aferran a un número artificial, presentan «razonamientos» que no son sino círculos viciosos, manifiestan admiración por la búsqueda de datos, o todas esas variantes al mismo tiempo.


    En la mayoría de los grupos de discusión que frecuenté, el porcentaje de opiniones sensatas era mayor que en el grupo de discusión sobre WorldCom. Recuerdo que en el grupo de discusión sobre Enron pude leer los rumores acerca de los contratos fraudulentos y las prácticas contables engañosas de la empresa, que posteriormente salieron a la luz pública. Por desgracia, como se generan rumores sobre cualquier cosa y son muy contradictorios entre sí (a veces los difunde un mismo individuo), es imposible sacar conclusión alguna de su fundamento, excepto que contribuyen a crear sentimientos de esperanza, miedo, ira y ansiedad.

    7. Hinchar y deshinchar, vender al descubierto y distorsionar

    En ocasiones, los rumores tienen que ver con estafas que se producen en el mercado bursátil y se aprovechan de las reacciones psicológicas normales de la gente. Muchas de esas reacciones aparecen catalogadas en el libro clásico de Edwin Lefevre de 1923 titulado Reminiscences of a Stock Operator, pero la técnica estándar de «hinchar y deshinchar» (pump and dump) es una práctica ilegal que ha florecido con Internet. Pequeños grupos de inversores compran un título y lo ofrecen luego de alguna manera engañosa (es decir, lo «hinchan»), Cuando ha aumentado el precio gracias a la campaña de promoción, lo venden y recogen un beneficio (lo «deshinchan»). Esta práctica funciona bien en mercados alcistas, cuando se manifiesta la codicia de los inversores. También resulta muy eficaz cuando se trata de títulos con poco movimiento y bastan unos pocos compradores para que el efecto sea pronunciado.

    De hecho, para montar una operación de ese tipo sólo hace falta una persona con una conexión rápida a Internet y una serie de nombres registrados. Todo consiste en comprar un pequeño lote de acciones a algún corredor de Bolsa electrónico y entrar en el grupo de discusión correspondiente. Basta con algunas insinuaciones inteligentes y algunas afirmaciones equívocas y escribir mensajes, con otro pseudónimo, que respalden esas opiniones. Se puede incluso mantener una «conversación» entre los distintos nombres utilizados por una misma persona, y generar expectativas crecientes. Hay que esperar a que el precio suba y entonces hay que vender rápidamente.

    Un estudiante de New Jersey de quince años fue detenido por estas prácticas, que efectuaba con bastante éxito a la salida de la escuela. Es difícil calibrar hasta qué punto está extendida esta práctica, ya que sus autores en general prefieren el anonimato. Creo que es bastante frecuente, especialmente porque se manifiesta con diversa intensidad, desde las centrales telefónicas organizadas por las redes de estafadores a los agentes de Bolsa que intentan engañar a los inversores más ingenuos.
    De hecho, esta última situación constituye una amenaza mucho mayor. El análisis del mercado era considerado una actividad respetable, y sin duda lo sigue siendo para la mayoría de quienes lo practican. Sin embargo, desgraciadamente, parece que algunos manifiestan un enorme deseo de conseguir las comisiones bancarias por inversión asociadas a las fusiones y la colocación de acciones, así como a otras prácticas lucrativas que les inducen a «enmascarar» —por decirlo suavemente— sus análisis para no molestar a las empresas que están analizando y de las que, al mismo tiempo, tienen acciones. A principios de 2002, salieron a la luz pública diversas historias sobre algunos analistas de Merrill Lynch que intercambiaban mensajes privados de correo electrónico ridiculizando un título para el que, en público, estaban intentando captar clientes. Otras seis agencias de Bolsa fueron acusadas del mismo tipo de prácticas poco honradas.


    Mucho más explícito es el caso de la documentación de Salomon Smith Barney considerada por el Congreso como prueba de que los ejecutivos de empresas que generaban grandes comisiones por inversión recibían a veces personalmente grandes paquetes de las ofertas públicas de acciones de sus empresas. El valor de estas ofertas jugosas y bien promocionadas, a las que no tenían acceso los inversores normales, aumentaba rápidamente y su venta proporcionaba beneficios inmediatos. Entre 1996 y 2000 Bemie Ebbers recibió casi un millón de acciones de ofertas públicas iniciales por un valor de más de 11 millones de dólares. La compensación de 1400 millones de dólares pagados por algunas grandes agencias de Bolsa al gobierno, que fue anunciada en diciembre de 2002, dejó pocas dudas sobre el hecho de que esa práctica no era exclusiva de Ebbers y de Salomon.
    Retrospectivamente, parece que las valoraciones de algunos analistas no eran mucho más creíbles que las invitaciones enviadas a cualquier dirección electrónica del planeta por aquellos que se presentan como funcionarios del gobierno de Nigeria en busca de algo de dinero con el que iniciar un negocio. El planteamiento suele consistir en que ese dinero les permitirá tanto a ellos como a su interlocutor acceder a una enorme cantidad de dinero, congelada en alguna cuenta en el extranjero.
    En el mercado bajista, la técnica equivalente a la de «hinchar y deshinchar» es la de «vender al descubierto y distorsionar» (short and distort). En lugar de comprar, hacer una campaña de promoción y vender, confiando en la subida de la cotización, esta técnica consiste en vender, atacar y comprar, confiando en la caída de la cotización.

    Primero se venden las acciones al descubierto. Como ya se ha dicho, esta operación consiste en vender títulos de los que no se dispone con la esperanza de que su cotización habrá disminuido cuando llegue el momento de pagar al agente de Bolsa que ha prestado las acciones. (La venta al descubierto es perfectamente legal y uno de sus objetivos más útiles consiste en mantener los mercados y limitar los riesgos). Luego se ponen en circulación falsos rumores sobre deudas sin avales, problemas tecnológicos, problemas de personal, pleitos, etcétera. Cuando, como respuesta a esa campaña, disminuye la cotización de ese título, se compran las acciones a un precio inferior y se recogen los beneficios.

    Como en el caso del mercado alcista, «vender al descubierto y distorsionar» funciona bien cuando se trata de acciones con poco movimiento. Resulta muy eficaz en el mercado bajista, cuando los inversores están expuestos a la ansiedad y al miedo. Quienes practican este sistema, al igual que los del sistema anterior, utilizan diversos pseudónimos en los grupos de discusión especializados, esta vez para crear la ilusión de que algo catastrófico se cierne sobre la empresa en cuestión. Su actitud hacia los inversores que no están de acuerdo suele ser más desagradable que la de quienes recurren al otro método, que han de mantener un tono más positivo, de mayor confianza. También aquí existen distintos grados en la práctica y a veces ésta casi no puede distinguirse de la forma de actuar de algunas agencias de Bolsa o algunos fondos de inversión de alto riesgo.
    Incluso títulos tan importantes como WCOM (con 3000 millones de acciones) pueden quedar afectados por la técnica de «vender al descubierto y distorsionar», aunque para ello quienes la practican han de tener una infraestructura bastante sólida. No dudo de que en el caso de WCOM se practicase esta técnica durante su largo descenso, pero a la vista de lo que salió a la luz pública acerca de la contabilidad de la empresa, parece haber contado más lo último.
    Por desgracia, después de Enron, WorldCom, Tyco y otras empresas, un simple tufillo de irregularidades basta para provocar que los inversores vendan, y que sólo después hagan las preguntas. Como consecuencia, muchas empresas respetables quedan lastradas injustamente y muchos inversores pierden la confianza en ellas.



    Capítulo 3
    Tendencias, masas y ondas
    Contenido:
    1. Análisis técnico: seguir a los seguidores
    2. El euro y la razón áurea
    3. Medias móviles e imagen global
    4. Resistencia, apoyo y todo lo demás
    5. Capacidad de previsión y tendencias
    6. Estrategias técnicas y blackjack
    7. ¿Ganar perdiendo?
    Como hemos visto, la psicología puede ayudar a predecir los precios, hasta cierto punto. Muchos inversores se interesan por el «análisis técnico», un método que pretende anticipar la dirección que tomará el mercado, con la ayuda de gráficos y modelos, y encontrar las reglas correspondientes. Los interesados en el análisis técnico, que en el fondo no es muy técnico y sería más preciso denominarlo «análisis de tendencias», consideran que la «tendencia es un amigo», que tiene sentido estudiar el «impulso del mercado» y que hay que seguir a las masas. Al margen de la validez de estas ideas y del análisis técnico en general (tema al que me referiré en breve), debo admitir que siento cierta aversión hacia el comportamiento gregario que a menudo parecen propugnar sus consejos: determine hacia dónde va la masa y sígala. Tal vez fue esa aversión la que me impidió vender WCOM y la que hizo que me repitiese continuamente que WorldCom era víctima, entre otras cosas, de unas relaciones públicas mal planteadas, de la confusión de los inversiones, de las críticas feroces de la prensa, del odio que había despertado el director general, del ambiente empresarial enrarecido y la furia vendedora. En resumen, creí que la gente se equivocaba y rechacé la idea de que había que seguirla. Sin embargo, como aprendí poco a poco, despreciar a la gente es un ejemplo de arrogancia.

    1. Análisis técnico: seguir a los seguidores



    Al margen de mis propios prejuicios, la justificación del análisis técnico es poco clara. En la medida en que exista esa justificación, lo más probable es que el análisis técnico proceda de la psicología y, en particular, de la idea keynesiana de anticiparse convencionalmente a la respuesta convencional o tal vez de algunas de las interacciones sistémicas todavía por articular. La «falta de articulación» es la verdadera clave. La jerga matemática del análisis técnico pocas veces se traduce en una teoría coherente. Podemos empezar la discusión con una de sus manifestaciones menos plausibles, la llamada teoría de las ondas de Elliott.

    Ralph Nelson Elliott es famoso por la idea de que el mercado bursátil se manifiesta según unas ondas gracias a las cuales los inversores pueden predecir el comportamiento de los títulos. Esquematizando su teoría propuesta en 1939, podría decirse que para Elliott las cotizaciones se rigen por ciclos basados en los números de Fibonacci (1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34, 55, 89… tales que cualquier número de la secuencia es el resultado de sumar los dos anteriores). Según Elliott, en general el mercado crece según cinco ondas distintas y decrece según tres ondas distintas, por alguna oscura razón psicológica o sistémica. Elliott también creía que estos modelos existían a diversos niveles y que cualquier ciclo u onda no era sino una parte de un ciclo más amplio y contenía a su vez ciclos u ondas más pequeñas. (En honor a la verdad, puede decirse que la idea de pequeñas ondas dentro de otras mayores, pero con la misma estructura, parece un anticipo de la noción de fractal debida a Benoît Mandelbrot, mucho más elaborada y sobre la que volveremos más adelante). Según las reglas basadas en los números de Fibonacci, el inversor debe comprar cuando las ondas son ascendentes y vender cuando son descendentes.

    El problema se plantea cuando los inversores intentan identificar en qué tipo de onda se encuentran. También tienen que decidir si el ciclo mayor o menor del que la onda forma parte inevitablemente puede invalidar de forma temporal la señal de comprar o vender. Para superar ese escollo, la teoría llega a complicarse mucho y, de hecho, las complicaciones son tan numerosas que muy pronto resulta imposible de falsear. Estas complicaciones y la imposibilidad de falseamiento recuerdan la teoría de los biorritmos u otras pseudociencias. (La teoría de los biorritmos consiste en decir que los diversos aspectos de la vida cotidiana de una persona se rigen por ciclos periódicos rígidos que se inician en el nacimiento y tienen que ver a veces con los números 23 y 28, los periodos de unos pretendidos principios masculino y femenino, respectivamente). También recuerda el antiguo sistema ptolemaico del movimiento de los planetas, que requería más y más correcciones y excepciones para hacerlo compatible con las observaciones. Como en la mayoría de este tipo de esquemas, la teoría de las ondas de Elliott naufraga ante la siguiente pregunta: ¿por qué alguien tiene que esperar que funcione?


    Para algunos, por supuesto, la parte atrayente de esta teoría es el misticismo matemático que se asocia normalmente a la secuencia de números de Fibonacci, en el sentido de que dos números consecutivos mantienen una relación estéticamente llamativa. Algunos ejemplos naturales de sucesiones de Fibonacci los proporcionan las espirales que pueden verse sobre las pinas y los ananás; el número de hojas, pétalos y tallos de las plantas; el número de conejos en generaciones sucesivas; y, como insisten los entusiastas de la teoría de Elliott, las ondas y los ciclos del mercado bursátil.
    Siempre resulta agradable asociar las actividades prácticas del mercado de valores a la pureza etérea de las matemáticas.

    2. El euro y la razón áurea

    Antes de examinar otras teorías financieras menos áridas, les invito a considerar un ejemplo reciente de numerología financiera. En un mensaje electrónico, un conocido mío británico me hizo fijar en la interesante conexión entre los tipos de cambio entre el euro y la libra y viceversa el 19 de marzo de 2002.
    Para apreciarlo realmente es necesario conocer la definición de la razón áurea, tomada de las matemáticas de la Grecia clásica. (Todos aquellos para quienes la confluencia de Grecia, matemáticas y finanzas sea excesiva pueden pasar directamente a la siguiente sección). Se dice que un punto situado sobre un segmento lo divide según la razón áurea cuando el cociente entre la parte más larga y la más corta es igual al cociente entre el segmento y la parte más larga. También se dice que son áureos los rectángulos cuyas longitudes y anchuras están en la proporción de la razón áurea, y mucha gente afirma que los rectángulos de ese tipo, como la fachada de Partenón, son especialmente agradables a la vista. Por ejemplo, una tarjeta de 3 por 5 es casi un rectángulo áureo pues 5/3, es decir, 1,666…, es casi igual a (5 + 3)/5, es decir, 1,6.

    El valor de la razón áurea, que se suele representar por la letra griega fi, es 1,618… (se trata de un número irracional y, por tanto, su representación decimal nunca se repite). No es difícil demostrar que si posee la sorprendente propiedad de que es exactamente igual a 1 más su recíproco (el recíproco de un número no es más que 1 dividido por dicho número). Por tanto, 1,618… es igual a 1 + 1/1,618…
    Este hecho nos lleva de nuevo a los tipos de cambio del euro y la libra. En el día en cuestión, el 19 de marzo del año 2002, un periodista de la BBC observó que la cotización de una libra esterlina era de un euro y 61,8 céntimos (1,618 euros) y que, por consiguiente, el cambio inverso era tal que un euro equivalía a 61,8 peniques (0,618 libras). Según el periodista, este hecho singular constituía un ejemplo de «cierta simetría». Sin embargo, seguramente ni siquiera podía intuir lo profunda que resulta esa simetría.

    Además de lo adecuado que resulta el término «áureo» en el contexto de las finanzas, existe también una conocida relación entre la razón áurea y los números de Fibonacci. El cociente entre un número de Fibonacci cualquiera y su anterior tiene un valor muy próximo a 1,618…, y cuanto mayores son los números de Fibonacci considerados, más se acercan los cocientes a dicho valor. Consideremos de nuevo la sucesión de números de Fibonacci: 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34, 55, etcétera. Resulta que los cocientes 5/3, 8/5, 13/8, 21/13… de los sucesivos números de Fibonacci se van acercando a la razón áurea 1,618…
    No sabemos cómo hubiera reaccionado un teórico de las ondas de Elliott interesado en los tipos de cambio monetarios en la fecha de dicha coincidencia, ante esa bella armonía entre el dinero y las matemáticas. Sin embargo, es fácil que un timador sin escrúpulos, pero culto, concibiese algún sistema lo suficientemente verosímil como para que esa conexión «cósmica» le permitiese ganar dinero.


    Esta historia podría transformarse en un guión de película como Pi, ya que existen muchísimos hechos relacionados con fi que podrían utilizarse para dar a los diversos esquemas de inversión existentes un aura de verosimilitud superficial. (El protagonista de Pi es un matemático obsesionado por los números, que cree haber encontrado todos los secretos del desarrollo decimal del número pi. Le persiguen fanáticos religiosos, financieros codiciosos y demás. El único personaje sano es su consejero, que sufre un infarto, una situación que genera una gran ansiedad en los espectadores. A pesar de su atractivo, la película no tiene sentido alguno desde un punto de vista matemático). Por desgracia para los inversores y los matemáticos, la lección que se extrae es que para ganar dinero en Wall Street se necesita algo más que bellas armonías. Además, Fi no sería un título de película tan logrado como Pi.

    3. Medias móviles e imagen global

    Mucha gente, entre la que me incluyo, suele ridiculizar el análisis técnico y los gráficos que lo acompañan, pero enseguida añaden hasta qué punto dependen (tal vez inconscientemente) de las estas ideas en las que se basan. En cierto sentido, la situación recuerda ese viejo chiste sobre un hombre que se queja al doctor de que su esposa ha estado creyendo durante años que era una gallina. Tendría que haber pedido ayuda antes, pero, añade, «necesitábamos los huevos». Conscientes de que a veces necesitamos las nociones del análisis técnico, vamos a examinar algunas de ellas.
    Es natural que los inversores deseen tener una visión global de la evolución del mercado y de determinados valores. Para ello, resulta útil la sencilla noción de una media móvil. Cuando una cantidad varía con el tiempo (como la cotización de una empresa, la temperatura a mediodía en Milwaukee o el precio de la col en Kiev), se puede hacer, diariamente, el promedio de sus valores a lo largo de, por ejemplo, 200 días. Los promedios de esta sucesión varían y se dice que la sucesión tiene una media móvil, pero el valor de ese promedio es tal que no cambia tanto como lo hace la cotización de la acción; podría decirse que es un promedio flemático.

    A modo de ejemplo, consideremos la media móvil a lo largo de tres días de una empresa cuyo título es muy volátil y sus cotizaciones al cierre son: 8, 9, 10, 5, 6, 9. El día del cierre a 10, su media móvil a lo largo de tres días era (8 + 9 + 10)/3, es decir, 9. Al día siguiente, cuando la cotización al cierre es 5, su media móvil a lo largo de tres días era (9 + 10 + 5)/3, es decir, 8. Cuando la cotización al cierre es 6, la media móvil a lo largo de tres días era (10 + 5 + 6)/3, es decir, 7. Al día siguiente, cuando la cotización cierra a 9, su media móvil a lo largo de tres días era (5 + 6 + 9)/3, es decir, 6,67.
    Si la cotización oscila de forma regular y se escoge adecuadamente el periodo de tiempo, la media móvil casi no varía. Consideremos un caso extremo, la media móvil a lo largo de veinte días de una empresa cuyas cotizaciones al cierre oscilan con la regularidad de un metrónomo. En los días sucesivos son: 51, 52, 53, 54, 55, 54, 53, 52, 51, 50, 49, 48, 47, 46, 45, 46, 47, 48, 49, 50, 51, 52, 53, y así sucesivamente, siempre oscilando alrededor de 50. La media móvil en el día indicado en cursiva es 50 (se obtiene haciendo la media de los 20 primeros números). De forma análoga, la media móvil a lo largo de veinte días correspondiente al siguiente día, cuando la cotización es 51, también es 50. Lo mismo sucede al día siguiente. De hecho, si la cotización oscila de esta forma tan uniforme y se repite cada veinte días, la media móvil a lo largo de veinte días siempre es 50.

    Existen diversas definiciones de las medias móviles (en algunas se atribuye un peso mayor a los días inmediatamente anteriores, en otras se tiene en cuenta la volatilidad cambiante del título), pero el objetivo de todas ellas consiste en suavizar las fluctuaciones diarias de la cotización para que el inversor pueda centrar su atención en tendencias más amplias. Algunos programas informáticos y sitios en la red permiten comparar los evoluciones diarias de las cotizaciones con las de las medias móviles, mucho más uniformes.


    Para los especialistas del análisis técnico, las medias móviles dan lugar a reglas de compra-venta. La más frecuente de todas ellas sostiene que hay que comprar un título cuando su cotización supera su media móvil a lo largo de X días. El contexto determina el valor de X, que suele ser de 10, 50 o 200 días. Inversamente, la regla sugiere vender un título cuando su cotización se sitúa por debajo de su media móvil a lo largo de X días. En el caso del título anterior, con su oscilación uniforme, las reglas no permiten obtener ni beneficios ni pérdidas. Sugerían comprar cuando la media móvil aumentaba de 50 a 51 y vender cuando ésta disminuía de 50 a 49. En el caso de la media móvil a lo largo de tres días, si nos atenemos estrictamente a la regla, habría que comprar acciones al final del tercer día y venderlas al final del cuarto, con lo cual el resultado final, en este caso concreto, sería de pérdida.
    La regla puede funcionar correctamente si el título fluctúa alrededor de una trayectoria ascendente o descendente a largo plazo. La razón es que hay que seguir las tendencias y si el título se sitúa por encima de su media móvil a lo largo de X días es que se ha iniciado una tendencia alcista. Inversamente, si el título se sitúa por debajo de su media móvil a lo largo de X días es que se ha iniciado una tendencia bajista. Insisto en que un movimiento al alza (a la baja) de un título no basta para indicar que hay que comprar (vender); el título debe situarse por encima (por debajo) de su media móvil.
    Por desgracia, si hubiese seguido alguna de las muchas reglas sobre medias móviles, me hubiese alejado de WCOM, que durante casi tres años presentó una tendencia descendente más o menos uniforme, mucho antes de perder casi todo lo que invertí en ese título. El guardia de seguridad mencionado en el capítulo primero, en cambio, siguió una regla de ese tipo y vendió las acciones de su plan de pensiones.

    Existen estudios, sobre los que volveremos más adelante, que sugieren que las reglas basadas en medias móviles tienen, en algunas ocasiones, cierta eficacia. Aun así, presentan algunos problemas. Uno es que se puede gastar mucho dinero en comisiones si la cotización de la acción se sitúa alrededor de la media móvil y muchas veces está por encima y otras por debajo. En ese caso, hay que modificar la regla en el sentido de que el valor tiene que diferir de la media móvil en una cantidad determinada. También hay que decidir si la compra se efectúa al final del día en el que el precio supera la media móvil, o al comienzo del día siguiente o incluso más tarde.

    En las voluminosas series de datos temporales sobre las cotizaciones bursátiles se puede buscar el valor de X que ha proporcionado los mejores resultados para aquellos que han seguido la regla de compra-venta basada en las medias móviles. También puede complicarse la regla comparando medias móviles a lo largo de intervalos distintos y comprar o vender cuando se juntan las medias. Incluso se puede adaptar la idea de comprar y vender dentro de un mismo día utilizando para ello medias móviles a lo largo de X minutos, definidas mediante la noción matemática de integral. Siempre se pueden encontrar estrategias óptimas para un determinado suceso después de que éste se haya producido. Lo interesante es encontrar algo que funcione de cara al futuro; es muy fácil predecir el pasado. Este hecho nos permite plantear una de las críticas más mordaces a la estrategia de las medias móviles. Si el mercado es eficiente, es decir, si la información sobre un título queda incorporada casi inmediatamente a su cotización, cualquier movimiento futuro de ésta vendrá determinada por acontecimientos externos aleatorios. Su comportamiento anterior y, en particular, su media móvil, carece de importancia y su movimiento futuro resulta impredecible.
    Como es evidente, el mercado bursátil puede no ser siempre tan eficiente. Volveremos a ocuparnos de estas cuestiones en los capítulos siguientes.

    4. Resistencia, apoyo y todo lo demás

    Otras dos ideas importantes del análisis técnico son las de nivel de resistencia y nivel de apoyo. Los argumentos a su favor se basan en la convicción de que las personas suelen recordar cuándo se han quemado, cuándo han sido insultadas o cuándo han sido abandonadas; en concreto, recuerdan lo que han pagado, o hubiesen deseado pagar, por una acción. Supongamos que una acción tiene una cotización de 40 dólares durante un tiempo y baja hasta 32 dólares antes de volver a subir lentamente. La gran cantidad de inversores que compraron dicho título a 40 dólares están molestos y deseosos de enjuagar las pérdidas, de forma que si la cotización vuelve a subir a 40 dólares, estarán dispuestos a vender, con lo cual la cotización de la acción volverá a bajar. La cotización de 40 dólares se llama nivel de resistencia y se considera un obstáculo a cualquier posible aumento futuro de la cotización del título.


    Por otra parte, los inversores que consideraron la compra de dicha acción a 32 dólares, pero no lo hicieron, tienen envidia de quienes compraron y consiguieron un rendimiento del 25 por ciento. Desean obtener ese beneficio, de forma que si la cotización vuelve a caer a 32 dólares, estarían dispuestos a comprar, haciendo que la cotización suba de nuevo. Se dice que la cotización de 32 dólares es un nivel de apoyo y se considera un obstáculo a cualquier posible caída futura de la cotización del título.

    Como las cotizaciones suelen serpentear entre sus niveles de resistencia y apoyo, una de las reglas del análisis técnico consiste en comprar el título cuando «rebota» sobre su nivel de apoyo y vender cuando «choca» contra el nivel de resistencia. Como es evidente, esta regla puede aplicarse al mercado bursátil en su conjunto, sugiriendo a los inversores que esperen a que los índices Dow o S&P apunten al alza (o a la baja) antes de comprar (o vender).
    Los seguidores de estas ideas consideran que los niveles de apoyo son umbrales inestables a lo largo del tiempo, mientras que los niveles de resistencia son techos algo más sólidos, pero también inestables, y, en consecuencia, la regla en la que intervienen ambos conceptos es algo más categórica. Esta regla sugiere comprar las acciones si su cotización al alza consigue superar el nivel de resistencia y venderlas si su cotización a la baja consigue atravesar el nivel de apoyo. En ambos casos, «atravesar» significa que el título no se comporta según la forma habitual y la regla aconseja a los inversores que sigan la nueva tendencia.

    Como sucede con las reglas basadas en las medias móviles, existen algunos estudios que indican que las reglas basadas en los niveles de resistencia y apoyo a veces dan lugar a aumentos moderados de rentabilidad. Frente a esto, persiste la hipótesis del mercado eficiente, según la cual las cotizaciones, las tendencias y los niveles de resistencia y apoyo no constituyen ninguna indicación real sobre los movimientos futuros.

    Existen infinitas variantes de estas reglas, que pueden combinarse de múltiples maneras. Los niveles de resistencia y apoyo pueden cambiar al alza y a la baja, o en función de la media móvil, por ejemplo, en lugar de permanecer constantes. Las reglas también pueden tener en cuenta las variaciones de la volatilidad de las acciones.

    Estas variantes dependen de los modelos de cotización, que a veces tienen nombres divertidos. El modelo de «cabeza y hombros», por ejemplo, se manifiesta después de una tendencia al alza continua. Consta de tres máximos: el central es el más pronunciado y corresponde a la cabeza; los situados a derecha a izquierda (es decir, anterior y posterior al máximo central) son los hombros. Después de caer por debajo del hombro derecho y atravesar la línea de apoyo que une los dos mínimos a cada lado de la cabeza, la cotización, según los entusiastas de esta doctrina, toma una dirección contraria y se inicia una tendencia a la baja y, por tanto, es aconsejable vender.
    Otras metáforas parecidas describen la inversión de la tendencia de doble fondo. Se manifiesta tras una tendencia a la baja continua y consiste en dos depresiones o mínimos sucesivos, con un pequeño máximo entre ellos. Después de superar el segundo mínimo, la cotización, según los entusiastas de esta doctrina, toma una dirección contraria y se inicia una tendencia al alza y, por tanto, es aconsejable comprar.


    Son historias divertidas que los partidarios del análisis técnico explican con gran fervor y convicción. Pero, aun cuando todo el mundo explicase las mismas historias (y ni siquiera es así), ¿por qué tendrían que ser ciertas? Al parecer, la razón última es psicológica, o tal vez sociológica o sistémica, pero ¿en qué principios se basan? ¿Por qué no se habla de fondos triples o cuádruples? ¿Por qué no dos cabezas y cuatro hombros? O cualquiera de las innumerables posibilidades, todas ellas igualmente verosímiles e igualmente divertidas. ¿Qué combinación de principios psicológicos, financieros u otros tiene la suficiente especificidad para generar reglas de inversión eficientes?
    Como ocurre con las ondas de Elliott, la escala tiene su importancia. Si descendemos hasta los detalles, por todos lados pueden aparecer pequeños dobles fondos y diminutos hombros y pequeñas cabezas. También aparecen en el movimiento de los grandes índices del mercado. ¿Acaso significan para el mercado en su totalidad lo que se pretende que signifiquen para los títulos individuales? ¿Acaso la recesión de «doble pendiente» de la que tanto se habló a comienzos de 2002 no fue simplemente una recesión de doble fondo?

    5. Capacidad de previsión y tendencias


    Es frecuente oír decir a algunos inversores que han ganado dinero gracias a las reglas del análisis técnico. ¿Es realmente así? Evidentemente, la respuesta es afirmativa, porque la gente gana dinero con todo tipo de estrategias, incluidas aquellas en las que se utilizan hojas de té o las manchas solares. La verdadera pregunta es otra: ¿ganan más dinero del que conseguirían si invirtieran en un fondo indicador cualquiera que reprodujese los resultados del mercado en su conjunto? ¿Consiguen alguna rentabilidad adicional? La mayoría de los teóricos de las finanzas lo ponen en duda, pero existe alguna prueba tentadora de la eficacia de esas estrategias basadas en el impulso del mercado o en el seguimiento de las tendencias a corto plazo. Los economistas Narasimhan Jedadeesh y Sheridan Titman, por ejemplo, han escrito diversos trabajos en los que explican que las estrategias basadas en el impulso del mercado producen una rentabilidad adicional moderada y que, tras muchos años de experiencia, su éxito no depende de la búsqueda de datos. Nada dicen sobre la posibilidad de que esta supuesta rentabilidad, que muchos ponen en cuestión, se deba a las reacciones exageradas de los inversores o a una persistencia a corto plazo del impacto de los informes de beneficios de las empresas. Sin embargo, parecen indicar más bien que los elementos decisivos son los modelos de comportamiento y los factores psicológicos.
    William Brock, Josef Lakonishok y Blake LeBaron también han aportado pruebas de que las reglas basadas en las medias móviles y las nociones de resistencia y apoyo tienen una eficacia moderada. Se han centrado en las reglas más sencillas, pero otros autores señalan que sus resultados no han sido contrastados con nuevos datos bursátiles.

    Un apoyo más concreto a la posible explotación del análisis técnico es el aportado por Andrew Lo, profesor en el Massachusetts Institute of Technology (MIT) y Craig MacKinlay, de la Wharton School. En su libro A Non-Random Walk Down Wall Street sostienen que, a corto plazo, las rentabilidades globales del mercado bursátil presentan correlación positiva, como ocurre en cierta medida con el tiempo atmosférico local. Es muy probable que después de un día caluroso y soleado venga otro parecido, de la misma manera que es muy probable que a una semana bursátil buena le siga otra parecida. Lo mismo sucede con los días lluviosos y las semanas bursátiles malas. Lo y MacKinlay también sostienen, utilizando para ello herramientas de vanguardia, que el pronóstico cambia a largo plazo: las cotizaciones individuales presentan correlaciones ligeramente negativas. Es muy probable que los ganadores sean perdedores dentro de un periodo de tres a cinco años y viceversa.


    Plantean asimismo una posibilidad teórica muy interesante. Dejando de lado algunos detalles, supongamos (aunque Lo y MacKinlay no lo hacen) que las tesis de Burton Malkiel expuestas en su libro Un paseo aleatorio por Wall Street son ciertas y que el movimiento del mercado bursátil en su conjunto es completamente aleatorio. Supongamos que, después de examinar por separado las fluctuaciones de cada título, también tienen un comportamiento aleatorio. Con estas hipótesis, seguiría siendo posible que los cambios en las cotizaciones de, por ejemplo, un 5 por ciento de las acciones permitieran predecir con precisión los cambios en las cotizaciones de otro 5 por ciento de las acciones una semana más tarde.

    La capacidad de previsión resulta de las relaciones cruzadas entre las acciones a lo largo del tiempo. (No es necesario que estas relaciones sean causales, sino que pueden ser simplemente hechos ordinarios). Más concretamente, tomemos un título X que, al considerarlo por separado, fluctúa de forma aleatoria semana tras semana, como ocurre con el título Y. Sin embargo, si la cotización de X de esta semana permite prever en ocasiones la que tendrá Y la próxima semana, este hecho podría explotarse y la hipótesis del recorrido estrictamente aleatorio sería falsa. Si no ahondamos en profundidad en esas posibles relaciones cruzadas entre los títulos, todo lo que veremos será un mercado que fluctúa de forma aleatoria compuesto por acciones que fluctúan de forma aleatoria. Evidentemente, he utilizado la táctica matemática típica consistente en considerar un caso extremo, pero el ejemplo sugiere que en el mercado pueden existir unos elementos de orden relativamente sencillos que parecen fluctuar al azar.

    Existen otros tipos de anomalías en las cotizaciones bursátiles que pueden ser objeto de una posible explotación. Entre las más conocidas están los llamados efectos del calendario. Según éstos, las cotizaciones, en general las de las pequeñas empresas, aumentan desproporcionadamente en enero, en particular en la primera semana del mes. (La cotización de WCOM aumentó considerablemente en enero de 2001 y tuve la esperanza de que también lo haría en enero de 2002, pero no fue así). Las explicaciones de este fenómeno se basan en que el año fiscal se cierra al final de año, pero ese mismo efecto parece producirse en países con normas fiscales muy distintas. Es más, los rendimientos poco habituales, ya sean positivos o negativos, no sólo se producen al inicio del año sino, como han señalado acertadamente Richard Thaler y otros, también al comienzo del mes, del año, del día, así como antes de las vacaciones. Nuevamente, todo apunta a que intervienen factores de comportamiento poco estudiados hasta el momento.

    6. Estrategias técnicas y blackjack

    La mayoría de los expertos financieros académicos cree en algún tipo de teoría de recorrido aleatorio y consideran que el análisis técnico es algo así como una pseudociencia cuyas predicciones carecen de valor o, como mucho, sostienen que son tan parecidas a lo que resulta del azar que son difícilmente explotables, debido a los costes de las transacciones. Siempre he privilegiado esta última explicación, pero reservaré mi opinión más matizada para capítulos posteriores. Mientras tanto, me gustaría señalar un paralelismo entre las estrategias de mercado, como puede ser el análisis técnico en cualquiera de sus variantes, y las estrategias utilizadas en el juego del blackjack. (Como es evidente, también existen grandes diferencias).


    El blackjack es el único juego de casino en el que el resultado depende de los resultados anteriores. En la ruleta, en cambio, las jugadas anteriores no tienen ninguna consecuencia sobre las siguientes. La probabilidad de que salga rojo en la próxima jugada es 18/38, aun cuando haya salido rojo en las cinco jugadas anteriores. Lo mismo ocurre con los dados, que carecen de memoria. La probabilidad de sacar un 7 al lanzar dos dados es 1/6, aun cuando en las cuatro tiradas anteriores no haya salido ningún 7. La probabilidad de que salga rojo seis veces seguidas es (18/38)6 y la probabilidad de que salgan cinco sietes seguidos es (1/6)5. Cada jugada y cada lanzamiento son independientes de las jugadas y lanzamientos del pasado.

    Por el contrario, el juego del blackjack depende del pasado. La probabilidad de sacar dos ases seguidos de una baraja de cartas no es (4/52 × 4/52) sino (4/52 × 3/51). El segundo factor, 3/51, es la probabilidad de escoger otro as teniendo en cuenta que la primera carta escogida era precisamente un as. Análogamente, la probabilidad de que al sacar una carta de una baraja salga una figura (jota, dama o rey), siempre que sólo tres de las 30 cartas sacadas hasta el momento sean figuras, no es 12/52 sino mucho mayor, 9/22.

    El hecho de que la probabilidad (condicionada) cambia según la composición de lo que queda en la baraja constituye la base para la distintas estrategias utilizadas en el blackjack. En todas ellas hay que tener en cuenta cuántas cartas de cada tipo han salido ya y hay que aumentar la apuesta cuando la situación se ha vuelto favorable (en función de cada situación concreta). Algunas de dichas estrategias son rentables, si se siguen al pie de la letra. La mejor prueba es que algunos casinos disponen de fornidos agentes de seguridad que invitan a salir del local a aquellos jugadores que practican con éxito la técnica de contar.

    La mayoría de los que han intentado estas estrategias (o, peor aún, los que han intentado estrategias propias) han perdido dinero. Sin embargo, no tendría sentido señalar las contundentes pérdidas medias de los jugadores de blackjack y mantener que ésa es la demostración de que no existe una estrategia eficaz para apostar en este juego.
    El blackjack es mucho más sencillo que el mercado bursátil, que depende de muchísimos más factores, así como de las actitudes y las opiniones de los demás inversores. Pero la ausencia de una prueba definitiva sobre la eficacia de las diversas reglas para la inversión, ya se basen o no en el análisis técnico, no implica que no existan unas reglas eficaces. Si los movimientos del mercado no se producen totalmente al azar, puede decirse que el mercado dispone de una especie de memoria y las reglas para la inversión basadas en esa memoria pueden resultar eficaces. Dudo que lo siguiesen siendo si demasiada gente las conociera, pero ése es otro problema.


    Es interesante observar que en el caso de que el análisis técnico proporcionase una estrategia eficaz para la inversión, ésta no necesariamente requeriría una base lógica convincente. La mayoría de los inversores la adoptarían, de la misma manera que la mayoría de los jugadores de blackjack utilizan la conocida estrategia de contar cartas, sin comprender cómo funciona. Sin embargo, en el caso del blackjack existe una explicación matemática convincente para todos los que se toman la molestia de estudiarla. En cambio, podría ocurrir que se encontrase una estrategia eficaz para la inversión basada en el análisis técnico cuya comprensión no sólo estuviera al alcance de aquellos que la utilizasen, sino de todo el mundo. Simplemente funcionaría, por lo menos durante un tiempo. En la alegoría de la caverna de Platón, las personas que moran en su interior no ven más que las sombras en las paredes de la caverna, pero no los objetos reales que provocan las sombras. Si las reglas fuesen capaces de predecir algo, los inversores se quedarían muy satisfechos con sólo las sombras y la caverna dejaría de tener su significado original.
    El siguiente apartado es una especie de broma. Propone una serie de consejos sugerentes para escribir una novela y desarrollar una estrategia para la inversión contraria a la intuición, pero con un toque de análisis técnico.

    7. ¿Ganar perdiendo?


    Aquel viejo chiste sobre el propietario de una tienda que a pesar de perder dinero en cada venta ésta le hacía aumentar el volumen del negocio puede tener un fondo de verdad. El chiste tiene que ver con una nueva paradoja, propuesta por un físico español, Juan Parrando. Supongamos que tenemos dos juegos, cada uno de los cuales arroja continuamente pérdidas. Sin embargo, cuando la sucesión de los juegos es aleatoria, entonces el resultado es una ganancia continua. ¡Unas malas apuestas unidas entre sí y capaces de generar ganancias!

    Para entender la paradoja de Parrando, pasemos de la metáfora financiera a la espacial. Supongamos que nos encontramos en el escalón 0 en el centro de una escalera muy larga con 1001 escalones numerados del −500 al 500 (−500, −499, −498…, −4, −3, −2, −1, 0, 1, 2, 3, 4…, 498, 499, 500). Queremos subir y no bajar, pero la dirección depende del resultado del lanzamiento de una moneda. Llamaremos S al primer juego, por ser muy sencillo. Lanzamos al aire una moneda y subimos un escalón si el resultado es cara, y bajamos si es cruz. Sin embargo, la moneda tiene un sesgo tal que aparece cara en el 49,5 por ciento de las veces y cruz el 50,5 por ciento restante. No se trata de un juego aburrido, sino de un juego en el que se pierde. Si jugamos durante un tiempo suficiente, subiremos y bajaremos durante un buen rato, pero casi con toda seguridad acabaremos abajo de todo de la escalera.

    El segundo juego, al que llamaremos C, es mucho más complicado; por tanto, les ruego que tengan paciencia conmigo. Se necesitan dos monedas, una de las cuales, la mala, sólo sale cara el 9,5 por ciento de las veces y cruz el 90,5 por ciento restante. La otra moneda, la buena, sale cara el 74,5 por ciento de les veces y cruz el 25,5 por ciento. Como en caso del juego S, subimos un escalón si la moneda que lanzamos al aire sale cara y bajamos uno si sale cruz.
    ¿Qué moneda lanzamos al aire? Si el número de escalón en el que nos encontramos es un múltiplo de 3 (es decir…, −9, −6, −3, 0, 3, 6, 9, 12…), hay que lanzar la moneda mala. Si el número de escalón no es un múltiplo de 3, hay que lanzar la moneda buena. (Nota: toda modificación de las condiciones y de estos extraños porcentajes, puede hacer variar el resultado del juego).
    Veamos el caso del juego C con más detalle. Si nos encontramos en el escalón número 5, lanzaremos la moneda buena para saber en qué dirección vamos a desplazarnos, mientras que si estamos en el escalón número 6, lanzaremos la moneda mala. Lo mismo sucede con los escalones que tienen números negativos. Si nos encontramos en el escalón número −2 y jugamos al juego C, lanzaremos la moneda buena, mientras que si estamos en el escalón número −9 lanzaremos la moneda mala.
    Aunque resulta menos evidente que en el juego S, en el juego C también se termina perdiendo. Si jugamos a este juego durante un tiempo suficiente, casi con toda seguridad acabaremos abajo de todo de la escalera. En el juego C se pierde porque el número de escalón en el que uno puede encontrarse es múltiplo de tres más de un tercio de las veces y, por tanto, hay que lanzar al aire la moneda mala más de un tercio de las veces. Créame o lea el párrafo siguiente para saber por qué.
    (Supongamos que hemos empezado a jugar al juego C. Como nos encontramos en el escalón número 0 y 0 es un múltiplo de 3, lanzaremos al aire la moneda mala: saldrá cara con una probabilidad menor que el 10 por ciento y, por tanto, lo más probable es que tengamos que bajar un escalón, hasta el −1. Ahora bien, como el escalón número −1 no es un múltiplo de 3, lanzaremos la moneda buena; la probabilidad de que salga cara es de casi el 75 por ciento, por lo que lo más probable es que volvamos al escalón número 0. Es posible que subamos y bajemos un escalón durante un buen rato. Sin embargo, en algunas ocasiones, después de que salga cruz en la moneda mala, saldrá cruz dos veces seguidas en la moneda buena —aquella cuya probabilidad de que salga cruz es casi el 25 por ciento—, y bajaremos hasta el escalón número 3, y vuelta a empezar. Este suceso consistente en bajar tres escalones tiene una probabilidad de 0,905 × 0,255 × 0,255 y, por tanto, es algo más frecuente que la aparición de una cara en la moneda mala seguida de dos cara en la moneda buena, un suceso cuya probabilidad es 0,095 × 0,745 × 0,745 y tal que nos hace subir tres escalones. Un análisis más detallado requiere el uso de las llamadas cadenas de Markov).


    Muy bien, ¿y qué? El juego S es sencillo y su resultado es un movimiento continuo de bajar escalones. El juego C es complicado y también nos lleva de forma continua abajo de todo de la escalera. El descubrimiento fascinante de Parrondo es que si jugamos a los dos juegos según un orden aleatorio (manteniendo el lugar en el escalón cuando se cambia de juego), subiremos de forma continua hasta llegar arriba de todo de la escalera. Alternativamente, si se juega dos veces al juego S y luego dos veces al juego C y luego dos veces al S y así sucesivamente, siempre manteniendo el lugar en el escalón cuando se cambia de juego, se subirá de forma continua hasta lo más alto de la escalera. (Tal vez el lector desee echar un vistazo al dibujo paradójico de M. C. Escher titulado Arriba y abajo para tener una analogía visual de la paradoja de Parrondo).

    Las inversiones en el mercado de valores no se ajustan a modelos de juegos como éstos, pero es lógico pensar que las variaciones de dichos juegos pueden dar lugar a estrategias de inversión contrarias a la intuición. Las probabilidades requeridas pueden obtenerse, por ejemplo, mediante complejas combinaciones de diversos instrumentos financieros (opciones, derivados, etcétera), pero la decisión de qué moneda (en este caso, qué inversión) hay que lanzar al aire (hay que hacer) en el juego C depende, al parecer, de algo más que sólo de si la cotización sea un múltiplo de 3 dólares (o, para el caso, un múltiplo de 3 millones de dólares). Tal vez la decisión debería depender de algún tipo de correlación cruzada entre un par de acciones o del valor de algún índice que sea múltiplo de 3.
    Si funcionase alguna estrategia como la que hemos mencionado, en alguna ocasión sería posible hablar de «ganancias de Parrondo».

    Por último, consideremos otra paradoja que se podría englobar en el capítulo de «perder ganando» y que puede ayudar a explicar por qué, durante la burbuja de finales de los noventa, las grandes empresas estaban dispuestas a pagar precios elevados por las pequeñas empresas que compraban. El profesor Martin Shubik ha pasado mucho tiempo haciendo subastas de un dólar a sus alumnos de la Universidad de Yale. Admiten pujas a intervalos de 5 centavos y el que más puja se lleva el dólar, como era de esperar, pero al que ha hecho la segunda oferta se le pide que pague dicha cantidad. Por tanto, si la puja más alta es de 50 centavos y la segunda de 45, el que más puja se quedará en 50 y el segundo pagará 45, si la subasta se detiene en ese instante. El segundo participante tiene interés, por tanto, en pujar hasta 55 centavos por lo menos, pero una vez hecho esto el otro participante tendrá aún más interés en elevar su puja. De esta forma, un billete de un dólar puede llegar a subastarse por bastante más de dos, tres, cuatro, o más dólares.

    La situación de que diversas compañías están pujando por comprar una pequeña empresa, y el coste de las formalidades previas de tipo legal, financiero o psicológico necesarias para la compra constituyen una fracción razonable del coste de la empresa, puede compararse formalmente con la subasta de Shubik. Una o más de las compañías que intervienen puede verse obligada a hacer una oferta preventiva exorbitante para evitar verse en la situación del participante perdedor en la subasta de un dólar. Sospecho que la compra por parte de WorldCom en el año 2000 de la empresa Digex, proveedora de servicios de Internet, por 6000 millones de dólares, fue una oferta de ese tipo. John Sidgmore, el director general que ocupó el lugar de Bernie Ebbers, sostiene que Digex no valía más de 50 millones de dólares, pero que Ebbers estaba obsesionado con la idea de anticiparse a Global Crossing.
    Esa compra es mucho más extraña que la paradoja de Parrondo.



    Capítulo 4
    La suerte y los mercados eficientes
    Contenido:

    1. Genios, idiotas o ninguna de las dos cosas
    2. Eficiencia y recorridos aleatorios
    3. Peniques y percepción del modelo
    4. El timo del boletín bursátil
    5. Decimales y otros cambios
    6. La ley de Benford y la búsqueda del número uno
    7. El hombre de los números: un proyecto de película
    Si el movimiento de las cotizaciones en Bolsa es aleatorio, o casi, los instrumentos del análisis técnico no son sino una reconfortante serie de disparates que proporcionan una falsa impresión de control y el placer de utilizar una jerga especializada. Pueden resultar especialmente atrayentes para quienes tienen tendencia a atribuir un significado personal a los sucesos aleatorios.
    Incluso algunos estudiosos de las ciencias sociales parecen no darse cuenta de que si se busca una correlación entre dos atributos cualesquiera seleccionados al azar en una población muy grande, siempre es posible encontrar alguna asociación pequeña, pero estadísticamente significativa, entre ellos. Carece de importancia que los atributos sean el carácter étnico y el perímetro de las caderas o (cualquier medida de) la ansiedad y el color del pelo, o tal vez la cantidad de maíz dulce consumido al año o el número de clases de matemáticas cursados en la escuela. A pesar de la significación estadística de la correlación (su escasa probabilidad de que se produzca por casualidad), es probable que no sea significativa en la práctica, debido a la presencia de muchas variables que aumentan el grado de confusión. Es más, dicha correlación no confirma necesariamente la explicación (a menudo ad hoc) que lleva consigo y que pretende hacer entender por qué la gente que come mucho maíz ha cursado más clases de matemáticas. Siempre se pueden encontrar historias superficialmente plausibles: es más probable que los comedores de maíz vivan en la zona norte de la región del medio oeste, donde la tasa de fracaso escolar es baja.

    1. Genios, idiotas o ninguna de las dos cosas



    Para satisfacer sus necesidades y preocupaciones, la gente suele inventar historias muy logradas acerca de las subidas y bajadas del mercado de valores. Durante la época alcista del mercado, en la década de los noventa, los inversores tenían tendencia a considerarse «genios perspicaces». En épocas más recientes, con mercados a la baja, se solían calificar más bien de «idiotas ignorantes».
    Mi propia familia no es ajena a la tentación de fabricar historias que pretenden justificar los éxitos y fracasos financieros del pasado. Cuando era niño, mi abuelo me explicaba anécdotas divertidas sobre temas tan diversos como su juventud en Grecia, la gente rara que había conocido y las proezas de los White Sox de Chicago y su eficaz segunda base «Fox Nelson» (en realidad se llamaba Nelson Fox).

    Mi abuelo era voluble, divertido y testarudo. Sin embargo, sólo se refería muy sucinta y ocasionalmente a un revés financiero que modificó su vida de forma sustancial. Siendo un joven inmigrante sin estudios, trabajó en restaurantes y tiendas de golosinas. Con los años, consiguió comprar ocho de éstas y dos de aquellos. Necesitaba azúcar para sus tiendas de golosinas, lo cual le llevó a especular en los mercados del azúcar y hacer una fuerte apuesta —nunca fue muy explícito acerca de los detalles de la operación— por una cuantiosa remesa de azúcar. Al parecer, invirtió todo lo que tenía en ese asunto, pocas semanas antes de que se hundiera el mercado del azúcar. Otra versión atribuía su pérdida a no haber asegurado de forma adecuada el cargamento de azúcar. En cualquier caso, lo perdió todo y nunca llegó a recuperarse financieramente. Le recuerdo diciéndome con tristeza: «Johnny, hubiera sido una persona muy, muy rica. Tendría que haberme dado cuenta». Los datos básicos de la historia me produjeron una honda impresión, pero mi reciente experiencia, menos calamitosa, con WorldCom me ha hecho sentir más de cerca su dolor.

    Esta poderosa tendencia natural a atribuir significados de lo más diverso a los acontecimientos aleatorios nos hace vulnerables ante todos aquellos que explican historias atractivas sobre dichos acontecimientos. En las manchas de Rorschach que alguien pone al azar ante nuestros ojos, vemos a menudo lo que queremos ver o lo que los que pronostican el futuro económico nos quieren hacer ver, y éstos sólo se distinguen de los videntes de feria en la cuantía de sus honorarios. La confianza, justificada o no, es convincente, especialmente cuando no hay muchos hechos definitivos al respecto. Por eso los expertos bursátiles parecen mucho más seguros que, por ejemplo, los comentaristas deportivos, quienes, comparativamente, son mucho más francos a la hora de reconocer el enorme papel que desempeña la suerte.


    2. Eficiencia y recorridos aleatorios

    La hipótesis del mercado eficiente suele fecharse formalmente en la década de los sesenta, a raíz de la tesis de Eugene Fama en 1964 y los trabajos de Paul Samuelson, premio Nobel de Economía, y otros. Sin embargo, su origen se sitúa mucho antes, en 1900, en un trabajo de Louis Bachelier, un alumno del gran matemático francés Henri Poincaré. Según esta hipótesis, en un momento determinado las cotizaciones de los valores en Bolsa reflejan toda la información relevante sobre el mercado. Fama lo expresó de la siguiente manera: «En un mercado eficiente, la competencia entre los numerosos participantes inteligentes da lugar a una situación en la cual, en cualquier instante, los precios reales de los distintos valores ya reflejan los efectos de la información basada tanto en acontecimientos que ya se han producido como en acontecimientos que el mercado espera, a partir de este momento, que se produzcan en el futuro».

    Existen diversas versiones de esta hipótesis que dependen de la información que se considere reflejada en las cotizaciones bursátiles. Su versión menos estricta sostiene que en la cotización ya se encuentra reflejada toda la información sobre los precios anteriores y, como consecuencia, resultan inútiles todas las reglas y modelos del análisis técnico discutidos en el capítulo 3. Según una versión algo más estricta, en la cotización ya está reflejada toda la información que el público tiene acerca de una empresa y, por consiguiente, son innecesarios los estudios sobre beneficios e intereses y otros elementos del análisis fundamental discutidos en el capítulo 5. Esta versión más estricta sostiene que en la cotización ya está reflejada todo tipo de información y, como consecuencia, resulta inútil incluso la información de la que sólo se dispone en el interior de la empresa.

    Es posible que esta última versión, más absurda, de la hipótesis fuese el origen del conocido chiste relativo a dos teóricos del mercado eficiente que están dando un paseo por la calle: de repente ven un billete de cien dólares en un rincón y pasan de largo, argumentando que, si fuese real, ya lo hubiese cogido alguien. Y, como siempre, hay un chiste sobre bombillas. Pregunta: ¿cuántos teóricos del mercado eficiente hacen falta para cambiar una bombilla? Respuesta: ninguno. Si fuese necesario cambiar la bombilla, el mercado ya lo hubiese hecho. Los teóricos del mercado eficiente suelen confiar en las inversiones pasivas tales como los fondos indicadores, que intentan ajustarse a un índice bursátil dado como el S&P 500. John Bogle, el fundador del fondo Vanguard y previsiblemente un defensor de los mercados eficientes, fue el primero en ofrecer ese tipo de fondos a la inversión del público en general. Su fondo Vanguard 500 no necesita gestión alguna, ofrece numerosas posibilidades y genera unas comisiones muy bajas; normalmente se comporta mejor que otros fondos gestionados, más caros. Sin embargo, invertir en él tiene un coste: hay que renunciar a toda fantasía de creerse un pistolero perspicaz o un inversor más listo que el mercado.
    ¿Y por qué estos teóricos creen que el mercado es eficiente? Se dirigen a una legión de inversores de todo tipo que buscan ganancias y utilizan todo tipo de estrategias. Dichos inversores buscan afanosamente cualquier información para abalanzarse sobre ella, por pequeña que sea, aunque sólo tenga que ver remotamente con la cotización de una determinada empresa, y la hacen subir o bajar rápidamente. Como consecuencia de la actuación de esta horda de inversores, el mercado responde con celeridad a la nueva información y ajusta los precios eficientemente para que ésta quede reflejada en ellos. La consecuencia inmediata es que las oportunidades de conseguir un beneficio adicional utilizando las reglas del análisis técnico o fundamental desaparecen antes de poderlas explotar a fondo, y los inversores que las siguen verán que sus beneficios adicionales disminuyen hasta desaparecer, especialmente después de tener en cuenta las comisiones de los agentes y otros costes de transacción. De nuevo, no es que los defensores del análisis técnico o fundamental no ganen dinero. En general ganarán, pero no ganarán más que lo que marque, por ejemplo, el S&P 500.
    (La desaparición gradual de las oportunidades de explotación es un fenómeno general que no se produce solamente en el ámbito de la economía. Consideremos el siguiente argumento tomado del mundo del béisbol y aparecido en el libro La grandeza de la vida, de Stephen Jay Gould. Según él, la ausencia de bateadores con promedios superiores a 0,400 desde que Ted Williams bateó a 0,406 en 1941 no se debía a una decadencia de la capacidad de jugar al béisbol, sino a todo lo contrario: un incremento gradual de la preparación física de todos los jugadores, con la consiguiente disminución de la disparidad entre los mejores y los peores. Cuando el talento y la preparación física de los jugadores son tan elevados como en la actualidad, la distribución de los promedios de bateo y de carreras ganadas tienen una menor variabilidad. Los lanzadores considerados «fáciles» por los bateadores son cada vez menos numerosos, así como los bateadores «fáciles» para los lanzadores.


    Uno de los resultados es que, en la actualidad, los promedios de 0,400 son muy raros. La destreza física de lanzadores y bateadores hace que el «mercado» entre ellos sea más eficiente).

    Existe, no obstante, una conexión muy clara entre la hipótesis del mercado eficiente y la afirmación de que el movimiento de las cotizaciones bursátiles es aleatorio. Si las cotizaciones actuales ya reflejan toda la información disponible (es decir, si la información es conocida por todos, en el sentido que se indicaba en el capítulo primero), en ese caso las cotizaciones futuras son impredecibles. Cualquier novedad que pueda tener importancia para predecir la cotización ya ha sido ponderada y asimilada por los inversores, cuyas compras y ventas han ajustado la cotización actual de tal forma que dicha novedad ya queda reflejada. Lo que hará que cambien las cotizaciones en el futuro serán los acontecimientos realmente nuevos (o las nuevas transformaciones de antiguos acontecimientos), es decir, novedades que, por definición, son imposibles de prever. La conclusión es que en un mercado eficiente las cotizaciones bursátiles oscilan de forma aleatoria. No parecen tener en cuenta el pasado y se desplazan según lo que se suele llamar un recorrido aleatorio, en el que cada paso es independiente de los anteriores. Sin embargo, con el tiempo se manifiesta cierta tendencia alcista, como si la moneda que se lanzase al aire tuviese un ligero sesgo.
    Cuando se habla de la imposibilidad de anticipar nuevos acontecimientos, hay una historia que me gusta recordar. El protagonista es un estudiante universitario que ha realizado un curso de lectura rápida. Se lo cuenta por carta a su madre, quien responde con otra carta, larga y afectuosa, en la que, más o menos hacia la mitad, le dice: «Ahora que has finalizado este curso de lectura rápida, posiblemente ya hayas acabado de leer esta carta».

    De igual forma, los verdaderos descubrimientos o aplicaciones científicas no pueden predecirse, por definición. Resultaría absurdo haber esperado que un periódico de 1890 diera una noticia como la siguiente: «Sólo faltan 15 años hasta que se descubra la relatividad». Para los teóricos del mercado eficiente también es insensato predecir los cambios en el entorno económico de una empresa. Si estas predicciones reflejan una opinión generalmente aceptada, ya han sido tenidas en cuenta. Si no la reflejan, es como si intentásemos predecir algo lanzando monedas al aire.

    Con independencia de la opinión que nos merezcan, los argumentos sobre el mercado eficiente que presenta Burton Malkiel en su libro Un paseo aleatorio por Wall Street, además de otras publicaciones, no pueden ser totalmente falsos. En cualquier caso, la mayoría de los fondos de inversión colectiva siguen generando ganancias inferiores a las de, por ejemplo, el fondo Vanguard Index 500. (Este hecho siempre me ha parecido bastante escandaloso). Pero hay otras pruebas a favor de un mercado bastante eficiente. Son pocas las oportunidades de ganar dinero sin correr riesgos, los precios parecen ajustarse rápidamente a las novedades que van apareciendo y la auto correlación de las cotizaciones día a día, semana a semana, mes a mes y año a año es pequeña (aunque no nula). Es decir, si el mercado se ha comportado bien (o mal) durante cierto tiempo en el pasado, no tiene por qué comportarse bien (o mal) durante un tiempo en el futuro.
    Sin embargo, en los últimos años he matizado mis puntos de vista sobre la hipótesis del mercado eficiente y la teoría del recorrido aleatorio. Una de las razones la he encontrado en los escándalos contables de Enron, Adelphia, Global Crossing, Qwest, Tyco, WorldCom, Andersen y muchas otras empresas de esta vergonzosa galería de la infamia, que hacen difícil creer que la información que se tiene sobre un título bursátil se transforme rápidamente en información conocida por todos.

    3. Peniques y percepción del modelo



    El Wall Street Journal ha publicado durante mucho tiempo los resultados de una serie de competiciones consistentes en seleccionar un conjunto de acciones. Los competidores son un grupo cada vez distinto de analistas del mercado, cuyas selecciones son el resultado de sus propios estudios, y un grupo de jugadores de dardos, cuyas selecciones son fruto del azar. A lo largo de muchos periodos de seis meses, las selecciones de los analistas han dado resultados algo mejores que las de los lanzadores de dardos, pero no mucho más, y existe la creencia de que la selección de los analistas puede influir en la decisión de compra de la gente y, por tanto, provocar un aumento de su precio. Los fondos de inversión colectiva, aunque son menos volátiles que los títulos individuales, también manifiestan cierta indiferencia hacia las decisiones de los analistas, y un año aparecen entre los fondos más atractivos, en el cuarto superior de la lista, y al año siguiente en la parte inferior.

    Se esté o no de acuerdo con los mercados eficientes y el movimiento aleatorio de las cotizaciones bursátiles, resulta en cambio innegable el enorme peso que tiene la suerte en el mercado. Por esa razón, el estudio del comportamiento aleatorio puede aclarar muchos aspectos de los fenómenos del mercado. (También puede ser muy útil un libro estándar sobre probabilidad como el de Sheldon Ross). Para poder hablar de un comportamiento aleatorio hay que referirse a los títulos especulativos (penny stocks) o, si se quiere algo más manejable y más aleatorio, hay que contar con un puñado de peniques (stock of pennies). Imaginemos que lanzamos al aire una moneda repetidas veces y anotamos la secuencia de caras y cruces. Supongamos que la moneda y el lanzamiento carecen de sesgo (aunque, si lo deseamos, se puede modificar ligeramente la moneda para que refleje la tendencia ligeramente alcista del mercado a lo largo del tiempo).
    Un hecho sorprendente y poco conocido en relación con una serie de lanzamientos de monedas guarda relación con la proporción de tiempo en que el número de caras supera al de cruces. ¡Rara vez se acerca al 50 por ciento!

    Para darnos cuenta de este hecho, supongamos que dos personas, Carlos y Cristóbal, apuestan a que el resultado del lanzamiento diario de una moneda será cara o cruz, respectivamente, siguiendo un ritual que vienen practicando durante años. (No es necesario preguntar por qué). Diremos que Carlos va ganando un día concreto si hasta entonces ha salido más veces cara, o que va ganando Cristóbal si hasta ese día ha salido más veces cruz. La moneda no tiene ningún sesgo y, por tanto, ambos tienen la misma probabilidad de ir ganando, pero uno de ellos probablemente irá por delante durante más tiempo que el otro en esta competición tan insulsa.
    En términos numéricos, la idea es que si se han producido 1.000 lanzamientos, es considerablemente más probable que Carlos (o Cristóbal) haya ido por delante del otro más del 96 por ciento de veces, por ejemplo, que uno haya ido por delante del otro entre el 48 por ciento y el 52 por ciento de las veces.
    A la gente le cuesta creer este resultado. Muchos consideran que es una «falacia de jugador» y están dispuestos a creer que las desviaciones a que dé lugar la moneda con respecto a la división a partes iguales entre caras y cruces viene determinada por una goma elástica probabilista: cuanto mayor es la desviación, mayor es la fuerza que tiende a equilibrar los resultados. Pero aun cuando Carlos fuese muy por delante de Cristóbal, con 525 caras por sólo 475 cruces, es tan probable que su ventaja aumente como que disminuya. Análogamente, un título bursátil que sigue una trayectoria verdaderamente aleatoria tiene la misma probabilidad de subir que de bajar.
    La rareza con la que cambia de sentido la ventaja de uno de los jugadores no contradice en modo alguno el hecho de que la proporción de caras se acerca progresivamente a 1/2 a medida que aumenta el número de lanzamientos. Tampoco está en contradicción con el fenómeno de regresión con respecto a la media. Si Carlos y Cristóbal empezasen otra vez el juego y volviesen a lanzar la moneda 1000 veces, sería bastante probable que el número de caras fuese menor que 525.
    Dado que es relativamente raro que Carlos y Cristóbal se vayan superando mutuamente en el juego de lanzar una moneda al aire, no sería sorprendente que uno de ellos acabase siendo el «ganador» y el otro el «perdedor», a pesar de su total incapacidad de controlar la moneda. Si un profesional de la selección de títulos aventajase a otro por un margen de 525 a 475, seguramente sería entrevistado por la televisión y aparecería en la portada de la revista Fortune. Y sin embargo, como en el caso de Carlos y Cristóbal, debería simplemente su éxito a haberse situado, por casualidad, en el lado superior de la división a partes iguales.

    Pero entonces, ¿qué ocurre con los «inversores en valor» destacados como Warren Buffet? Su fantástico éxito, como el de Peter Lynch, John Neff y otros suele utilizarse como un argumento en contra de que el mercado sea aleatorio. Sin embargo, eso presupone que la selección de Buffet no tiene ninguna repercusión sobre el mercado bursátil. En un principio, es seguro que no la tuvo, pero hoy por hoy las selecciones que propone y su capacidad por establecer sinergias entre ellas pueden influir en los demás inversores. Su éxito es, por consiguiente, algo menor de lo que parece a primera vista.

    Existe otro argumento que nos hace dar casi por seguro que algunos títulos o fondos se comportan bien o que algunos analistas aciertan por pura casualidad a lo largo de un dilatado periodo de tiempo. De 1000 títulos (o fondos o analistas), por ejemplo, cabe esperar que unos 500 se comporten bien durante el próximo año simplemente por casualidad; podría decirse que lo hacen siguiendo la regla del lanzamiento de una moneda al aire. De éstos, se puede esperar que unos 250 se comporten bien durante un segundo año. Y de éstos 250, cabe esperar que unos 125 sigan el modelo y se comporten bien durante tres años por pura casualidad. Iterando el proceso, podemos esperar razonablemente que un título bursátil (o un fondo o un analista) de entre mil se comporten bien durante diez años seguidos sólo por pura casualidad. De nuevo, en ese caso, algunos de los medios de comunicación económicos echarían las campanas al vuelo sobre tamaño éxito.

    La frecuencia y la sorprendente longitud de las series consecutivas de caras y cruces no es más que una de las lecciones que nos proporcionan los lanzamientos de monedas. Si Carlos y Cristóbal siguiesen lanzando monedas al aire cada día, Carlos tendría una buena probabilidad de haber ganado al cabo de dos meses cinco tiradas seguidas, y lo mismo le sucedería a Cristóbal. Si continuasen lanzando monedas durante seis años, cada uno de ellos tendría una buena probabilidad de haber ganado diez tiradas seguidas.


    Cuando se le pide a alguien que escriba una lista de caras y cruces que simule una serie real de lanzamientos de monedas, casi siempre se olvida de incluir un número suficiente de sucesiones de caras o de cruces consecutivas. En concreto, no incluye ninguna sucesión larga de caras o cruces, y resulta muy sencillo distinguir sus series de las series reales generadas por el lanzamiento de monedas.
    Sin embargo, no es fácil explicar a la gente que una larga sucesión se debe simplemente a la suerte, ya se trate de los encestes de un jugador de baloncesto, la selección de un analista bursátil o las series de lanzamiento de monedas. El hecho es que los sucesos aleatorios pueden presentarse a menudo de una forma bastante ordenada.

    Para comprobarlo visualmente, basta con disponer de una gran hoja de papel cuadriculado, lanzar una moneda al aire repetidas veces y pintar de blanco o negro las casillas según sea el resultado cara o cruz. Una vez rellenada toda la hoja, hay que ver si existen agrupaciones de casillas del mismo color. Lo más probable es que las haya. Si usted siente la necesidad de explicar ese fenómeno, seguramente tendrá que inventar alguna historia que parezca plausible o intrigante, pero esa historia será falsa con total certeza, habida cuenta de la forma como se ha realizado el proceso.
    Se obtendría el mismo tipo de agrupación ilusoria si colocásemos los resultados del lanzamiento de una moneda sobre unos ejes, con el tiempo sobre el eje horizontal, de forma que cada cara estuviese una unidad por encima y cada cruz una unidad por debajo. Algunos seguidores del análisis técnico verían sin duda en estos movimientos en zigzag modelos de «cabeza y hombros», «picos triples» o «canales ascendentes» y se extenderían sobre su significación. (Una diferencia entre el lanzamiento de monedas y los modelos de movimientos aleatorios en el mercado bursátil es que en éstos últimos las cotizaciones de los títulos no suben o bajan normalmente una cantidad fija por unidad de tiempo sino un porcentaje fijo).

    Prescindiendo otra vez de la cuestión de si el mercado es realmente eficiente o si los movimientos del mercado siguen recorridos aleatorios, puede afirmarse que muchas veces los fenómenos que de verdad son aleatorios no logran distinguirse del comportamiento real del mercado. Esta constatación debería hacer pensar, aunque no es probable que así sea, a los comentaristas que sólo dan explicaciones post hoc a cada operación o a cada venta. En general, estos comentaristas no suelen explicar situaciones como que la moneda puede salir, por casualidad, más veces cara que cruz. En lugar de ello, prefieren hablar de la realización de beneficios de Carlos, de la confianza creciente de Cristóbal, de los problemas laborales en las minas de cobre, o de tantos otros factores.
    Habida cuenta de la enorme cantidad de información disponible (en forma de páginas económicas en los periódicos, informes anuales de empresas, publicaciones sobre expectativas de beneficios, pretendidos escándalos, sitios en la red y comentarios diversos), siempre es posible decir algo que tenga sentido. Todo consiste entonces en filtrar ese mar de números hasta conseguir atrapar el germen de una especulación plausible. Al igual que el lanzamiento de una moneda al aire, ese mecanismo es casi instantáneo.

    4. El timo del boletín bursátil

    Los escándalos contables relacionados con WorldCom, Enron y otros fueron la consecuencia de un proceso de selección, manipulación y filtración de datos. Un timo que ya analicé en mi libro El hombre anumérico1tiene su origen en que quienes fueron seleccionados, manipulados y filtrados fueron, en cambio, los receptores de los datos. El proceso es el siguiente. Alguien que afirma ser el editor de un boletín bursátil alquila un apartado de correos en un barrio distinguido, utiliza papel con un costoso membrete y envía cartas a suscriptores potenciales ofreciéndoles sus sofisticados programas de selección de títulos bursátiles, su perspicacia financiera y sus conexiones con Wall Street. También les envía su increíble historial, pero advierte que los receptores de sus cartas no necesariamente han de creerle sin pruebas.

    Supongamos que usted recibe una de esas cartas y que durante las seis semanas siguientes le llegan unas predicciones correctas sobre uno de los índices bursátiles más conocidos. ¿Se suscribiría al
    boletín bursátil? ¿Qué haría si recibiese diez predicciones correctas seguidas?
    Ahora viene el timo. El editor envía unas 64.000 cartas a suscriptores potenciales. (Con el correo electrónico se puede ahorrar el franqueo, pero puede parecer «el timo del correo basura» y, por tanto, perder efectividad). El editor informa a 32.000 receptores de que el índice en cuestión subirá la semana siguiente y a los otros 32.000 de que bajará. Con independencia de lo que suceda durante la semana siguiente, para 32.000 la predicción será correcta. A 16.000 de ellos les envía otra carta con la predicción de que el índice subirá la semana siguiente, y a los otros 16.000 les adelanta que bajará. De nuevo, independientemente del comportamiento del índice en esa semana, para 16.000 la predicción de dos semanas consecutivas será correcta. A 8000 de ellos les envía una tercera carta con la predicción de que la tercera semana el índice experimentará una subida, y a los otros 8.000 les adelanta que el índice bajará.

    Si el editor se concentra únicamente en las personas para las que la predicción siempre es correcta y abandona el resto, puede iterar el proceso unas cuantas veces más hasta que queden sólo 1.000) personas a las que ha hecho seis «predicciones» correctas consecutivas. A todos ellos les puede enviar una carta en la que resalte sus éxitos y les anuncie que pueden continuar recibiendo la voz del oráculo, previo pago de una suscripción de 1.000 dólares al boletín bursátil. Si todos pagan, un millón de dólares será la cantidad recaudada por alguien que puede no saber nada sobre la Bolsa, sus índices, sus tendencias o sus dividendos. ¿Qué ocurre si este proceso lo realizan, sin que se sepa, editores de boletines bursátiles decididos, seguros de sí mismos e ignorantes? (Compárese con el sanador que se atribuye cualquier mejora de la salud de un paciente).
    El mercado es tan complejo, y tantas las medidas del éxito y las formas de manipular una historia, que la mayoría de las personas consiguen convencerse de que han tenido o van a tener éxito al margen de cualquier posible orden. Si la gente está lo suficientemente desesperada, conseguirá encontrar algún tipo de orden en los sucesos aleatorios.

    Hay algo parecido al timo de los boletines bursátiles, pero que sí presenta con un enfoque ligeramente distinto. Es una historia que me explicó un conocido, que describía los negocios de su padre y su triste final. Decía que su padre había sido durante muchos años el responsable de un gran centro de preparación de universitarios en algún país latinoamericano cuyo nombre he olvidado ya. Su padre sostenía que podía mejorar drásticamente las posibilidades de cualquiera que desease ingresar en la universidad más elitista del país. Afirmaba contar con diversos contactos en dicha universidad y conocer a fondo los formularios, plazos y procedimientos; solicitaba una cantidad desorbitada por sus servicios, que garantizaba ofreciendo una garantía de devolución a los alumnos que no fuesen aceptados.

    Un día se descubrió el modelo de negocio que practicaba. Todo el material que los solicitantes le habían estado enviando durante años apareció en sus archivos, con todas las cartas por abrir. Tras la investigación se demostró que lo único que hacía era recoger el dinero de los estudiantes (mejor dicho, el dinero de sus padres) y nada más. El truco consistía en la elevada cuantía de sus honorarios y en el hecho de que sólo se dirigía a los hijos de las familias ricas; casi todos ellos eran admitidos, en cualquier caso, en la universidad. Devolvía el dinero a los pocos que eran rechazados. Su esforzada actividad también le llevó a la cárcel.


    ¿Se parece el negocio de los agentes bursátiles al del padre de mi conocido? ¿Se parece el negocio de los analistas bursátiles al del editor de ese boletín bursátil? No del todo, pero es difícil encontrar pruebas de que tengan algún tipo de capacidad de predicción fuera de la habitual. Por esa misma razón pensé que resultaba un tanto superflua la noticia aparecida en un periódico en noviembre de 2002 que se hacía eco de la crítica del Fiscal General de Nueva York, Eliot Spitzer, a los premios concedidos por la revista de análisis bursátil lnstitutional Investor. Spitzer señalaba que, de hecho, los resultados obtenidos a la hora de seleccionar acciones por los analistas galardonados era bastante mediocre. Tal vez Donald Trump convocará una conferencia de prensa para explicar que los mejores apostantes del país no son especialmente buenos jugando a la ruleta.

    5. Decimales y otros cambios


    Al igual que los agentes de Bolsa y los analistas bursátiles, las sociedades gestoras de Bolsa (cuyos beneficios proceden de la diferencia entre el precio de compra y el precio de venta de un titulo) también se han llevado su dosis de crítica en los últimos años. El resultado ha sido la reforma silenciosa que hace que el mercado sea algo más eficiente. La claudicación de Wall Street a los «decácratas» radicales se produjo hace un par de años, como consecuencia de un mandato del Congreso y de una orden directa de la autoridad bursátil. Desde entonces las cotizaciones de las acciones se expresan en dólares y centavos y ya no se oyen frase del tipo «la realización de beneficios hizo bajar XYZ 2 y 1/8» o «las noticias sobre el contrato hicieron subir PQR 4 y 5/16».
    Aunque parece menos poético referirse a bajadas de 2,13 y aumentos de 4,31, la adopción del sistema decimal es conveniente por diversas razones. Primero porque las subidas y bajadas de las cotizaciones son comparables inmediatamente, pues ya no hay que hacer pesados cálculos, como dividir 11 por 16. El cálculo mental de la diferencia entre dos decimales suele ser mucho más rápido que el de restar 3 5/8 de 5 3/16, por ejemplo. Otra razón es que ahora todas las cotizaciones del mundo son uniformes, ya que los valores estadounidenses ya vienen dados en las mismas unidades decimales que las del resto del mundo. Y no es necesario redondear las cotizaciones extranjeras al múltiplo más próximo de 1/16, un acto aritmético perverso, si se me permite la expresión.

    La razón más importante es que la diferencia posible entre el precio de compra y el precio de venta ha disminuido. Antes podía ser de 1/16 (es decir, 0,0625), mientras que ahora puede ser de 0,01 en muchos casos, lo cual, con el tiempo, hará ahorrar a los inversores miles de millones de dólares a lo largo de los años. Al margen de las sociedades gestoras de Bolsa, la mayoría de los inversores ha recibido con satisfacción la adopción del sistema decimal.
    La última razón para dar la bienvenida a este cambio tiene un carácter más matemático. En cierto sentido, el viejo sistema de mitades, cuartos, octavos y dieciseisavos es más natural que el decimal. En definitiva, no es más que sistema binario disfrazado, basado en las potencias de 2 (2, 4, 8, 16) y no en las potencias de 10. Sin embargo, no se beneficia de ninguna de las ventajas del sistema binario, pues combina de manera desafortunada la parte fraccionaria en base 2 de una cotización con la parte entera en base 10.


    Así pues, el número 10 ha extendido su imperio hasta Wall Street. Desde los mandamientos bíblicos a las listas de David Letterman, el número 10 se encuentra por doquier. El número 10 también está asociado a los conceptos de racionalidad y eficiencia, lo cual guarda relación con el perenne anhelo de utilizar el sistema métrico por su simplicidad. Por tanto, resulta adecuado que todas las cotizaciones se expresen mediante números decimales. Sin embargo, sospecho que muchos veteranos de la Bolsa echarán de menos a aquellas molestas fracciones y su papel en las batallas que han librado en la Bolsa. Excepto la última generación de quienes ya se han formado con el 10, mucha gente las echará en falta.
    La sustitución del marco, el franco, la dracma y otras monedas europeas por el euro en el mundo de la Bolsa y del comercio es otro paso adelante que, sin embargo, puede producir cierta nostalgia. Las monedas y los billetes que me sobraron en algunos de mis viajes y que todavía encuentro de vez en cuando en algunos cajones han dejado de servir y nunca más volverán a un monedero.

    Otro cambio sustancial en las prácticas comerciales es la mayor confianza que tienen los inversores en sí mismos. A pesar de las contabilidades defectuosas que en un principio les sirvieron para disimular sus escasos beneficios, las mujeres de Beardstown, Illinois, contribuyeron a popularizar los clubes de inversión. En este sentido, aún resulta más significativa la aparición de las operaciones de Bolsa en línea, que no requieren ningún esfuerzo y que han acelerado el declive del agente de Bolsa tradicional. Me asustaba un poco la facilidad con la que yo mismo conseguía vender y comprar activos (en concreto, vender fondos que se comportaban razonablemente bien y comprar más acciones de WorldCom) a través del ordenador y a veces sentía como si tuviera una pistola cargada sobre mi mesa. Algunos estudios han establecido una relación entre, por un lado, la contratación en línea y la contratación intradía y, por otro, un aumento de la volatilidad a finales de los años noventa, pero no está claro que estos factores sigan teniendo vigencia en la primera década de este siglo.

    Lo que no puede negarse es que comprar y vender en línea es fácil, tan fácil que considero que no sería una mala idea que cada vez que se comprasen o vendiesen acciones apareciesen en pantalla pequeños objetos del mundo real, a modo de recordatorio del valor aproximado de la transacción. Podría aparecer un coche de lujo si la transacción fuese de 35.000 dólares, una pequeña casa si fuese de 100.000 dólares, y una golosina si fuese de menos de un dólar. En la actualidad los inversores pueden conocer las cotizaciones, el volumen y el número de transacciones, y millones de cifras más en las llamadas «pantallas de nivel dos» (casi) en tiempo real en sus ordenadores. ¡Millones de pequeños operadores domésticos! Por desgracia, se impone recordar aquí lo que dice Coleridge por boca del bibliotecario Jesse Sherra: «Datos, datos por doquier, pero ni un solo pensamiento sobre el que reflexionar».

    6. La ley de Benford y la búsqueda del número uno


    Más arriba señalé que algunas personas tienen muchas dificultades a la hora de simular una serie de lanzamientos de una moneda al aire. ¿Existen otras dificultades humanas que autoricen a examinar los libros de algunas empresas, como por ejemplo Enron o WorldCom, y determinar si han sido o no amañados? Puede haberlas habido, y es fácil enunciar el principio matemático en el que se basan, pero es muy poco intuitivo.

    Según la ley de Benford, en una gran variedad de situaciones, los números —ya se refieran a las zonas de desagüe de los ríos, las propiedades físicas de las sustancias químicas, las poblaciones de las pequeñas ciudades, o los periodos de semidesintegración de las sustancias radiactivas— tienen como primera cifra no nula un «1» en una cantidad enorme de ocasiones. En concreto, empiezan por «1» el 30 por ciento de las veces, por «2» el 18 por ciento, por «3» el 12,5 por ciento, y por números mayores en proporciones menores. En esas circunstancias, los números empiezan por «9» menos del 5 por ciento de las veces. Hay que advertir que esto se produce en abierto contraste con las muchas otras situaciones en que cada una de las cifras se presenta con la misma probabilidad.
    La ley de Benford se remonta a más de cien años, cuando el astrónomo Simón Newcomb (adviértase que su nombre contiene las letras WCOM) se dio cuenta de que los libros de tablas de logaritmos estaban más sucios al principio, lo cual indicaba que se consultaban mucho más las páginas con números que empezaban con cifras pequeñas. Este fenómeno quedó como una curiosidad hasta que el físico Frank Benford volvió a descubrirlo en 1938. Sin embargo, hasta 1996 no se estableció, gracias al matemático Ted Hill, de Georgia Tech, el tipo de situaciones que generan números que se rigen por la ley de Benford. Entonces un contable con inclinaciones matemáticas llamado Mark Nigrini levantó gran expectación cuando afirmó que la ley de Benford podía servir para detectar posibles fraudes en las declaraciones de renta y otros documentos contables.

    El siguiente ejemplo da una idea de por qué son tan frecuentes las colecciones de números que se rigen por la ley de Benford.
    Supongamos que hacemos un depósito de 1.000 dólares en un banco a un interés compuesto anual del 10 por ciento. Al año siguiente, tendremos 1.100 dólares, y al siguiente 1.210 dólares, y al siguiente 1.331 dólares y así sucesivamente. (El interés compuesto se explica en el capítulo 5.) La primera cifra del saldo será un «1» durante mucho tiempo; cuando el saldo supere los 2000 dólares, la primera cifra será un «2» durante un periodo más corto. Y cuando el saldo supere los 9.000 dólares, el crecimiento del 10 por ciento hará que se superen los 10.000 dólares al año siguiente y que la cifra «1» vuelva a ser la primera por mucho tiempo. Si nos fijamos cada año en nuestro saldo, veremos que esos números se rigen por la ley de Benford.

    Esta ley es «invariante con la escala», es decir, es independiente de las dimensiones de los números. Si los 1.000 dólares se expresan en euros o libras (o en los difuntos marcos o francos) y el crecimiento es del 10 por ciento anual, alrededor de un 30 por ciento de los valores anuales empezarán por «1», un 18 por ciento empezará por «2», y así sucesivamente.
    En general, Hill demostró que estas colecciones de números se presentan cuando estamos ante lo que llama una «distribución de distribuciones», una serie aleatoria de muestras aleatorias de datos. Las colecciones de números que se rigen por la ley de Benford son de lo más variopintas.
    Volvamos a la contabilidad de Enron y de WorldCom y a Mark Nigrini, quien sostenía que los números de los libros de contabilidad, a menudo resultantes de una gran variedad de fuentes y operaciones comerciales, deberían regirse por la ley de Benford. Es decir, esos números tendrían que empezar mucho más a menudo por «1» y progresivamente menos a menudo por cifras cada vez mayores y, de no ser así, la única explicación sería que los libros estarían amañados. Cuando la gente falsifica números para que parezcan verosímiles suelen utilizar más «5» y «6» como cifras iniciales, por ejemplo, de lo que predice la ley de Benford.


    El trabajo de Nigrini tuvo una gran repercusión y de ella han tomado buena nota los contables y los fiscales. No sabemos si la gente de Enron, WorldCom y Andersen lo conocían, pero es posible que los investigadores deseen comprobar si la distribución de las primeras cifras en los libros de contabilidad de Enron se ajustan a la ley de Benford. Estas comprobaciones no constituyen pruebas definitivas y, en ocasiones, dan lugar a resultados positivos que en realidad no lo son, pero proporcionan un instrumento adicional que puede ser útil en ciertas situaciones.
    Sería divertido que al pretender ser el número uno, esos delincuentes se hubiesen olvidado de comprobar sus números «1». Podemos imaginar a los contables de Andersen diciéndose unos a otros con ansiedad que no había suficientes números «1» en las primeras cifras de sus documentos que estaban haciendo pasar por la trituradora de papeles. ¡Qué fantasía!

    7. El hombre de los números: un proyecto de película

    En los últimos tiempos, los temas matemáticos han recibido una gran atención. A este respecto se pueden citar películas como Good Will Hunting, Pi y The Croupier, obras como Copenhagen, Arcadia y The Proof, las dos biografías de Paul Erdös, Una mente maravillosa, la biografía de John Nash (con la consiguiente película ganadora del premio de la Academia), los programas de televisión dedicados al último teorema de Fermat y otros, así como innumerables libros sobre divulgación y vidas de matemáticos. Esas obras y, en particular, las películas me animaron a desarrollar la idea del timo del boletín bursátil ya mencionada anteriormente (sin embargo, he modificado el enfoque, centrándome en los deportes y no en los valores bursátiles) en forma de un guión cinematográfico corto en el que se destaca algo más el contenido matemático de como se destacó en las películas que acabo de mencionar. Puede ser otro ejemplo de lo que el columnista Charles Krauthammer ha apodado «un desequilibrado y elegante personajillo» y puede ser el embrión de una divertida película de intriga. De hecho, considero que para un productor o un cineasta independiente sería una «compra fuerte».
    IDEA BÁSICA
    Un personajillo interesado por las matemáticas ha montado una estafa basada en las apuestas deportivas y en sus redes cae, por casualidad, un hampón anumérico.


    ACTO PRIMERO
    Louis es un hombre remilgado y lascivo que abandonó sus estudios de matemáticas hace unos diez años (a finales de los 80) y en la actualidad trabaja en casa como consultor. Actúa un poco como el joven Woody Allen, con quien tiene cierto parecido. Juega a las cartas con sus hijos y les acaba de contar una historia graciosa. Sus hijos tienen menos de diez años. Son inteligentes y le preguntan por qué siempre tiene a mano la historia adecuada que hay que contar. Su esposa, Marie, no les presta atención. Como era de esperar, empieza explicándoles la historia de Leo Rosten acerca del famoso rabino a quien uno de sus estudiantes le preguntó por qué siempre tenía a mano la parábola perfecta para cualquier situación. Entonces, Louis hace una pausa para asegurarse de que perciben la importancia del asunto.




    Cuando sonríen y su esposa vuelve a poner los ojos en blanco, Louis prosigue. Les dice que el rabino contestó a sus estudiantes mediante una parábola. Se trataba de un oficial del ejército del Zar que reclutaba soldados; al llegar a una pequeña ciudad vio que en la pared de un establo había docenas de dianas pintadas con yeso y en todas ellas un agujero de bala exactamente en el centro. El oficial quedó impresionado y preguntó a un vecino quién era ese tirador perfecto. El vecino respondió: «Es Shepsel, el hijo del zapatero. Es muy capaz». El entusiasta oficial se quedó de piedra cuando el vecino añadió: «Ve usted, primero Shepsel dispara y luego dibuja los círculos de yeso alrededor del agujero». El rabino sonrió. «Yo hago lo mismo. No busco una parábola que se ajuste al tema. Sólo hablo de aquellos temas para los que tengo parábolas».
    Louis y sus hijos se ríen hasta que una mirada distraída se instala en la cara del padre. Louis cierra el libro y envía a sus hijos a la cama, interrumpe el parloteo de Marie sobre su nuevo collar de perlas y los molestos vecinos de sus padres, le desea buenas noches y se encierra en su despacho donde empieza a hacer llamadas telefónicas, garabatos y cálculos. Al día siguiente se acerca hasta el banco, y después pasa por la oficina de correos y por una papelería, busca información en Internet y mantiene luego una larga discusión con un amigo suyo, un periodista deportivo de un diario del área de New Jersey. La conversación gira en torno a los nombres, las direcciones y la inteligencia de los grandes apostantes deportivos del país.
    En su cabeza ha tomado forma una estafa que puede ser muy lucrativa. Durante las siguientes semanas envía cartas y mensajes de correo electrónico a varios miles de conocidos apostantes deportivos a los que «anticipa» el resultado de cierto acontecimiento deportivo. Su esposa no consigue comprender lo que Louis le explica a medias: como Shepsel, no puede perder, puesto que, sea cual fuera el resultado de un determinado acontecimiento deportivo, su predicción será acertada para la mitad de los apostantes. La razón es que a la mitad le dirá que va a ganar un equipo concreto y a la otra mitad el otro equipo.


    Alta, rubia, franca y corta de alcances, Marie se queda pensando en qué demonios barrunta su marido. Encuentra detrás del ordenador la nueva máquina de franquear el correo, advierte el aumento de llamadas telefónicas secretas y plantea a su marido el tema de su mala situación financiera y de pareja. Louis le contesta que en realidad no necesita tres armarios repletos de ropa y una pequeña fortuna en joyas cuando pasa gran parte del tiempo mirando culebrones en la televisión y se la saca de encima explicándole algunas banalidades matemáticas acerca de la investigación en demografía y en técnicas estadísticas. Sigue sin comprender, pero se calma un poco cuando Louis le asegura que su extraño comportamiento acabará siendo lucrativo.
    Ese mismo día salen a cenar y Louis, tan vehemente y desvergonzado como siempre, le habla de los alimentos modificados genéticamente y, cuando llega la camarera, le dice que desea pedir el plato del menú que contenga los ingredientes más artificiales. Con gran desesperación por parte de Marie, Louis hace que la camarera participe en un conocido truco matemático consistente en pedirle a alguien que examine tres cartas, una negra por ambas caras, una roja por ambas caras y otra con una cara negra y una roja. Le pide la cofia, deposita en ella las cartas y le indica que escoja una carta, pero que sólo mire uno de sus lados. Sale rojo. Louis es consciente de que la carta escogida no puede ser aquella que tiene las dos caras negras sino que tiene que ser una de las otras dos: la carta roja-roja o la carta roja-negra. Supone que es la carta roja-roja y le ofrece doblar la propina (el 15 por ciento) si es la carta roja-negra y dejarla sin propina si es la carta roja-roja. Busca la aprobación de Marie, sin conseguirla. La camarera acepta y pierde.




    Para contrarrestar el malestar de Marie, Louis le explica el truco, sin lograr interesarla. Le asegura que el juego no es justo, a pesar de parecerlo a primera vista. Hay dos cartas posibles, él apuesta a una y la camarera a la otra. Con verdadera satisfacción explica que el problema estriba en que él tiene dos formas de ganar y la camarera sólo una. La cara visible de la carta seleccionada por la camarera podía ser la roja de la carta roja-negra, en cuyo caso ella gana, o podía ser una de las caras de la carta roja-roja, en cuyo caso él gana, o podía ser la otra cara de la carta roja-roja, en cuyo caso él también gana. Por consiguiente, su probabilidad de ganar es 2/3, finaliza con tono exultante y, por tanto, la propina media que acaba dando se reduce a un tercio. Marie bosteza y mira su Rolex. Se levanta para ir al servicio y llama a su amiga May Lee para disculparse de alguna indiscreción imprecisa.
    A la semana siguiente Louis explica la estafa de las apuestas deportivas a May Lee, que se parece un poco a Lucy Liu y es bastante más inteligente que Marie, y aún más materialista. Están en su apartamento. La historia le interesa, pero quiere algunas aclaraciones. Louis le pide con interés que le ayude. Tiene que enviar cartas con una segunda predicción, pero sólo a la mitad de aquellos a los que había enviado la primera predicción; prescindirá de la otra mitad. En la mitad de las cartas la predicción consistirá en decir que un equipo va a ganar un determinado acontecimiento deportivo y en la otra mitad en decir que va a perder. De nuevo, para la mitad de este nuevo grupo, la predicción será acertada y, por tanto, para una cuarta parte del grupo original será acertada dos veces seguidas. «¿Qué pasará con ese cuarto de los apostantes?», pregunta May Lee con interés. Se produce cierta tensión matemático-sexual.
    Louis sonríe lascivamente y prosigue. A los apostantes de la mitad de ese cuarto les enviará, una semana más tarde, una carta anunciando una victoria y a la otra mitad una derrota. De nuevo, se desentenderá de aquellos a los que ha enviado una predicción incorrecta. Volverá a acertar, ahora por tercera vez consecutiva, pero sólo para un octavo de la población original. May Lee le echa una mano con las cartas que hay que enviar a aquellos que han recibido previamente predicciones acertadas, ya que han prescindido de los demás. En medio de las cartas se produce una escena de sexo, con continuas alusiones jocosas al hecho de que, ganen o pierdan los equipos en cuestión, ellos ganarán.
    A medida que se van produciendo los envíos, la vida de Louis discurre aburrida, en sus facetas de consultor, internauta y ardiente interés por los deportes. Sigue enviando cartas a un número cada vez menor de apostantes hasta que, con gran anticipación, envía una carta al pequeño grupo restante. En ella subraya su impresionante cadena de éxitos y pide una cantidad de dinero sustancial si el receptor desea seguir recibiendo sus «predicciones», poco menos que equiparables a las de un oráculo.




    ACTO SEGUNDO
    Recibe bastantes respuestas y hace una nueva predicción. Para la mitad de los apostantes restantes vuelve a acertar y prescinde de la otra mitad. A los primeros les pide más dinero aún, si desean recibir una nueva predicción. Muchos responden y el proceso continúa. La relación con Marie mejora, y también la relación con May Lee, a medida que va entrando el dinero. Louis se da cuenta de que su plan funciona mejor incluso de lo que esperaba. Lleva a sus hijos y, por turnos, a cada mujer a practicar esquí y a Atlantic City, donde no para de hacer comentarios arrogantes sobre los perdedores que, a diferencia de él, apuestan por situaciones de rentabilidad dudosa. Cuando Marie se queja de los ataques de los tiburones cerca de las costas, Louis le explica que en Estados Unidos hay más personas que mueren cada año por accidentes de aviación que por ataques de escualos. A lo largo de todo el viaje, hace diversos pronunciamientos en ese mismo sentido.
    También tiene tiempo para jugar al blackjack, siempre contando las cartas. Se queja de que ese juego requiere demasiada poca concentración y que, a menos de disponer de una buena cantidad de dinero, el ritmo de obtención de ganancias es tan lento e incierto que casi es mejor conseguirse un trabajo. Sin embargo, sostiene que es el único juego en el que existe una estrategia para ganar. Todos los demás juegos son para perdedores en potencia. En uno de los restaurantes del casino muestra a sus hijos el juego de dejar sin propina a la camarera. Lo encuentran genial.
    De regreso a New Jersey, prosigue con sus actividades relacionadas con las apuestas. Sólo quedan unos cuantos apostantes de los miles que había al comienzo de la operación. Uno de ellos es un personaje siniestro del mundo del hampa llamado Otto. Consigue dar con Louis, le sigue hasta el aparcamiento del estadio en el que se celebra el partido de baloncesto y, primero con educación y luego con insistencia creciente, le pide que haga una predicción sobre el resultado del partido a punto de iniciarse y en el que piensa apostar una gran suma. Louis intenta sacárselo de encima y Otto, que se parece un poco a Stephen Segal, le lleva a punta de pistola hasta su coche, amenazándole con tomar represalias con su familia. Sabe dónde viven.
    Como no comprende que hayan sido tantas las predicciones acertadas, Otto no se cree las explicaciones de Louis de que se trata de una estafa. Louis utiliza algunos argumentos matemáticos para convencerle de la posible falsedad de una predicción concreta, pero por mucho que lo intenta, no consigue convencer a Otto de que siempre habrá gente que recibirá muchas predicciones acertadas consecutivas, sólo por pura casualidad.


    Aislados en el sótano de Otto, el estafador interesado por las matemáticas y el hampón extorsionista son dignos de un estudio de caracteres. Hablan lenguas distintas y se rigen por sistemas de referencia distintos. Por ejemplo, Otto cree que cualquier apuesta equivale más o menos a una situación de mitad y mitad, pues se gana o se pierde. Louis habla sobre sus compinches del baloncesto llamados Lewis Caroll y Bertrand Russell y los nombres no le dicen nada a Otto. Y sin embargo, ambos tienen planteamientos similares con respecto a las mujeres y al dinero y a ambos les gusta jugar a las cartas, cosa que hacen para matar el tiempo. Otto le muestra su sistema de barajar las cartas, que considera perfecto, mientras que Louis se encierra en los solitarios y se burla de que Otto juegue a la lotería y de sus ideas erróneas sobre las apuestas. Cuando se olvidan del motivo por el que están allí, parecen llevarse incluso bien, aunque de vez en cuando Otto insiste en sus amenazas y Louis insiste en que carece de cualquier conocimiento especial sobre deportes y exige poder volver a su casa.
    Finalmente, aún consciente de que alguna de las predicciones puede ser errónea, Otto vuelve a la carga y exige a Louis que le diga quién cree que va a ganar el partido de fútbol a punto de empezar. Además de no ser muy listo, Otto ha contraído grandes deudas. En condiciones de extrema dureza (concretamente con un arma apoyada sobre su sien), Louis hace una predicción que resulta acertada y Otto, desesperado y convencido de que tiene entre manos la gallina de los huevos de oro, pretende ahora seguir apostando, con fondos prestados esta vez por sus colegas, sobre la base de una nueva predicción de Louis.




    ACTO TERCERO
    Louis consigue convencer a Otto de que le deje regresar a su casa para poder dedicarse a preparar la próxima predicción deportiva. Louis y May Lee, cuya avidez por el dinero, las fruslerías y la ropa ha contribuido a consolidar la estafa, discuten sobre la situación y se dan cuenta de que tienen que aprovecharse de la única debilidad de Otto, su estupidez y su simpleza, así como de sus únicos intereses intelectuales, el dinero y los juegos de cartas.
    Ambos se desplazan hasta el apartamento de Otto, quien se queda prendado de May Lee. Ésta le sigue la corriente y le propone un trato. Sin mediar palabra, saca dos barajas de cartas de su bolso y le pide a Otto que las baraje. Otto se muestra satisfecho de poder exhibir sus talentos ante May Lee. Ésta le entrega una de las barajas y le pide que vaya cogiendo una carta tras otra, al tiempo que ella hace lo mismo con la otra baraja. May Lee le plantea un problema: ¿cuál es la probabilidad de que las cartas que escoja cada uno de ellos sean exactamente iguales? Aunque se burla, Otto está hechizado por ella, y tras unos instantes de tensión se da cuenta de que eso es exactamente lo que le está pasando. May Lee le explica que es más probable que salgan carta iguales que lo contrario y le sugiere que utilice ese hecho para ganar más dinero. En definitiva, Louis es un genio matemático y ha demostrado que así son las cosas. Louis muestra una amplia sonrisa de orgullo.
    Otto no las tiene todas consigo. May Lee insiste en que el asunto de las apuestas deportivas era una estafa y que es más fácil hacer beneficios con los trucos de cartas que Louis le puede enseñar. Louis empieza con dos barajas, dispuestas de manera que se alternen los colores de las cartas de cada baraja. En una baraja van apareciendo rojo-negro, rojo-negro, rojo-negro… mientras que en la otra aparecen negro-rojo, negro-rojo, negro-rojo… Pone las dos barajas en las manos de Otto y le pide que, con su forma de barajar perfecta, las mezcle bien. Así lo hace Otto y anuncia con arrogancia que las cartas están bien mezcladas, mientras Louis coge las dos barajas mezcladas, las coloca detrás de su espalda, hace ver que las mezcla una vez más y saca dos cartas, una roja y una negra. ¿Y qué sucede ahora?, pregunta Otto. Louis vuelve a sacar otras dos cartas, una de cada color, y repite el proceso una y otra vez. Otto insiste en que ha barajado bien las cartas. ¿Cómo lo has hecho? Louis explica que no se necesita ninguna habilidad especial y que las cartas de la baraja doble ya no alternan sus colores sino que dos cualesquiera de arriba y de abajo siempre tienen colores diferentes.
    En una escena posterior, Louis explica a Otto algunos de los trucos y la manera de ganar dinero con las cartas. Siempre hay algún orden, alguna desviación con respecto al azar, que alguien puede utilizar para enriquecerse, le dice Louis a Otto. Incluso le explica cómo ahorrarse las propinas en los restaurantes. El trato, por supuesto, es que Otto les libera. Éste se queda con unas cuantas ideas, bastante vagas, de cómo funciona el asunto y, en concreto, de cómo aprovecharse de los trucos de cartas. Louis le promete un curso intensivo de ganar dinero con las cartas. En la escena final, Louis sigue empleando el mismo timo, pero esta vez con predicciones sobre los movimientos de un índice de valores bursátiles. Como no desea tener más clientes como Otto, sino sólo una clientela distinguida, se define ahora como un editor de boletines bursátiles. Vive en una casa más lujosa y May Lee, su nueva esposa, va y viene con trajes muy caros que le ha comprado Louis, mientras éste juega a las cartas con sus hijos, ya crecidos, haciendo garabatos de vez en cuando sobre un papel. Se excusa y va a su despacho. Tiene que hacer una llamada secreta a un apartamento de Central Park que acaba de comprar para su nueva amante.


    Capítulo 5
    Inversión en valor y análisis fundamental
    Contenido:
    1. El número e es la raíz de todo el dinero
    2. El credo de los fundamentalistas: se obtiene lo que se está dispuesto a pagar
    3. Ponzi y el «descuento» irracional del futuro
    4. Riqueza según la media, pobreza según la probabilidad
    5. Pingües acciones, gente gorda y P/E
    6. Inversión a la contra y la mala suerte de la portada de Sports Illustrated
    7. Prácticas contables y los problemas de WorldCom
    Estuve especialmente entusiasmado con UUNet, la decisiva división de Internet de WorldCom. Internet no iba a desaparecer y, por tanto, pensé que tampoco desaparecerían UUNet y WorldCom. Durante esa época de encantamiento mi esposa acostumbraba a decirme «UUNet, UUNet» y ponía sus bellos ojos en blanco para mofarse de mi éxtasis por la red IP global de WorldCom y otros servicios asociados. La repetición de la palabra hizo que adquiriese gradualmente el significado de que algo malo estaba sucediendo. «Tal vez la factura sea tan grande porque el lampista se encontró con algo imprevisto». «Sí, seguro, UUNet, UUNet».


    «Entusiasmo», «éxtasis» y «optimismo» no son términos que aparezcan con frecuencia cuando se habla de inversión en valor, que es un planteamiento del mercado en el que se utilizan las herramientas del llamado análisis fundamental. El análisis fundamental se suele asociar al penetrante enfoque de las operaciones bursátiles elaborado por Warren Buffet; algunos lo consideran la mejor y más seria estrategia que pueden seguir los inversores. Si hubiese prestado más atención a los elementos fundamentales de WorldCom, en especial sus 30.000 millones de dólares de deuda, y menos a los cuentos de hadas propagados por WorldCom, en especial el brillante papel que iba a tener como red «muda» (es mejor no preguntar el porqué de esa denominación), las cosas me hubiesen ido francamente mejor. En el tira y afloja constante entre estadísticas y teorías que se produce en el mercado de valores, el análisis fundamental se encuentra por lo general del lado de los números.

    Sin embargo, siempre me ha parecido que el análisis fundamental está reñido con la ética general del mercado, que se basa en la esperanza, los sueños y cierto romanticismo genuino, aunque con tintes financieros. No voy a citar estudios o dar referencias que avalen esta opinión, sino que me limitaré a aportar mi experiencia acerca de los inversores que he conocido o sobre los que he leído, así como mi propio encaprichamiento con WorldCom, bastante atípico para una persona acostumbrada a manejar números.

    Los elementos fundamentales son a la inversión lo que (de forma un tanto estereotipada) el matrimonio es a un idilio o lo que las verduras son a la alimentación: sanos, pero no siempre apasionantes. Es necesario, no obstante, que el inversor y, hasta cierto punto, cualquier ciudadano inteligente tenga algún conocimiento de ellos. Todo el mundo ha oído hablar de personas que se abstienen de comprar una casa, por ejemplo, a causa de los intereses que tienen que pagar durante muchos años. («¡Dios mío!, no te enredes con una hipoteca. Acabarás pagando cuatro veces el precio de la casa»). También es frecuente la situación de los jugadores de lotería que insisten en que lo más apetecible de sus posibles ganancias es el millón de dólares que se anuncia como premio. («En sólo veinte años, conseguiré ese millón»). Luego están los inversores que ponen en duda que los pronunciamientos opacos de Alan Greenspan tengan algo que ver con los mercados de valores o de bonos.
    Éstas y otras ideas similares son el resultado de conceptos erróneos sobre el interés compuesto, la base de las finanzas matemáticas, que a su vez constituyen los cimientos del análisis fundamental.

    1. El número e es la raíz de todo el dinero

    Puesto que hablamos de bases y fundamentos, puede decirse que e es la raíz de todo el dinero. Es la e que aparece en ex en el crecimiento exponencial, en el interés compuesto. Según un proverbio (posiblemente inventado por un antiguo banquero), aquellos que entienden el interés compuesto tienen mayor probabilidad de recogerlo y los que no, tienen mayor probabilidad de pagarlo. En efecto, la expresión que describe ese crecimiento constituye la base de la mayoría de los cálculos financieros. Afortunadamente, la deducción de una fórmula relacionada pero más sencilla sólo requiere algunos conocimientos sobre porcentajes y potencias: hay que saber, por ejemplo, que el 15 por ciento de 300 es 0,15 × 300 (o 300 × 0,15) y que el 15 por ciento del 15 por ciento de 300 es 300 × (0,15)2.


    Una vez establecidos esos prerrequisitos matemáticos, podemos empezar la explicación y suponer que hacemos un depósito de 1429,73 dólares en una cuenta corriente que paga el 6,9 por ciento de interés compuesto anual. No, inclinémonos ante Rotundia, la diosa de los redondeos, y supongamos en cambio que el depósito es de 1.000 dólares al 10 por ciento. Al cabo de un año, dispondremos del 110 por ciento del depósito original, es decir, 1.100 dólares. Dicho de otra manera, en el depósito habrá 1.000 × 1,10 dólares. (El análisis es el mismo si compramos un título por valor de 1000 dólares, con un rendimiento del 10 por ciento anual).

    Observamos que al cabo de dos años, dispondremos del 110 por ciento del saldo del final del primer año, es decir, 1.210 dólares. Dicho con otras palabras, dispondremos de (1.000 × 1,10) × 1,10 dólares o, lo que es lo mismo, 1.000 × 1,102. En este caso, el exponente es 2.
    Al cabo de tres años, tendremos el 110 por ciento del saldo del final del segundo año, es decir, 1331 dólares. Por decirlo de otra forma, dispondremos de (1.000 × 1,102) × 1,10 dólares o, lo que es lo mismo, 1.000 × 1,103. En este caso, el exponente es 3.
    El mecanismo es claro. Al cabo de cuatro años, tendremos el 110 por ciento del saldo del final del tercer año, es decir, 1.464,10 dólares. En otras palabras, dispondremos de (1.000 × 1,103) × 1,10 dólares o, lo que es lo mismo, 1000 × 1,104. En este caso, el exponente es 4.
    Vamos a interrumpir aquí esta exposición sin fin, y explicar la historia de un profesor que tuve hace mucho tiempo. Empezó a escribir a la izquierda de una pizarra muy larga: 1 + 1/1! + 1/2! + 1/3! + 1/4! + 1/5! … (Por cierto, la expresión 5! se lee «5 factorial», no tiene nada que ver con un 5 muy expresivo y es igual a 5× 4× 3× 2× 1. Para cualquier número entero N, N! se define análogamente). Los alumnos empezaron a reírse del profesor quien, lentamente y al parecer en trance, seguía añadiendo términos a esa serie. Las risas cesaron cuando, con 1/44! + 1/45!, había llenado ya la mitad de la pizarra. Me gustaba el profesor y recuerdo la sensación de inquietud que me embargó cuando vi que continuaba con esas repeticiones sin sentido. Cuando llegó a 1/83! había llenado toda la pizarra, se volvió y miró al auditorio. Dejó caer la tiza al suelo, se despidió con la mano, salió del aula y nunca regresó.

    Consciente desde entonces de los riesgos de emplear demasiadas repeticiones, especialmente cuando me encuentro ante una pizarra en clase, finalizaré mi ejemplo en el cuarto año y sólo nos fijaremos en que el saldo después de t años será de 1.000 × 1,10t dólares. En general, si el depósito inicial es de P dólares y el interés anual es de r por ciento, el saldo será A después de t años, siendo
    A = P(1 + r)t
    la fórmula prometida que describe el crecimiento exponencial del dinero.
    La fórmula puede ajustarse al interés compuesto semestral o mensual o diario. Si se coloca el dinero, por ejemplo, a un interés compuesto trimestral, entonces la cantidad de que dispondremos al cabo de t años viene dada por
    A = P(1 + r/4)4t
    (El interés trimestral es r/4, una carta parte del interés anual r, y el número de actualizaciones en t años es 4t, cuatro por año durante t años).
    Si el número de actualizaciones es elevado (por ejemplo n veces por año, siendo n un número grande), la fórmula
    A = P(1 + r/n)nt
    puede escribirse de forma más compacta: A = Pent, donde e es la base de los logaritmos naturales y vale aproximadamente 2,718. Esta variante de la fórmula es muy útil para cuestiones relacionadas con el interés continuo (ésta es, por cierto, la razón de mi comentario de que e es la raíz de todo el dinero).
    El número e desempeña un papel decisivo en matemáticas. Tal vez el mejor ejemplo es la fórmula
    eπi + 1 = 0
    en la que intervienen las cinco constantes consideradas por muchos las más importantes de las matemáticas. El número e vuelve a aparecer cuando se escogen números entre 0 y 1 al azar. Si escogemos (o, mejor, si el ordenador escoge) esos números hasta que su suma sea superior a 1, el número medio de selecciones será e, es decir aproximadamente 2,718. Este ubicuo e también resulta ser igual a
    1 + 1/1! + 1/2! + 1/3! + 1/4! …
    la misma expresión que mi profesor escribía en la pizarra. (A partir de una observación efectuada por el especulador bursátil Ivan Boesky, en 1987 Gordon Gecko afirmaba en la película Wall Street: «La codicia es buena». No estaba del todo en lo cierto. Quería decir «e es bueno»).
    Muchas de las fórmulas utilizadas en el mundo de las finanzas se derivan de estas dos fórmulas:
    A = P(1 + r)t
    para el interés compuesto anual, y
    A = Pert
    para el interés continuo. El siguiente ejemplo permite ilustrar su utilización: un depósito de 5.000 dólares a interés compuesto del 8 por ciento a 12 años, producirá un saldo de 5.000 (1,08)12, es decir, 12.590,85 dólares, mientras que un depósito de 5.000 dólares a interés continuo generará 5.000 e(0,08 × 12), es decir, 13.058,48 dólares.
    Con este tipo de interés y este intervalo de tiempo, puede decirse que el valor futuro de los 5.000 dólares actuales es 12.590,85 dólares. (Si el interés es continuo, hay que sustituir la cantidad de la frase anterior por 13.058,48 dólares). El «valor actual» de cierta cantidad de dinero futuro es la cuantía del depósito que se tendría que hacer ahora para conseguir la cantidad deseada en el tiempo previsto. En otras palabras (la repetición puede ser un riesgo profesional de los profesores), la idea es que a un tipo de interés del 8 por ciento, es lo mismo recibir 5.000 dólares ahora (el valor actual) que unos 13.000 dólares (el valor futuro) dentro de 12 años.
    Así como «Jorge es más alto que Marta» y «Marta es más baja que Jorge» son distintas formas de expresar la misma relación, las fórmulas del interés compuesto pueden escribirse de forma que el énfasis se ponga en el valor actual, P, o en el valor futuro, A.



    En lugar de A = P(1 + r)t puede escribirse P = A/(1 + r)t
    Y en lugar de A = Pert puede escribirse P = A/ert

    Por tanto, si el tipo de interés es del 12 por ciento, el valor actual de 50.000 dólares hace cinco años viene dado por P = 50.000/(1,12)5 o 28.371,34 dólares. Si se deposita esta cantidad de 28.371,34 dólares a un interés compuesto anual del 12 por ciento durante cinco años, obtendremos un valor futuro de 50.000 dólares.
    Una de las consecuencias de estas fórmulas es que el «tiempo de duplicación», es decir, el tiempo que tarda una cantidad de dinero en doblar su valor, viene dado por la llamada regla del 72: dividir 72 por 100 veces el tipo de interés. Así pues, si el tipo de interés es del 8 por ciento (0,08), se tardarán 72/8 o nueve años en doblar la cantidad inicial, 18 años para multiplicarla por cuatro y 27 años para multiplicarla por ocho. Si se tiene la suerte de tener un tipo de interés del 14 por ciento, la suma inicial se doblará al cabo de algo más de cinco años (ya que 72/14 es ligeramente superior a 5) y se multiplicará por cuatro al cabo de algo más de diez años. Para el interés continuo hay que sustituir el 72 por 70.
    También pueden utilizarse estas fórmulas para determinar la llamada tasa interna de rendimiento y definir otros conceptos financieros. Al mismo tiempo proporcionan un argumento importante para estimular el ahorro en los jóvenes e iniciarse en el mundo de la inversión si desean convertirse en el «millonario de al lado». (Sin embargo, estas fórmulas no le dicen al millonario de al lado qué tiene que hacer con su salud).

    2. El credo de los fundamentalistas: se obtiene lo que se está dispuesto a pagar

    La noción de valor actual resulta crucial para comprender la visión que tienen los fundamentalistas de la valoración del mercado bursátil. También debería ser importante en los ámbitos de los juegos de lotería, las hipotecas y la publicidad. El hecho de que el valor actual del dinero sea menor en el futuro que su valor nominal explica por qué un premio de lotería de un millón de dólares (consistente, por ejemplo, en 50.000 dólares anuales al final de cada uno de los próximos 20 años) sea considerablemente menor que un millón de dólares. Si el tipo de interés fuese del 10 por ciento anual, por ejemplo, ese millón de dólares tendría un valor actual de sólo 426.000 dólares. Este valor puede obtenerse a partir de tablas, mediante calculadoras financieras o directamente de las fórmulas anteriores (con la ayuda de una fórmula para la suma de las llamadas series geométricas).


    El proceso que consiste en determinar el valor actual del dinero futuro se suele llamar «descuento». Es importante porque, una vez fijado el tipo de interés, permite comparar las cantidades de dinero recibidas en diferentes momentos. También puede utilizarse para evaluar el valor actual o el valor futuro de un flujo de renta, es decir, las diversas cantidades de dinero que entran o salen de una cuenta bancaria o de inversión en distintas fechas. Todo consiste en «desplazar» las cantidades adelante o atrás en el tiempo a base de multiplicar o dividir por la potencia de (1 + r) adecuada. Este proceso se presenta, por ejemplo, cuando se trata de generar la cantidad suficiente para hacer un pago hipotecario en un intervalo de tiempo determinado o se desea saber cuánto hay que ahorrar cada mes para disponer de la cantidad de dinero suficiente como para poder financiar la educación de nuestro hijo o nuestra hija cuando cumpla 18 años.

    El descuento también es esencial para definir lo que se suele llamar el valor fundamental de un título. Según los fundamentalistas (afortunadamente no son del tipo que desean imponer sus postulados morales a los demás), la cotización de un título debería ser aproximadamente igual al flujo descontado de dividendos que se puede esperar recibir si su poseedor mantuviese indefinidamente ese título. Si el título no genera dividendos o si el poseedor lo vende y, por tanto, genera plusvalías, su precio debería ser aproximadamente igual al valor descontado del precio que se puede razonablemente esperar cuando se vende el título más el valor descontado de cualquier dividendo. Es más seguro decir que la mayoría de las cotizaciones de los títulos son más elevadas. Con la euforia de los años noventa, los inversores tenía más interés en las plusvalías que en los dividendos. Para invertir esa tendencia, el profesor de economía financiera Jeremy Siegel, autor de Stocks for the Long Run, y dos de sus colaboradores propusieron eliminar la tasa sobre los dividendos de empresas y hacer de los dividendos cantidades deducibles.

    Lo fundamental de la inversión por balance es la afirmación de que por un título hay que pagar una cantidad igual (pero no superior) al valor actual de todas las plusvalías que se deriven. Puede parecer muy práctico y muy alejado de toda consideración psicológica, pero no es así. El descuento de los dividendos futuros y del precio futuro del título depende de las estimaciones que se hagan sobre los tipos de interés futuros, las políticas sobre dividendos y una multitud de variables, que por mucho que se llamen «elementos fundamentales», no son ajenas a la distorsión emocional y cognitiva. La oscilación entre entusiasmo y desesperación puede afectar a las estimaciones del valor fundamental de un título. Hay que tener presente, sin embargo, como ha señalado acertadamente el economista Robert Shiller, que los elementos fundamentales de un título no varían ni tanto ni tan rápidamente como su cotización.

    3. Ponzi y el «descuento» irracional del futuro


    Antes de volver sobre otras aplicaciones de estas nociones financieras, será útil tomar un respiro y proceder al examen de un caso extremo de subvaloración del futuro: las pirámides, los esquemas de Ponzi y las cartas en cadena. Difieren en los detalles y en el colorido de las historias. Un ejemplo reciente se dio en California, en forma de reuniones de mujeres en las que las participantes contribuían con aperitivos en metálico. Sea cual fuere su apariencia externa, todos estas estafas consisten en recaudar dinero a partir de un grupo inicial de «inversores», prometiéndoles un rendimiento extraordinario y rápido. El rendimiento procede del dinero recaudado por un grupo de gente más amplio. Un grupo todavía más numeroso contribuye a los dos grupos menores anteriores.
    Este proceso en cascada se reproduce a sí mismo, pero el número de gente necesaria para que la pirámide vaya creciendo y el dinero vaya afluyendo aumenta exponencialmente y muy pronto resulta imposible de mantener. La gente empieza a abandonar los grupos y los objetivos fáciles se esfuman progresivamente. En general, los participantes no tienen una idea clara de cuánta gente se necesita para que funcione el sistema. Si cada una de las diez personas del grupo inicial recluta a diez personas más, por ejemplo, el grupo secundario es de 100 personas. Si cada una de ellas recluta a diez, el grupo terciario es de 1.000 personas. Los grupos siguientes son de 10.000, 100.000 y un millón de personas. El sistema se hunde por su propio peso cuando dejan de encontrarse nuevas personas. Sin embargo, si se entra pronto en el sistema se pueden tener ganancias considerables y rápidas (o, mejor dicho, «se podrían tener», pues estos sistemas son ilegales).

    La lógica de las estructuras piramidales es clara, pero la gente sólo se preocupa de lo que sucede en los primeros pisos y se cree capaz de poder salir del sistema antes de que se hunda. No es irracional asociarse a alguno de esos sistemas si uno está convencido de poder reclutar a un «primo» que nos pueda sustituir. Algunos dirán que las subidas meteóricas de las cotizaciones de las empresas «punto com» en la década de los noventa y las subsiguientes caídas en picado en los años 2000 y 2001 fueron versiones atenuadas de este tipo de estafa. Hay que apuntarse a la oferta inicial, mantenerse mientras el título se dispara y saltar antes de que se desplome.

    Aunque no se trataba de una empresa «punto com», WorldCom consiguió su supremacía a base de comprar, en ocasiones a precios absurdamente sobredimensionados, empresas que sí lo eran (así como un buen número que no lo eran). MCI, MFS, ANS Communication, CAI Wireless, Rhythms, Wireless One, Prime One Cable, Digexy docenas de otras empresas fueron adquiridas por Bernie Ebbers, un gaitero cuya canción parecía consistir en una única nota: comprar, comprar, comprar. Las constantes adquisiciones de WorldCom tuvieron el efecto hipnótico que suelen tener las melodías que salen de las máquinas tragaperras cuando se gana un premio menor. Mientras descendía lentamente la cotización, yo leía cada mañana los periódicos financieros y me tranquilizaba gracias a las noticias de una nueva compra, o un nuevo acuerdo de adquisición de páginas de Internet o de ampliación de servicios.


    La venalidad y el fraude empresarial desempeñaron su papel en (algunas de) las quiebras, pero el hundimiento de las empresas «punto com» y de WorldCom no fueron un invento de ningún artista de la estafa. A pesar de que muchos empresarios e inversores le habían tomado la medida real a la burbuja vacía de contenido, la mayoría de ellos se equivocaba si creía poder encontrar algún directivo cuando cesó la música que inducía a adquirir oferta pública de acciones. Por desgracia, el trayecto entre «mucho» y «nada» pasaba a menudo por el «punto».

    Tal vez la culpa la tengan nuestros genes. (La verdad es que siempre parecen cargar con la culpa). La selección natural probablemente favorece a los organismos que responden a acontecimientos locales o próximos en el tiempo e ignoran los distantes o futuros, que tienen un «descuento» análogo al que tiene el dinero futuro. Incluso la destrucción del medio ambiente puede entenderse como un esquema global de Ponzi en el que los primeros «inversores» actúan adecuadamente, los siguientes un poco menos, hasta que una catástrofe reduce a la nada las ganancias.
    El relato de Robert Louis Stevenson titulado El diablo de la botella nos presenta una versión distinta de nuestra estrechez de miras. El genio encerrado en la botella está dispuesto a satisfacer cada uno de nuestros antojos románticos y nuestros caprichos financieros. Se nos da la posibilidad de comprar esa botella, con su sorprendente inquilino, por una cantidad que hemos de fijar nosotros mismos. Sin embargo, existe una limitación. Una vez hayamos acabado con la botella, hay que venderla a otra persona a un precio estrictamente menor que el de compra. Si no somos capaces de venderla a alguien por un precio menor, perderemos todo lo que poseemos y sufriremos penalidades implacables e insoportables. ¿Cuánto pagaríamos por esa botella?

    Desde luego no se puede pagar 1 céntimo, porque entonces no podríamos venderla por un precio menor. Tampoco se pueden pagar 2 céntimos porque no encontraríamos a nadie dispuesto a comprarla por 1 céntimo, porque entonces no podría venderla. El mismo razonamiento sirve para un posible precio de 3 céntimos, pues la persona a quien tendríamos que vender la botella por 2 céntimos argumentaría que no encontraría a nadie a quien venderla por 1 céntimo. Análogamente para los precios de 4 céntimos, 5 céntimos, 6 céntimos, etcétera. La inducción matemática permite formalizar el razonamiento, que demuestra sin vuelta de hoja que no se puede comprar el genio de la botella por ninguna cantidad. Sin embargo, casi con toda seguridad usted estaría dispuesto a comprar la botella por 1.000 dólares. Yo lo haría. ¿En qué punto deja de ser convincente el argumento contrario a la compra de la botella? (No he considerado la posibilidad de vender la botella en otros países que dispongan de monedas que valgan menos de 1 céntimo).
    La cuestión no es sólo académica, pues existen innumerables situaciones de la vida real en las que la gente sólo piensa en los resultados a corto plazo y no son capaces de ver mucho más lejos. Muchos hacen gala de una gran miopía y «descuentan» el futuro a un ritmo absurdo y excesivo.

    4. Riqueza según la media, pobreza según la probabilidad


    La combinación de tiempo y dinero puede dar lugar a resultados inesperados en otro sentido. Volvamos al agitado mercado bursátil de finales de los años noventa y a la idea, ampliamente extendida en muchos medios, de que todo el mundo ganaba dinero. Era fácil encontrar esa idea en cualquier texto sobre inversión en valor en aquella época dorada. En todos y cada uno de los diarios y revistas especializados se podían leer noticias sobre ofertas públicas de acciones de nuevas empresas y los reclamos de los gurús de la inversión que afirmaban que podían convertir nuestros 10.000 dólares en más de un millón en un año. (De acuerdo, estoy exagerando sus exageraciones). Pero en esos mismos diarios y revistas, incluso entonces, podía leerse asimismo historias sobre nuevas empresas que nacían sin ninguna perspectiva y expertos que anticipaban que la mayoría de los inversores perderían sus 10.000 dólares, y la camisa, si invertían en esas ofertas tan volátiles.
    Veamos una situación que permite clarificar y reconciliar esas dos posturas aparentemente contradictorias. Habrá que prestar atención al razonamiento matemático, pues puede no ser del todo intuitivo, pero no es difícil e ilustra la diferencia crucial entre una media aritmética y una media geométrica de una serie de réditos. (Para nuestro conocimiento: la media aritmética de N tasas de rendimientos distintas es lo que normalmente llamamos su promedio, es decir, su suma dividida por N. La media geométrica de N tasas de rendimientos distintas es igual a la tasa de rendimiento que, de recibirse N veces seguidas, equivaldría a recibir las N tasas de rendimientos distintas sucesivamente. La definición técnica se obtiene a partir de la fórmula del interés compuesto: la media geométrica es igual a la raíz N-ésima del producto siguiente:
    [(1 + primer rédito) × (1 + segundo rédito) × (1 + tercer rédito) × … (1 + N-ésimo rédito)] − 1)
    Cada año aparecían centenares de ofertas públicas de acciones. (Es una lástima que ésta sólo sea una ilustración retrospectiva). Supongamos que durante la primera semana posterior a la aparición de un título, su cotización es muy volátil. Es imposible predecir en qué sentido evolucionará el valor, pero supondremos que, para la mitad de las ofertas de las empresas, la cotización aumentará un 80 por ciento durante la primera semana y que, para la otra mitad de las ofertas, disminuirá un 60 por ciento en ese periodo.
    El esquema de inversión es el siguiente: comprar una oferta pública de acciones cada lunes por la mañana y venderla el viernes por la tarde. Aproximadamente la mitad de las veces se gana el 80 por ciento y se pierde el 60 por ciento en una semana, con lo cual la ganancia media es del 10 por ciento semanal:
    [(80%) + (−60%)]/2
    la media aritmética.
    Un 10 por ciento semanal es una ganancia media muy elevada, y no es difícil comprobar que después de un año con esa estrategia una inversión inicial de 10.000 dólares se habrá convertido, por término medio, ¡en 1,4 millones de dólares! (Puede comprobarse más abajo el cálculo). No cuesta nada imaginar los titulares de los periódicos sobre los inversores semanales, en este caso, que vendían sus viejos automóviles y los convertían en casi un millón y medio de dólares en un año.
    Pero ¿cuál sería el resultado más probable si adoptásemos ese esquema y las condiciones antes indicadas? La respuesta es que los 10.000 dólares iniciales se convertirían en 1,95 dólares al cabo de un año. A la mitad de los inversores que adoptasen ese esquema les quedaría menos de 1,95 dólares de los 10.000 dólares del comienzo. Los 1,95 son el resultado de un crecimiento a una tasa igual a la media geométrica de 80 por ciento y −60 por ciento a lo largo de 52 semanas. (En este caso es igual a la raíz cuadrada —la raíz N-ésima cuando N = 2— del producto [(1 + 80%) × (1 + (−60%))] menos 1, es decir, la raíz cuadrada de [1,8 × 0,4] menos 1, o bien 0,85 menos 1, o sea −0,15, una pérdida de aproximadamente el 15 por ciento semanal).

    Antes de seguir adelante, cabe preguntarse sobre la razón de esta disparidad tan grande entre 1,4 millones de dólares y 1,95 dólares. La razón es que para el inversor típico su dinero crecería al 80 por ciento durante aproximadamente 26 semanas y disminuiría al 60 por ciento durante otras 26 semanas. Como puede verse, no es difícil calcular que después de un año los 10.000 dólares se habrían convertido en 1,95 dólares.


    En cambio, para el inversor afortunado, su inversión crecería un 80 por ciento durante bastante más de 26 semanas. El resultado serían unos réditos astronómicos que harían subir la media. Para el inversor desafortunado, su inversión disminuiría un 60 por ciento durante bastante más de 26 semanas, pero sus pérdidas no superarían los 10.000 dólares.

    En otras palabras, los enormes réditos asociados a muchas semanas de crecimiento del 80 por ciento distorsionan hacia arriba la media, mientras que incluso bastantes semanas de disminución del 60 por ciento no consiguen que el valor de la inversión se sitúe por debajo de los cero dólares.
    En esta situación, tanto los gurús del mercado bursátil como los que anticipan los fracasos tienen razón. La revalorización media de una inversión de 10.000 dólares al cabo de un año es de 1,4 millones de dólares, pero lo más probable es que sea de 1,95 dólares.
    ¿En qué resultados parecen concentrarse las medias?

    El siguiente ejemplo puede ayudar a clarificar el panorama. Vamos a hacer el seguimiento de los 10.000 dólares en las dos primeras semanas. Hay cuatro posibilidades igualmente probables. La inversión puede crecer durante dos semanas, puede crecer durante la primera y disminuir durante la segunda, disminuir durante la primera y crecer durante la segunda, o disminuir durante dos semanas. (Como ya se vio en la sección correspondiente a la teoría del interés compuesto, un crecimiento del 80 por ciento equivale a multiplicar por un factor 1,8, mientras que una disminución del 60 por ciento equivale a multiplicar por 0,4). Para un cuarto de los inversores, su inversión crecerá en un factor 1,8 × 1,8, es decir, 3,24. Un crecimiento del 80 por ciento durante dos semanas seguidas supone que los 10.000 dólares iniciales se convertirán en 10.000 × 1,8 × 1,8, es decir, 32.400 dólares en dos semanas. Para un cuarto de los inversores, su inversión crecerá el 80 por ciento en la primera semana y disminuirá el 60 por ciento en la segunda. Su inversión variará en un factor 1,8 × 0,4, o sea 0,72, y será de 7.200 dólares al cabo de dos semanas. Asimismo, 7.200 dólares será la cantidad que tendrán una cuarta parte de los inversores, para quienes su inversión disminuirá durante la primera semana y crecerá durante la segunda, ya que 0,4 × 1,8 es lo mismo que 1,8 × 0,4. Por último, la cuarta parte de los inversores desafortunados cuyas inversiones disminuirán el 60 por ciento durante dos semanas seguidas, dispondrán de 0,4 × 0,4 × 10.000, o 1.600 dólares a cabo de dos semanas.

    Si sumamos 32.400 dólares, 7.200 dólares, 7.200 dólares y 1.600 dólares y dividimos por 4, se obtiene que la media de las inversiones después de dos semanas es 12.100 dólares. Es un rendimiento medio del 10 por ciento semanal, pues 10.000 × 1,1 × 1,1 = 12.100 dólares. En general, la cotización crece a una media del 10 por ciento semanal (la media entre un crecimiento del 80 por ciento y una disminución del 60 por ciento). Por tanto, después de 52 semanas, el valor medio de la inversión es 10.000 × (1,10)52, es decir, 1.420.000 dólares.
    El resultado más probable es que las ofertas de acciones de las empresas crezcan durante 26 semanas y disminuyan durante otras tantas, lo cual significa que el valor más probable de la inversión es 10.000 × (1,18)26 × (0,4)26, que equivale a sólo 1,95 dólares. ¿Y la media geométrica del 80 por ciento y del −60 por ciento? De nuevo, es la raíz cuadrada del producto [(1 + 0,8) × (1 − 0,6)] menos 1, aproximadamente igual a −0,15. Por término medio, cada semana la cartera pierde el 15 por ciento de su valor y 10.000 × (1 − 0,15)52 es más o menos igual a 1,95 dólares.


    Como es evidente, los resultados son distintos si varían los porcentajes y los intervalos de tiempo, pero el principio sigue siendo válido: la media aritmética de los réditos supera con creces la media geométrica de éstos, que coincide tanto con la mediana de los réditos (rédito central) como con el rédito más frecuente. Otro ejemplo: si el rédito semanal se multiplica por dos la mitad de las veces y pierde la mitad de su valor la otra mitad de las veces, el resultado más probable es que ni se ganará ni se perderá. Pero la media aritmética de los réditos es el 25 por ciento semanal, [100% + (−50%)]/2, lo cual significa que la inversión inicial se transformará en 10,000 × 1,2552, ¡más de mil millones de dólares! La media geométrica de los réditos es la raíz cuadrada de (1 + 1) × (1 − 0,5) menos 1, es decir, un rendimiento del 0 por ciento. En ese caso, lo más probable es que se conserven los 10.000 dólares con los que se inició el proceso.

    Aunque todas las anteriores son tasas de rendimiento extremas y poco realistas, tienen mucha más importancia general de lo que parece. Explican por qué una mayoría de los inversores reciben unos réditos menores de lo esperado y por qué algunos fondos de inversión colectiva ponen el acento en sus rendimientos medios. De nuevo, la razón es que el promedio o media aritmética de distintas tasas de rendimiento siempre es mayor que la media geométrica de esas tasas de rendimiento, que coincide con la mediana de la tasa de rendimiento.

    5. Pingües acciones, gente gorda y P/E

    Se consigue lo que se paga. Como ya se ha dicho, los fundamentalistas creen que esta afirmación también se aplica a la valoración de acciones. Su argumento es que las acciones de una empresa tienen el valor de lo que proporcionan al accionista en forma de dividendos y de incrementos de las cotizaciones. Para determinar ese valor, intentan hacer estimaciones razonables de la cantidad de dinero que son capaces de generar esas acciones a lo largo de toda una vida y entonces restan ese flujo de pagos hasta el presente. ¿Y cómo se hacen esas estimaciones de dividendos y de incrementos de las cotizaciones? Los inversores en valor consideran que el flujo de beneficios de la empresa puede sustituir razonablemente el flujo de dividendos pagados por las acciones ya que, según ese razonamiento, los beneficios se pagan, o se pagarán eventualmente, en forma de dividendos. Mientras tanto, los beneficios pueden servir para ampliar el volumen de la empresa o saldar deuda, lo que hace aumentar el valor de la empresa. Si los beneficios son buenos y prometedores, y si la economía pasa por una fase de crecimiento y los tipos de interés se mantienen bajos, entonces unos beneficios elevados justifican pagar un precio alto por unas acciones. Y si no es así, no.

    Por consiguiente, para determinar un precio razonable de unas acciones hay una forma rápida que evita cálculos complicados y estimaciones complejas: la llamada relación P/E de una acción. Es poco menos que imposible leer la sección económica de un periódico o ver un programa económico de televisión sin que aparezcan continuas referencias a dicha relación, que no es más que eso, una razón o una fracción. Es el resultado de dividir el precio P de una acción de la compañía por el beneficio por acción E (normalmente a lo largo del año anterior). Los analistas bursátiles manejan muchas relaciones, pero la relación P/E, también llamada a veces simplemente «múltiplo», es la más frecuente.
    El precio de la acción, P, se puede conocer consultando un periódico o un ordenador; el beneficio por acción, E, se obtiene dividiendo los beneficios totales de la empresa a lo largo del año anterior por el número de acciones en circulación. (Por desgracia, los beneficios no son una cifra definida tan claramente como se podría esperar. Es una noción muy plástica en la que interviene todo tipo de maniobras, equívocos y mentiras).


    Entonces, ¿cómo se utiliza esta información? Una manera de interpretar la relación P/E es ver esta relación como una medida para calibrar las expectativas de futuros beneficios. Una relación P/E elevada es un indicador de unas expectativas elevadas de futuros beneficios. Otra manera de considerar esta relación es verla como el precio que hay que pagar para recibir (indirectamente, a través de los dividendos y la apreciación del precio) los beneficios de la empresa. La relación P/E es al mismo tiempo una predicción y una valoración de la empresa.
    Para que una empresa mantenga una P/E elevada es necesario que tenga un buen rendimiento. Si sus beneficios no siguen creciendo, su precio bajará. Consideremos el caso de Microsoft, cuya P/E era superior a 100 hace unos años. En la actualidad se encuentra en tomo a los 50, aunque sea una de las mayores empresas de Redmond, Washington. Sigue siendo un gigante, pero está creciendo más lentamente ahora que durante sus primeros años. Esta contracción del P/E se produce de forma natural a medida que las empresas incipientes se convierten en pilares de confianza del mundo empresarial.
    (El modelo de comportamiento de la tasa de crecimiento de una empresa recuerda una curva matemática en forma de ese. Esta curva parece aplicable a una gran variedad de situaciones, entre las que se incluye la demanda de productos de todo tipo. Su forma puede explicarse fácilmente con el símil de un conjunto de bacterias en una placa de Petri. Al comienzo, el número de bacterias crecerá lentamente, pasará luego a crecer más deprisa, a un ritmo exponencial, debido al caldo de cultivo rico en nutrientes y al amplio espacio disponible. Sin embargo, a medida que las bacterias se amontonan de forma gradual, su ritmo de crecimiento deja de ser elevado y su número se estabiliza, por lo menos hasta que se amplía el cultivo. Esta curva describe asimismo entidades tan dispares como la producción sinfónica de un compositor, el incremento del tráfico aéreo, la construcción de autopistas, las instalaciones de grandes ordenadores centrales, incluso la construcción de catedrales góticas. Algunos especulan asimismo con la idea de que existe una especie de principio universal por el que se rigen muchos fenómenos naturales y humanos, entre los que se incluye el crecimiento de las empresas con éxito).

    Evidentemente, la relación P/E por sí sola no demuestra nada. Una P/E elevada no necesariamente supone ni que el título esté sobrevalorado (demasiado caro para el dinero que es capaz de generar) y, por tanto, que sea un candidato a la venta, ni que esté subvalorado y sea un candidato a la compra. Una P/E baja puede significar que la empresa está atravesando un periodo delicado, a pesar de sus beneficios.

    Por ejemplo, a medida que WorldCom se acercaba a su bancarrota, tenía una P/E muy baja. En los grupos de discusión aparecía un flujo incesante de cálculos en los que se comparaban las relaciones P/E de SBC, AT&T, Deutsche Telekom, Bell South, Verizon y muchas otras empresas de tamaños equiparables. Todas las demás relaciones eran considerablemente mayores. Los mensajes intercambiados en los grupos de discusión aumentaron su intensidad cuando no lograron el efecto deseado: inversores golpeándose la frente al darse cuenta de que WCOM era una muy buena compra. Sin embargo, esos mensajes apuntaban claramente a la necesidad de comparar la P/E de una empresa con sus valores del pasado, con los de empresas parecidas así como con los del sector y del conjunto del mercado. La P/E media para el conjunto del mercado oscila entre 15 y 25, si bien el cálculo de dicha media presenta ciertas dificultades. Las empresas con pérdidas, por ejemplo, tienen un P/E negativo, aunque por lo general no se les atribuye un valor negativo; es probable que debiera hacerse. A pesar de las recientes liquidaciones de los años 2001 y 2002, algunos analistas consideran que las acciones siguen siendo muy caras para el flujo de caja que son capaces de generar.
    AI igual que otros instrumentos utilizados por el análisis fundamental, la relación P/E parece ser algo precisa y objetiva, una magnitud casi matemática. Pero, como ya se ha indicado, está sujeta a los avatares de la economía en su conjunto, en el sentido de que las relaciones P/E elevadas se corresponden con economías sólidas. En concreto, la P del numerador no es ajena a factores psicológicos ni la E del denominador a la creatividad de los contables.


    La relación P/E proporciona una mejor medida de la salud financiera de una empresa que la cotización por sí sola, de la misma manera que el IMC, el índice de masa corporal (igual al peso del individuo dividido por el cuadrado de su altura en la unidades apropiadas) constituye una mejor medida de la salud del cuerpo que el peso por sí solo. El IMC también da lugar a otras relaciones, como la relación P/E2 o, en general, la relación P/Ex, cuyo estudio puede provocar en los analistas una disminución de su IMC.

    (El paralelismo entre la dieta y la inversión no es tan descabellado como se puede pensar. Existe una enorme variedad de dietas y estrategias bursátiles y la mayoría de ellas permiten, con cierta disciplina, perder peso u obtener beneficios. Se puede seguir una dieta propia o hacer una inversión sin la ayuda de nadie, o se puede recurrir a un experto en el tema, a quien hay que pagar unos honorarios, pero sin que nos dé ninguna garantía. Que la dieta o la estrategia sea la mejor es otra cuestión, como lo es que tenga sentido la teoría que subyace a la dieta o a la estrategia. ¿Será el resultado de la dieta una pérdida de peso más rápida y continua que si sólo nos atenemos al consejo convencional de hacer más ejercicio y comer menos y de forma más equilibrada? ¿Proporcionará la estrategia bursátil un exceso de beneficios, en cuantía y durante más tiempo que los que proporciona un fondo indicador cualquiera? Por desgracia, las tallas de las cinturas de los norteamericanos han ido creciendo en los últimos años, mientras que sus carteras han ido encogiéndose. Es frecuente establecer comparaciones numéricas entre la economía norteamericana y la economía mundial, pero las comparaciones entre nuestro peso colectivo y el de otros no pasan de ser meras anécdotas. Aunque somos algo menos del 5 por ciento de la población mundial, sospecho que representamos un porcentaje de la biomasa humana del mundo sustancialmente mayor).

    Uno de los refinamientos de la relación P/E puede sernos muy útil. Se llama la relación PEG y es igual a la relación P/E dividida por (100 veces) el ritmo de crecimiento de los beneficios que se espera obtener en un año. Una PEG baja significa en general que el título está subvalorado, puesto que el ritmo de crecimiento de los beneficios es elevado con respecto a la P/E. Las relaciones P/E elevadas se corresponden con un ritmo de crecimiento de la empresa suficientemente rápido. Una empresa de alta tecnología con una P/E de 80 y un crecimiento anual del 40 por ciento tendrá una PEG de 2, lo cual puede parecer prometedor, pero una empresa manufacturera menos tecnificada, con una P/E de 7 y un ritmo de crecimiento de los beneficios del 14 por ciento, tendrá una PEG más atrayente, del 0,5. (También aquí, quedan excluidos los valores negativos).
    Algunos inversores, incluidos Motley Fool y Peter Lynch, recomiendan comprar títulos cuyas PEG sean de 0,5 o menos y vender aquellos que tengan una PEG de 1,5 o más, aunque con algunas excepciones. Como es evidente, no es nada fácil encontrar títulos con unas PEG tan bajas.

    6. Inversión a la contra y la mala suerte de la portada de Sports Illustrated



    Al igual que sucede con el análisis técnico, las verdaderas preguntas siempre son las siguientes: ¿cómo funciona?, ¿se consiguen mejores resultados con las ideas del análisis fundamental que invirtiendo en un fondo indicador de base amplia?, ¿constituyen una excepción a la eficiencia de los mercados los títulos considerados subvalorados por los inversores? (Se puede advertir que el término «subvalorado» choca con la hipótesis del mercado eficiente, según la cual todos los títulos tienen siempre el valor correcto).
    Las pruebas a favor del análisis fundamental son algo más convincentes que aquellas en las que se basa el análisis técnico. La inversión en valor parece estar produciendo unas tasas de rendimiento algo mejores. Diversos estudios sugieren, por ejemplo, que los títulos con relaciones P/E bajas (es decir, subvaloradas) generan más beneficios que los que tienen P/E altas, y que la cantidad de beneficios varía según el tipo y el volumen de la empresa. La noción de riesgo, que se aborda en el capítulo 6, complica el planteamiento.

    La inversión en valor se suele comparar con la inversión en crecimiento, la búsqueda de empresas en rápida expansión con relaciones P/E elevadas. Según algunos de sus defensores, este tipo de inversión genera más beneficios ya que se aprovecha de las reacciones exageradas de los inversores. Los inversores confían demasiado fácilmente en empresas en rápido crecimiento y con grandes campañas publicitarias y subestiman las posibilidades de empresas sólidas, aunque bien conocidas, como las que le gustan a Warren Buffet, por ejemplo Coca-Cola. (Mientras escribo estas líneas advierto que mi despacho está repleto de latas vacías de Coca-Cola Light).

    El interés que suscita la inversión en valor tiene tendencia a ir a la contra, y muchas de las estrategias que se derivan del análisis fundamental así lo reflejan. La estrategia de «los productos perro del índice Dow» aconseja comprar diez títulos del índice Dow Jones industrial (de los 30 que lo componen) cuyas relaciones precio/dividendo, P/D, sean lo más bajas posible. Los dividendos no son beneficios, pero esta estrategia es lo más parecido a comprar los diez títulos con las relaciones P/E más bajas. Según esta idea, como las empresas son organizaciones establecidas, es poco probable que quiebren y, por consiguiente, su mal comportamiento relativo posiblemente no sea más que una indicación de que la empresa está subvalorada por el momento. Esta estrategia, parecida a la defendida por Motley Fool, fue muy popular a finales de los años ochenta y principios de los noventa y generó mayores ganancias que, por ejemplo, el índice S&P 500 de amplia base. Sin embargo, como sucede con todas las estrategias, las elevadas ganancias empezaron a disminuir a medida que más y más gente la utilizaba.
    Una relación que parece tener una mayor vinculación con los réditos elevados que la relación precio/dividendos o la relación precio/beneficios es la relación precio/valor contable, P/B. El denominador, B, es el valor contable por acción de la empresa, es decir, el total de sus activos menos la suma de sus pasivos y activos inmateriales dividido por el número de acciones. La relación P/B varía menos que P/E con el tiempo y tiene la ventaja de que casi siempre es positiva. Se supone que el valor contable de una empresa representa algo básico de ella, pero, como los beneficios, es un número bastante elástico.


    Sin embargo, en un conocido e influyente estudio, los economistas Eugene Fama y Ken French han demostrado que la relación P/B es un instrumento útil para el diagnóstico. Los autores se centraron en el periodo comprendido entre 1963 y 1990 y clasificaron casi todos los títulos bursátiles de la Bolsa de Nueva York y del índice Nasdaq en diez grupos: el 10 por ciento de las empresas con las relaciones P/B más elevadas, el 10 por ciento con las relaciones P/B siguientes, y así sucesivamente hasta el 10 por ciento con las relaciones P/B más bajas. (Estas divisiones se llaman deciles). De nuevo, una estrategia a la contra daba mejores resultados que las tasas de rendimiento. Sin excepción, cualquier decil con relaciones P/B bajas mejoraba los resultados de los deciles con relaciones P/B mayores. El decil con las relaciones P/B menores tenía un rendimiento medio del 21,4 por ciento frente al 8 por ciento del decil con las relaciones P/B más elevadas. Se han obtenido resultados muy parecidos, aunque no tan pronunciados, en otros estudios. Algunos economistas, como James O'Shaughnessy, consideran que un relación precio/ventas, P/S, es un indicador todavía más claro de obtención de buenos beneficios.

    El interés por las relaciones fundamentales de una empresa no es nuevo. Autoridades de las finanzas tan destacadas como Benjamín Graham y David Dodd señalaron, en su obra Security Analysis de 1934, la importancia de unas relaciones P/E y P/B bajas a la hora de seleccionar los títulos que el operador debe comprar. Incluso algunos consideran que precisamente unas relaciones bajas constituyen la definición de «títulos de valor» y unas relaciones altas la de «títulos de crecimiento». Existen otras definiciones más elaboradas, pero hay un acuerdo generalizado para incluir entre los títulos de valor los de las empresas petrolíferas, financieras, de servicios públicos e industriales, mientras que los títulos de crecimiento se refieren a los de empresas de ordenadores, telecomunicaciones, farmacéuticas y de alta tecnología.

    Los mercados bursátiles extranjeros parecen estar proporcionando a los inversores en valor rentabilidades también excesivas. En algunos estudios en los que se clasifican los títulos de un país en cinco categorías en función de los valores de sus relaciones P/E y P/B, por ejemplo, se ha encontrado que las empresas para las que estos valores son bajos generan réditos superiores a las empresas con valores altos. Nuevamente, a lo largo de los años, las acciones subvaloradas y poco apreciadas por el público dan mejores resultados.


    Existen muchos tipos de anomalías a la contra. Richard Thaler y Werner DeBondt analizaron los 35 títulos de la Bolsa de Nueva York que cada año presentaban las tasas de rentabilidad más elevadas y los 35 con las menores tasas durante el largo periodo comprendido entre los años 1930 y 1970. De tres a cinco años más tarde, los títulos con tasas más elevadas daban réditos inferiores, por término medio, a los de la Bolsa de Nueva York, mientras que los títulos con tasas más bajas daban réditos considerablemente superiores, por término medio, a los del índice. Andrew Lo y Craig MacKinlay, ya mencionados anteriormente, llegaron a conclusiones parecidas hace unos años, si bien los resultados eran bastante menos definitivos, tal vez debido a la popularidad creciente y, por tanto, a la efectividad decreciente de las estrategias a la contra.

    Otro resultado en la misma línea se encuentra en el libro de un gurú de la gestión, Tom Peters, titulado In Search of Excellence, en el que atribuía la calificación de «excelente» a una serie de empresas en función de diversas magnitudes y relaciones fundamentales. Unos años después de la publicación de esa obra, Michelle Clayman utilizaba los mismos criterios para hacer una lista de empresas execrables (según mi terminología, no la suya) y comparó las listas. También en este caso había una regresión con respecto a la media y las empresas execrables daban resultados bastante mejores que las calificadas de excelentes cinco años antes.

    Todos estos ejemplos de situaciones a la contra subrayan la importancia psicológica de un fenómeno que he mencionado antes: la regresión con respecto a la media. ¿Ocurre lo mismo en el caso del retroceso de las empresas calificadas de excelentes por Peters, o de las empresas con relaciones P/E y P/B elevadas, que con la mala suerte de la portada de Sports Illustrated?
    Aquellos que no se interesan por los deportes (un campo en el que los números suelen ser más fiables que en los negocios) tal vez no sepan que en la portada de la revista Sports Illustrated de enero de 2002 aparecía un gato negro mirando fijamente al lector, dando a entender que el artículo principal de ese número trataba sobre la mala suerte proverbial de la portada de la revista. Muchos lectores están convencidos de que los temas o las personas que aparecen en la portada no tardan mucho en caer en desgracia. Gran parte del artículo se centraba en las desgracias que se abatían de repente sobre un deportista o un equipo después de aparecer en la portada de la revista.


    En el artículo se explicaba que Kurt Warner, jugador de fútbol americano de los St. Louis Rams, había rechazado una oferta para posar con un gato negro y permitir que su fotografía apareciese en la portada de la revista. Warner juega con el número 13 a la espalda y tal vez considera que la cantidad de mala suerte que se puede admitir tiene un límite. Además, después de honrar a la revista con una de sus fotos en el número de octubre de 2000, Warner se rompió el dedo meñique y tuvo que estar de baja cinco partidos seguidos.

    El número absoluto de casos de actuaciones no tan estelares, o peores aún, después de aparecer en portada de la revista es impresionante, a primera vista. El autor de esta historia sobre la mala suerte, Alexander Wolff, dirigió un equipo de periodistas de investigación que analizaron la mayoría de las 2500 portadas, desde el inicio de la revista en agosto de 1954, con la foto del jugador de béisbol Eddie Mathews de los Milwaukee Braves. Poco después Mathews sufrió una lesión. En octubre de 1982, el equipo de fútbol americano de Penn State seguía sin perder un solo partido y la revista dedicó la portada a uno de sus jugadores más destacados, Todd Blackledge. A la semana siguiente jugó mal contra Alabama y su equipo sufrió una derrota memorable. La mala suerte se abatió asimismo contra el bateador Barry Bonds a finales de mayo de 1993, quien inició una mala racha de juego que hizo bajar su promedio de bateo 40 puntos en dos semanas.

    No es necesario dar más ejemplos; están todos citados en el artículo. En un plano más general, los periodistas de investigación encontraron que en un periodo de dos semanas desde la aparición en la portada de la revista, un tercio de los fotografiados habían sufrido lesiones, bajones u otras desgracias. Existen muchas teorías sobre la mala suerte asociada a la aparición en portada y algunas tienen que ver con la imposibilidad de superar la presión añadida que eso supone.
    Una explicación mucho más convincente consiste en decir que no se necesita explicación alguna. Es exactamente lo que cabe esperar. La gente suele atribuir algún significado a aquellos fenómenos que sólo se rigen por una regresión con respecto a la media, la tendencia matemática de que un valor extremo de una magnitud por lo menos parcialmente dependiente del azar sea seguido por un valor más próximo a la media. Los deportes y los negocios son sin duda actividades en las que interviene el azar y, por tanto, están sujetos a la regresión con respecto a la media. Así ocurre con la genética, hasta cierto punto, y es fácil que unos padres muy altos tengan hijos altos, pero probablemente no tan altos como ellos. La misma tendencia se manifiesta con los padres muy bajos.
    Si yo fuese un jugador profesional de dardos y lanzase una serie de cien dardos sobre una diana (o sobre una lista de empresas en la sección económica de un periódico) durante un torneo y consiguiese acertar sobre el blanco (o sobre un título al alza) hasta, por ejemplo, 83 veces, lo más probable es que la siguiente vez que lanzase cien dardos no conseguiría unos resultados tan buenos. Si, como consecuencia de ese resultado de 83 veces en el blanco, mi foto hubiese aparecido en la portada de una revista (Sports Illustrated o Barron's), probablemente se habría dicho que después había sufrido una desgracia.

    La regresión con respecto a la media aparece por doquier. La segunda versión de un disco compacto no suele ser tan buena como la versión inicial. Lo mismo puede decirse de una novela escrita a continuación de un éxito de ventas, del bajón proverbial de los estudiantes de segundo año, de los resultados relativamente malos de las excelentes empresas de Tom Peters después de unos cuantos años buenos y, posiblemente, de la suerte de Bernie Ebbers de WorldCom, John Rigas de Adelphia, Ken Lay de Enron, Gary Winnick de Global Crossing, Jean-Marie Messier de Vivendi (por citar algún europeo), Joseph Nacchio de Qwest y Dennis Kozlowski de Tyco, todos ellos directores generales de grandes empresas que habían recibido un trato adulatorio antes de sus recientes caídas en desgracia. (Satirewire.com ha bautizado con el nombre de CEOnistas a esos directores generales —CEO: Chief Executive Officer, en inglés— que se esconden de la prensa después de haber vaciado las arcas de sus empresas).
    La regresión tiene también aspectos más positivos. Sugiero que Sports Illustrated considere la posibilidad de publicar en la cubierta posterior de la revista una foto de un jugador conocido que haya tenido un par de meses especialmente malos. Entonces podrían hacer algún artículo sobre el estímulo que eso supondría para los jugadores. Barrons podría hacer lo mismo.


    La posibilidad de que se produzca una regresión con respecto a la media no lo explica todo, como es evidente, pero existen muchos estudios que sugieren que la inversión en valor, normalmente a lo largo de un periodo de tres a cinco años, da lugar a tasas de rendimientos mejores que, por ejemplo, la inversión en crecimiento. Sin embargo, es importante tener presente que la intensidad del efecto varía según el estudio (no debe sorprender que en algunos estudios se considere que ese efecto es nulo o negativo), que los costes de las transacciones pueden contrarrestar parte o la totalidad de dichas tasas y que la competencia con otros inversores provoca una disminución continua de éstas.
    En el capítulo 6 abordaremos la noción de riesgo en general, pero existe un tipo concreto de riesgo que tiene mucho que ver con los títulos de valor. Basándose en el tópico de que un riesgo elevado puede dar lugar a unas ganancias considerables, incluso en un mercado eficiente, algunos autores sostienen que las empresas con buenos resultados suponen un riesgo porque son tan poco llamativas y tan fácilmente pasadas por alto que sus cotizaciones tienen que ser inferiores, ¡para compensar la situación! La utilización de la palabra «riesgo» es un tanto arriesgada en este caso, ya que parece que lo explica todo y no explica nada.

    7. Prácticas contables y los problemas de WorldCom


    Aun cuando la inversión en valor tuviese más sentido que la inversión en fondos indicadores de amplia base (algo que, por cierto, no está demostrado), subsiste un problema importante. Muchos inversores no tienen una idea muy clara acerca de los significados precisos de los denominadores de las relaciones P/E, P/B y P/D y conviene señalar que una utilización carente de sentido crítico de dichas relaciones puede suponer un gasto considerable.


    Es muy fácil que la gente se enrede con los números y el dinero en muchas situaciones de la vida cotidiana. Consideremos la vieja historia de tres personas que asisten a una convención de empresas en un hotel. Alquilan un mostrador por 30 dólares y cuando ya están en él, el encargado de los alquileres se da cuenta de que la tarifa es de 25 dólares y que, por tanto, les ha de devolver 5 dólares. Le entrega los 5 dólares al botones y lo envía a que los devuelva. Al no saber cómo repartir los 5 dólares por igual, el botones decide dar 1 dólar a cada una de las tres personas y quedarse 2 dólares. Más tarde, el botones se da cuenta de que cada una de las tres personas ha pagado 9 dólares (10 dólares menos 1 dólar que ha devuelto). Ahora bien, piensa el botones, si a los 27 dólares pagados (3× 9 = 27) le añadimos los 2 dólares que se ha quedado, la suma es 29 dólares. ¿Qué ha pasado con el dólar que falta?


    Por supuesto, la respuesta es que no falta ningún dólar. Es más fácil darse cuenta de la situación si consideramos que el encargado ha cometido un error más grave aún y que, después de pedirles 30 dólares, comprueba que la tarifa es sólo de 20 dólares y que sobran 10 dólares. Entrega los 10 dólares al botones y éste, al no saber cómo repartirlos por igual, decide dar 3 dólares a cada una de las tres personas y quedarse el dólar restante. Más tarde, el botones calcula que cada persona ha pagado 7 dólares (10 dólares menos 3 dólares). Por tanto, si a los 21 dólares pagados (3 × 7 = 21) se le suma el dólar que se ha quedado el botones, se obtiene 22 dólares, y el botones se pregunta qué ha pasado con los otros 8 dólares. En este caso, la tentación de pensar que por alguna razón la suma ha de ser 30 dólares es menor.

    Si mucha gente queda desconcertada por estas «desapariciones», ¿por qué hemos de creer que pueden comprender todos los pormenores de la contabilidad sobre la que van a planificar la inversión de un dinero que les ha costado mucho (o poco, en algunas ocasiones) ganar? Como ponen de manifiesto los recientes escándalos contables, una buena comprensión de estas nociones no siempre basta para descifrar la salud financiera real de una empresa. Comprender a fondo los documentos contables y entender la relación entre el balance de situación, las declaraciones de tesorería y la cuenta de resultados no está al alcance de todos los inversores. En lugar de ello, han de confiar en los analistas y auditores, pero combinar las opiniones de éstos con las de los asesores de inversiones o los banqueros no es tarea fácil.

    Si una empresa de auditorías que está examinando la contabilidad de una compañía actúa al mismo tiempo como asesora de ésta, puede plantearse un inquietante conflicto de intereses. (Una situación análoga, pero más irritante para mí pues en ella se superaron los límites de la profesionalidad, es la denunciada por el fiscal general de Nueva York Eliot Spitzer. En este ejemplo típico interviene Jack Grubman, que pasa por ser el analista más influyente de empresas de telecomunicaciones como WorldCom y que estaba incestuosamente enredado en las inversiones y las suscripciones de acciones de las empresas que se suponía estaba analizando desapasionadamente).
    El profesor particular de un alumno a quien se paga para que mejore sus resultados no tendría que tener la responsabilidad de calificar los exámenes de dicho alumno. Como tampoco el entrenador personal de un deportista tendría que ser el árbitro de una competición en la que participase dicho deportista. La situación puede no ser exactamente la misma, dado que, como han señalado diversas empresas de contabilidad, en las tareas de auditoría y de consultoría intervienen departamentos distintos. Sin embargo, por lo menos hay una apariencia de falta de honradez y, en ocasiones, algo más que una mera apariencia.

    Estas faltas de honradez se presentan de muy diversas formas. Por lo menos las estratagemas y orientaciones equívocas en el ámbito contable de la empresa Enron en lo referente a sus operaciones en paraísos fiscales y sus empresas asociadas eran más sutiles y casi elegantes. Por el contrario, la actuación de WorldCom era tan simple y burda que la aparente ceguera de Arthur Andersen nos dejó a todos anonadados. Los auditores de Andersen consiguieron no darse cuenta de que WorldCom había afectado unos gastos de los directivos por valor de 3.800 millones de dólares a la partida de inversiones de capital. Dado que los gastos se deducen de los beneficios a medida que se producen, mientras que las inversiones de capital se distribuyen a lo largo de varios años, este «error» contable le permitió a WorldCom presentar informes anuales con beneficios y sin pérdidas durante por lo menos dos años, tal vez más. Después de esta revelación, los investigadores descubrieron que los beneficios estaban hinchados en otros 3.300 millones de dólares gracias a una combinación de la misma estratagema y una recalificación de antiguos gastos exagerados (impagados y otras cantidades análogas) en forma de beneficios a medida que se presentaba la necesidad, generando así un enorme fondo para sobornos. Finalmente (¿casi finalmente?), en noviembre de 2002, la autoridad bursátil denunció a WorldCom por haber hinchado sus beneficios en otros 2.000 millones de dólares, de suerte que las declaraciones financieras falsas ascendieron a más de 9.000 millones de dólares. (Esta cantidad puede compararse con muchas otras; por ejemplo, es más del doble del producto interior bruto de Somalia).


    El fraude contable de WorldCom empezó a salir a la luz en junio de 2002, mucho después de que yo hubiese invertido mucho dinero en esa empresa y hubiese asistido pasivamente a la caída de su cotización hasta los suelos. Bernie Ebbers y compañía no habían hecho desaparecer 1 dólar, como en la historieta anterior, sino que habían presidido la desaparición de aproximadamente 190.000 millones de dólares, el valor de la capitalización bursátil de WorldCom en 1999 (3.000 millones de acciones a 64 dólares la acción). Por ésta y muchas otras razones, se podría afirmar que la expansión financiera de billones de dólares de los años noventa y la depresión de magnitud análoga de los primeros años de nuestro siglo fue inducida por las telecomunicaciones. (Ante estas cifras astronómicas conviene recordar las leyes fundamentales de la estimación financiera: un billón de dólares más o menos una docena de miles de millones de dólares sigue siendo un billón de dólares, al igual que mil millones de dólares más o menos una docena de millones de dólares siguen siendo mil millones de dólares).

    Fui una víctima, es cierto, pero siento decir que el responsable principal no fue la dirección de WorldCom, sino yo mismo. Fue temerario invertir tanto dinero en un mismo título, prescindir de las órdenes de pérdida limitada y de las opciones de venta de seguros e invertir en compras «al margen» (las opciones de venta y las compras «al margen» serán objeto de estudio en el capítulo 6). En cualquier caso, esa actuación no se basaba en los elementos fundamentales de la empresa, los cuales se hubieran podido percibir pese a la pantalla de humo del sistema de contabilidad utilizado.
    La primera indicación de que algo no funcionaba fue el excesivo tamaño del sector de las telecomunicaciones. Diversos comentaristas habían señalado que el sector se estaba comportando en la última década de forma parecida a la industria del ferrocarril antes de la guerra civil norteamericana. La conquista del Oeste, los incentivos facilitados por el gobierno y la nueva tecnología llevaron a esa industria a tender miles de kilómetros innecesarios de vías. Las empresas solicitaron muchos créditos y cada una de ellas intentó desempeñar un papel dominante, sus ingresos no conseguían seguir el ritmo de la deuda creciente y el hundimiento resultante dio lugar a la depresión económica de 1873.

    Basta sustituir las vías por los cables de fibra óptica, la conquista del Oeste por la conquista de los mercados globales, la red intercontinental de ferrocarriles por Internet y los incentivos facilitados por el gobierno por los incentivos facilitados por el gobierno. Se tendieron millones de kilómetros de cables de fibra óptica que no han servido para nada, pero que han costado miles de millones de dólares. El objetivo era hacerse con una demanda incipiente que aspirase a comprar música y animales de compañía a través de Internet. En pocas palabras, aumentaron las deudas, se intensificó la competencia, disminuyeron los beneficios y apareció la amenaza de la bancarrota. Por fortuna no hemos llegado a la depresión, por lo menos hasta la fecha.


    Si echamos una mirada retrospectiva, es evidente que la situación era insostenible y que los trucos y los engaños en la contabilidad de WorldCom (así como los de otras empresas como Global Crossing) no era sino una forma de guardar las apariencias de lo que poco después iba a salir a la luz: esas empresas estaban perdiendo mucho dinero. Sin embargo, cualquiera puede hacerse perdonar por no haber sido capaz de detectar un problema de exceso de capacidad o por no haberse dado cuenta de las exageraciones de una contabilidad fraudulenta. (Mucho menos inocente, si me permiten flagelarme de nuevo, fueron mis prácticas inversoras sin sentido, de las que los responsables no fueron ni los directivos ni los contables de WorldCom). Tengo la sospecha de que el origen real de los temores y la consternación de la gente se encuentra más en la permanente desorientación del mercado bursátil que en la falta de honradez de la contabilidad de las empresas, de forma que el interés por las distintas reformas contables que se propusieron y promulgaron rivalizaba con la intensa fascinación que siente el público por las ecuaciones en derivadas parciales o la hipótesis del continuo de Cantor.

    Las reformas tienen un alcance limitado. Los contables disponen de un número ilimitado de formas de disimular los hechos, muchas de ellas totalmente legítimas, lo cual pone de manifiesto una problemática que presenta la contabilidad como profesión. La precisión y la objetividad de la teneduría de libros convive, no sin dificultades, con la vaguedad y la subjetividad de muchas de sus prácticas. Los contables toman a diario decisiones que son susceptibles de interpretaciones distintas, ya sea sobre la forma de evaluar el control de existencias, las cargas de las pensiones y la asistencia sanitaria, la cuantificación de la clientela, el coste de las garantías o la clasificación de los gastos, pero, una vez tomadas, esas decisiones se traducen en números exactos hasta el céntimo, que parecen estar al margen de cualquier interpretación.

    Esta situación se parece a la que se presenta en algunos problemas de matemática aplicada en los que siempre puede criticarse el grado de adecuación de un modelo matemático. ¿Es ése el modelo más adecuado para esa situación? ¿Quedan justificadas todas las hipótesis? Sin embargo, una vez establecidas las hipótesis y elegido el modelo, tanto los números como la claridad expositiva resultantes presentan un atractivo irresistible. Hace doscientos años, respondiendo a este atractivo, el poeta alemán Goethe describió la contabilidad con entusiasmo: «La doble contabilidad es uno de los descubrimientos más bellos del espíritu humano».
    Puede resultar desastroso, tanto en contabilidad como en matemáticas, centrarse exclusivamente en la teneduría de libros y en los resultados numéricos sin analizar la legitimidad de las hipótesis establecidas. Conviene recordar aquí la historia de esa tribu de cazadores de osos que se extinguieron cuando se convirtieron en expertos en los complejos cálculos del análisis vectorial. Antes de toparse con las matemáticas, esos cazadores mataban con arcos y flechas todos los osos que necesitaban para alimentarse. Después de conocer las sutilezas del análisis vectorial, se murieron de hambre. Cuando localizaban un oso hacia el noreste, por ejemplo, disparaban dos flechas, como sugiere el análisis vectorial, una hacia el norte y otra hacia el este.


    Más importante incluso que la adecuación de los modelos y las reglas de contabilidad es la transparencia de estas prácticas. Tiene sentido, por ejemplo, que las empresas contabilicen como gastos las opciones sobre acciones atribuidas a los directivos y otros empleados. Muy pocas empresas lo hacen y, siempre y cuando todo el mundo lo sepa, el posible daño no es tanto como podría ser. Todo el mundo conoce la situación y puede adaptarse a ella.

    Si las prácticas contables son transparentes, entonces un auditor externo, independiente y fiable puede, si es necesario, emitir un juicio análogo a la advertencia efectuada por la matriarca independiente y honesta que encontramos en el capítulo primero. Al convertir una pequeña dosis de información en «conocimiento compartido», un auditor (o la autoridad bursátil) puede poner sobre aviso al público sobre cualquier infracción contable y desencadenar la búsqueda de algún elemento corrector. Si el auditor no es independiente o no es fiable (como sucedió con Harvey Pitt, que fue el responsable de la autoridad bursátil), entonces no es sino un actor más de ese asunto y las infracciones, aunque tal vez sean ampliamente conocidas, no estarán al alcance de todo el mundo (todos saben que todos los demás saben que todos lo saben y así sucesivamente) y no se buscará ninguna solución. Es como los secretos de familia, con la diferencia de que en éstos se tiene alguna esperanza de que dejen de serlo cuando se conviertan en «conocimiento compartido» y no sólo «conocimiento común». Los secretos de familia y los «secretos» de empresa (como las asignaciones erróneas de los gastos en el caso de WorldCom) suelen ser conocidos por muchos, pero nadie habla de ellos. La transparencia, la confianza, la independencia y la autoridad son elementos necesarios para que funcione el sistema de contabilidad. Existe una gran demanda de ese tipo de elementos, pero a veces poca oferta.

    Capítulo 6
    Opciones, riesgo y volatilidad
    Contenido:
    1. Opciones y la llamada de la selva
    2. El señuelo del apalancamiento financiero ilegal
    3. Ventas al descubierto, compras al margen y economía doméstica
    4. ¿Son tan condenables la contratación con información privilegiada y la manipulación de las acciones?
    5. La esperanza matemática y no el valor esperado
    6. ¿Qué es lo normal? Desde luego, no seis veces sigma

    Consideremos un físico matemático bastante desagradable que cada tarde frecuenta el mismo bar, se sienta en el mismo sitio y parece estar hablando a una silla vacía a su lado, como si hubiese alguien. El camarero es consciente de la situación y el día de San Valentín, cuando el físico parece especialmente absorto en la conversación, le pregunta por qué está hablando al vacío. El físico, en tono de burla, le echa en cara que no sepa nada de mecánica cuántica. «No existe el vacío. Las partículas virtuales entran y salen de la realidad y existe una probabilidad no nula de que se materialice una mujer guapa y, cuando eso ocurra, quiero estar aquí para pedirle una cita». El camarero se queda desconcertado y le pregunta por qué no se lo pide a alguna mujer real de las que están en el bar. «Nunca se sabe. Tal vez alguna acepte». El físico le responde con desprecio: «¿Sabe usted hasta qué punto es improbable que esto suceda?».
    La capacidad de calcular probabilidades, especialmente cuando son muy pequeñas, resulta esencial cuando se trata de opciones sobre acciones. En breve me referiré al lenguaje de las opciones de venta y de compra, y veremos por qué las opciones de compra de WCOM a 15 dólares en enero de 2003 tenían la misma probabilidad de convertirse en dinero como Britney Spears de materializarse de repente ante el físico desagradable.

    1. Opciones y la llamada de la selva

    En el siguiente experimento mental, dos personas (o la misma persona en universos paralelos) tienen básicamente las mismas vidas hasta que cada una inicia una actividad importante. Ambas actividades son igualmente válidas y tienen la misma probabilidad de llegar a buen término, pero una de ellas proporciona resultados deseables para X, su familia y sus amigos, mientras que la otra acaba siendo un desastre para Y, su familia y sus amigos. En principio, las decisiones tanto de X como de Y deberían tener evaluaciones comparables, pero en general no es así. Por muy injustificado que parezca, el juicio que se emitirá sobre X será positivo y el de Y, negativo. Digo esto, entre otras cosas, porque me gustaría exonerarme de mi comportamiento en el terreno de la inversión bursátil y reclamar para mí la posición impecable de Y, pero no es el caso.

    A finales de enero de 2002, WCOM había caído en picado hasta los 10 dólares por acción y no sólo me sentía desalentado sino culpable de perder tanto dinero. La pérdida de dinero en las operaciones bursátiles sólo induce culpabilidad en aquellos que lo han perdido, hayan hecho o no algo de lo que deban sentirse culpables. Con independencia de los puntos de vista sobre el carácter aleatorio del mercado bursátil, está fuera de toda duda que el azar desempeña un papel de primer orden y, por consiguiente, no tiene sentido sentirse culpable por haber esperado cara cuando el resultado ha sido cruz. Si hubiese hecho eso, podría pensar que soy el señor Y: no habría sido culpa mía. Por desgracia, como ya he dicho, tiene sentido sentirse culpable por apostar imprudentemente a un título concreto (o a las opciones sobre él).

    En el mundo de la Bolsa suele decirse que los operadores que «explotan» (es decir, pierden una fortuna) se convierten en «fantasmas», figuras espectrales y vacías. En los últimos tiempos he desarrollado más empatía por los fantasmas de la que me hubiese gustado tener. A menudo esta situación se logra después de tomar riesgos innecesarios, riesgos que se podría y debería haber derivado hacia otro lado. Tal vez una de las formas poco intuitivas de reducir los riesgos consiste en comprar y vender opciones sobre acciones.


    Mucha gente cree que las opciones sobre acciones son como las máquinas tragaperras, las ruedas de la ruleta o cualquier otro juego basado en el puro azar. Otros consideran que son incentivos desmesuradamente grandes para seguir vinculado a una empresa o también recompensas por trabajar con una empresa pública. No voy a discutir esas interpretaciones, pero por lo general una opción se parece más a una vieja y aburrida póliza de seguros. De la misma manera que se compra una póliza de seguros ante la eventualidad de que se estropee la lavadora, a menudo se compra una opción ante la eventualidad de que se hunda un título. Reducen el riesgo, que es la bestia negra en todo esto, evitan las pesadillas y otros males, y constituyen el tema de este capítulo.

    La mejor manera de explicar cómo funcionan las opciones sobre acciones es dar unos cuantos ejemplos. (La manera de hacer un mal uso de ellas se explica en el capítulo siguiente). Supongamos que tenemos 1.000 acciones de AOL (dejaremos, de momento, descansar a WCOM), que se venden a 20 dólares la acción. Aunque estamos convencidos de que su cotización aumentará a largo plazo, imaginamos que disminuirá considerablemente en los próximos seis meses. Nos podemos asegurar ante esa eventualidad adquiriendo 1.000 opciones de venta a un precio adecuado. Con eso tendremos el derecho de vender las 1000 acciones de AOL a 17,50 dólares, por ejemplo, en los próximos seis meses. Si la cotización aumenta o disminuye más de esos 2,50 dólares, las opciones de venta dejarán de tener valor en esos seis meses (de la misma manera que la garantía de la lavadora deja de tener valor cuando vence, si no ha tenido ningún incidente entretanto). El derecho a vender las acciones a 17,50 dólares no es muy atractivo si la cotización de la acción es más elevada. Sin embargo, si ésta disminuye hasta 10 dólares, por ejemplo, en ese periodo de seis meses, entonces el derecho de vender acciones a 17,50 dólares vale 7,50 dólares por acción. Comprar opciones de venta es una protección frente a una caída en picado de la cotización del título en cuestión.
    Cuando escribía estas líneas, unos pocos días después de que WCOM bajase hasta 10 dólares, la cotización se situó por debajo de los 8 dólares. En ese momento hubiese deseado haber comprado un cargamento de opciones de venta meses antes, cuando todavía era posible.

    Además de las opciones de venta están las «opciones de compra». Al adquirirlas estamos adquiriendo el derecho a comprar una acción a un precio determinado dentro de un periodo de tiempo específico. Resulta tentador comprar acciones cuando se tiene el convencimiento de que un título, como podía ser entonces Intel (que designaremos por las siglas INTC) que se vendía a 25 dólares, va a aumentar sustancialmente durante el año siguiente. Tal vez uno no es capaz de comprar muchas acciones de INTC, pero sí de comprar opciones de compra a 30 dólares, por ejemplo, a lo largo del siguiente año. Si la cotización baja o sube menos de 5 dólares durante el siguiente año, la opción de compra carece de valor, pero si la cotización se sitúa, por ejemplo, a 40 dólares en ese año, cada opción de compra supondrá una ganancia de por lo menos 10 dólares. Comprar opciones de compra es una apuesta por una subida considerable de la cotización de un título. Es también una garantía de que uno no se queda al margen cuando un título que es demasiado caro para poderlo comprar de entrada empieza a despegar. (Los valores de 17,50 dólares y 30 dólares correspondientes a AOL e INTCen los ejemplos mencionados anteriormente se llaman «precios de ejercicio» de las opciones respectivas y son las cotizaciones que determinan el punto a partir del cual los títulos tienen un valor intrínseco y se puede transformar en dinero).


    Uno de los aspectos más atrayentes de comprar opciones de venta y de compra es que las posibles pérdidas quedan limitadas por la cantidad pagada por dichas opciones, pero los posibles beneficios son ilimitados en el caso de las opciones de compra y muy sustanciales en el caso de las opciones de venta. Esos enormes beneficios potenciales sean posiblemente la razón de que las opciones provoquen unas fantasías igualmente enormes y muchos inversores se hagan razonamientos del siguiente tipo: «La opción de INTC con un precio de ejercicio de 30 dólares me cuesta alrededor de un dólar y, si la cotización sube hasta 45 dólares en el próximo año, habré multiplicado mi inversión por 15. Si sube hasta 65 dólares, la habré multiplicado por 35». El atractivo que todo esto ejerce sobre los especuladores no es muy distinto del que provoca la lotería.

    Aunque he repetido en diversas ocasiones aquella ocurrencia de Voltaire según la cual las loterías son una tasa pagada a la estupidez (o, por lo menos, a la ausencia de unos conocimientos matemáticos mínimos), he de confesar que compré efectivamente un cargamento de opciones de compra de WCOM hoy sin valor alguno. De hecho, en los dos años que duró mi relación con el mercado de valores, compré muchos miles de opciones de compra de WCOM para enero de 2003 a un precio de 15 dólares. Pensé que los problemas de la empresa eran pasajeros y que en enero de 2003 su situación, y de paso la mía, se habrían enderezado. Si lo desean pueden llamarme «físico desagradable», como en el ejemplo anterior.

    Evidentemente, existe un mercado de opciones de venta y de compra, lo cual significa que la gente las vende y las compra. Como es de esperar, los pagos finales se invierten en el caso de los vendedores de opciones. Cuando un operador vende opciones de compra de INTC a un precio de ejercicio de 30 dólares que vence dentro de un año, se embolsa las ganancias de la venta de opciones y no ha de pagar nada si la cotización no supera los 30 dólares. Sin embargo, si ésta supera, por ejemplo, los 35 dólares, el vendedor ha de proporcionar al comprador acciones de INTC a 30 dólares. Por tanto, vender opciones de compra es una apuesta a favor de una caída de la cotización del título o una subida muy moderada en un periodo de tiempo fijo. De igual forma, vender opciones de venta es una apuesta a favor de una subida de la cotización del título o de una caída muy moderada.
    Una estrategia de inversión muy frecuente consiste en comprar acciones de un título y, al mismo tiempo, vender opciones de compra de ese título. Por ejemplo, alguien compra algunas acciones de INTC a 25 dólares la acción y vende opciones de compra a seis meses a un precio de ejercicio de 30 dólares. Si en ese tiempo la cotización no supera los 30 dólares, el operador se embolsa las ganancias de la venta de las opciones, pero si la cotización se sitúa por encima de los 30 dólares, el operador puede vender sus acciones al comprador de las opciones, limitando así el riesgo considerable que comporta vender las opciones. La venta de estas opciones «cubiertas» (llamadas así porque están respaldadas por las acciones del operador, y éste no ha de comprarlas a un precio elevado para satisfacer al comprador de las opciones) es una de las muchas protecciones que suelen utilizar los inversores para hacer que sus réditos sean lo más elevados posible y reducir el riesgo al mínimo.
    En general, se pueden comprar y vender acciones y combinar opciones de compra y de venta a distintos precios de ejercicio y distintas fechas de vencimiento y crear así una gran variedad de resultados posibles. Estas combinaciones tienen nombres curiosos, como «riesgo compensado», «posición mixta», «cóndor» y «mariposa», pero con independencia de sus extraños nombres o de los animales que representen, cuestan dinero, como ocurre con cualquier póliza de seguros. Una pregunta siempre difícil en el mundo de las finanzas es la siguiente: «¿Cómo hay que invertir en un título, comprando o vendiendo?». En el seguro de una vivienda, algunos de los elementos determinantes de la póliza son la valoración de su contenido y el tiempo que dura la póliza. En el caso de un título, además de estas consideraciones, hay que contar con las relativas a los vaivenes de las cotizaciones.
    Aun cuando la práctica y la teoría de los seguros tienen una larga historia (la empresa Lloyd's de Londres se remonta a finales del siglo XVII), hasta 1973 no se encontró una forma racional de asignar costes a las opciones. En ese año Fischer Black y Myron Scholes publicaron una fórmula que, a pesar de sus múltiples refinamientos posteriores, sigue siendo el instrumento básico de evaluación de cualquier tipo de opciones. Por este trabajo fueron galardonados, junto a Robert Merton, con el Premio Nobel de Economía en 1997.


    Louis Bachelier, ya mencionado en el capítulo 4, también encontró una fórmula para las opciones hace más de cien años. Su fórmula guardaba relación con su famosa tesis de doctorado de 1900 en la que contemplaba por primera vez el mercado de valores como un proceso sometido al azar en el que las subidas y caídas de las acciones seguían una distribución normal. Su trabajo, para el que utilizó la teoría matemática del movimiento browniano, se anticipó mucho a su tiempo y, por consiguiente, no se le prestó gran atención. Su fórmula constituía una novedad, pero era engañosa. (Una de las razones es que Bachelier no tuvo en cuenta el efecto de composición de los rendimientos de los valores y, con el tiempo, el resultado era una distribución logarítmica normal, pero no una distribución normal).

    La fórmula de las opciones debida a Black y Scholes depende de cinco parámetros: la cotización actual del título, el periodo de tiempo hasta la fecha de vencimiento, el tipo de interés, el precio de ejercicio del título y la volatilidad de éste. Sin entrar en detalles sobre la fórmula, puede decirse que algunas de las relaciones entre los parámetros no son más que la expresión del sentido común. Por ejemplo, una opción de compra que vence dentro de dos años forzosamente ha de ser más cara que una que vence dentro de tres meses, ya que en el primer caso se dispone de más tiempo para que se supere el precio de ejercicio. De igual forma, una opción de compra con un precio de ejercicio superior en uno o dos puntos a la cotización actual del título será más cara que una opción cinco puntos por encima de la cotización. Y aquellas opciones de un título cuya volatilidad es alta costarán más que las opciones de títulos que no experimentan prácticamente ninguna variación (de la misma manera que un hombre bajo subido a un palo con un resorte es capaz de saltar más que un hombre alto que no sabe saltar). Algo menos intuitivo resulta el hecho de que el coste de una opción de compra también aumenta con el tipo de interés, siempre y cuando no varíen los demás parámetros.
    Existen muchos libros y sitios de Internet que explican la fórmula de Black-Scholes, pero tanto ésta como sus variantes son más utilizadas por los operadores profesionales de Bolsa que por los apostantes, que prefieren basarse en intuiciones o en el sentido común. Al considerar las opciones como puras apuestas, los apostantes suelen interesarse tanto en la fijación precisa de los precios como los habituales de los casinos se interesan en la tasa de rendimiento de las máquinas tragaperras.

    2. El señuelo del apalancamiento financiero ilegal

    A causa del posible apalancamiento con la compra y venta de opciones, o de su mera posesión, éstas atraen a mucha gente que no se contenta con jugar a las máquinas tragaperras y desean intervenir en el proceso. Entre esa gente se cuentan los directores generales y los ejecutivos de muchas empresas que se llevan los beneficios en cantidades enormes cuando consiguen aumentar de algún modo la cotización de sus empresas (con trucos, trampas y a veces manipulando la contabilidad). Incluso si ese aumento de cotización es pasajero, las opciones de compra que se revalorizan repentinamente pueden traducirse en decenas de millones de dólares. Es una versión de lujo del proceso que hemos llamado «hinchar y deshinchar», bastante frecuente en los fraudes empresariales de los últimos tiempos.

    (Estos fraudes podrían constituir el argumento de una novela interesante. En televisión pueden verse a veces programas en los que se hace conversar imaginariamente a diversas figuras históricas. Hemos visto, por ejemplo, a Leonardo da Vinci, Thomas Edison y Benjamín Franklin discutir sobre la innovación. A veces se añade un contemporáneo o se le presenta junto a un ilustre precursor, como en el caso de Karl Popper y David Hume, Stephen Hawking e Isaac Newton, o Henry Kissinger y Maquiavelo. Me he preguntado a menudo con quién asociaría yo a uno de estos famosos directores generales, inversores o analistas de nuestros días. Existen bastantes libros sobre la pretendida influencia de Platón, Aristóteles u otros sabios en la práctica empresarial contemporánea, pero la conversación que me parece más interesante es la que podrían mantener un chanchullero actual con algún reconocido tramposo del pasado, como Dennis Kozlowski y P. T. Bamum, o Kenneth Lay y Harry Houdini, o incluso Bemie Ebbers y Elmer Gantry).
    El apalancamiento de opciones también se produce en sentido contrario y constituye una versión distinta del proceso que hemos llamado «vender al descubierto y distorsionar». Un ejemplo especialmente abominable podría haber sido el que se produjo en relación con el hundimiento del World Trade Center. Poco después del 11 de septiembre de 2001 circularon algunos informes según los cuales miembros de Al Qaeda en Europa habían comprado millones de dólares de opciones de venta en diversas Bolsas a comienzos de mes. Se decía que creían que los ataques inminentes provocarían el hundimiento de las Bolsas y el consiguiente aumento meteórico del valor de sus opciones. Pueden haberlo conseguido, pero el secreto bancario en Suiza y en otros lugares del mundo nos impide saberlo con certeza.


    Algo mucho más habitual es el hecho de comprar opciones de un título e intentar que su precio baje. Los métodos utilizados son menos indiscriminadamente asesinos que en el caso anterior. Un amigo mío que trabaja de agente de Bolsa me ha comentado algunas veces su fantasía de escribir una novela de misterio en la que los especuladores compran opciones de venta de una compañía en la que el presidente del consejo de administración es de vital importancia para el éxito de la compañía. Los especuladores imaginarios se afanan por desacreditar, hostigar y, finalmente, matar al presidente para poder recoger los beneficios de unas opciones susceptibles de mejorar enseguida su valor. En el grupo de discusión de WorldCom, sede de los rumores más inverosímiles y sin fundamento, se habló en una ocasión de la posibilidad de que la dirección de WorldCom hubiese sido chantajeada, para forzarla a actuar de forma fraudulenta si no deseaba que se desvelase algún secreto inconfesable. La hipótesis consistía en que los chantajistas había comprado opciones de WCOM.

    Son frecuentes las situaciones complejas, pero la lógica que rige las opciones sobre acciones es la misma que se encuentra en la asignación de los precios de los derivados financieros. Éstos no tienen nada que ver con las derivadas que se utilizan en el análisis de funciones; se trata de instrumentos financieros cuyo valor viene dado por algún activo, ya sea acciones de una empresa, productos como el algodón, las chuletas de cerdo o el gas natural, o cualquier otra cosa cuyo valor varíe significativamente con el tiempo. Todos están sujetos a la misma tentación de modificar, afectar o manipular directamente las condiciones, y las oportunidades de hacerlo son tan variadas que podrían dar lugar a muchas novelas de misterio de argumento financiero.

    El apalancamiento asociado a las operaciones con opciones o derivados nos recuerda una cita clásica atribuida a Arquímedes. Según él, con un punto de apoyo, una palanca lo suficientemente larga y un lugar sobre el que colocarlos, podía mover la Tierra. Los sueños de cambiar el mundo creados por nombres tan sugerentes como WorldCom, Global Crossing, Quantum Group (el grupo de empresas de George Soros, nada ajeno a la especulación financiera) y otros pueden haber tenido un alcance similar. El bagaje metafórico de las palancas y las opciones habla por sí mismo.
    Existen muchas otras situaciones ajenas al mundo de las finanzas en las que se dan planteamientos similares al de compra, venta y manipulación de opciones. Por ejemplo, la práctica de sufragar los gastos médicos de los pacientes aquejados de sida a cambio de convertirse en beneficiario de sus pólizas de seguros ha desaparecido ya, debido al incremento de la esperanza de vida de los enfermos de sida. Sin embargo, si las partes hubiesen modificado el acuerdo imponiéndole un plazo, entonces se podría hablar de una venta normal de opciones. El «comprador de la opción» pagaría cierta cantidad de dinero al paciente, el vendedor de la opción, quien haría al comprador beneficiario por un periodo previamente acordado. Si el paciente no fallece en ese lapso de tiempo, vence la opción. ¿Otro argumento para una novela de misterio?

    Otras situaciones menos macabras de compra, venta y manipulación de opciones desempeñan un papel importante en la vida diaria, desde los ámbitos de la educación y la planificación familiar al de la política. Las opciones políticas, más conocidas por «donaciones a las campañas» de candidatos relativamente desconocidos, en general dejan de tener valor cuando el candidato pierde la elección. Sin embargo, si es elegido, la «opción de compra» se transforma en algo muy valioso y permite a quien haya efectuado la donación tener acceso al político. En principio, este sistema no representa ningún problema, pero la manipulación directa de las condiciones que puedan hacer aumentar el valor de la opción política se suele englobar dentro de lo que se llama «jugadas sucias».
    Por muchos excesos a que puedan dar lugar las opciones, en general son instrumentos útiles que permiten a los operadores en Bolsa prudentes y a los apostantes más temerarios constituir un mercado mutuamente ventajoso. Pero cuando los poseedores de opciones intentan modificar directamente el valor de las opciones, entonces el señuelo del apalancamiento financiero se puede convertir en delito.

    3. Ventas al descubierto, compras al margen y economía doméstica



    En Wall Street es fácil oír la siguiente frase: «Aquel que vende algo que no tiene, tiene que comprarlo o ir a la cárcel». Es una clara referencia a las «ventas al descubierto», es decir, la venta de unas acciones de las cuales el vendedor no dispone, con la esperanza de que bajará la cotización y podrá comprarlas más adelante a mejor precio. Es una práctica muy arriesgada, pues la cotización puede subir de golpe mientras tanto y, sin embargo, muchos operadores fruncen el ceño ante esta práctica por una razón muy distinta. Consideran hostil o antisocial apostar a favor de la caída de un título. Se puede apostar a que un caballo determinado gane una carrera, pero no a que un caballo se rompa una pata. Un simple ejemplo bastará para mostrar que el mecanismo de las ventas al descubierto puede constituir una corrección necesaria en un mercado a veces excesivamente optimista.

    Supongamos que un grupo de inversores manifiesta actitudes muy diversas con respecto a un título de la empresa X, que pueden ir desde una actitud muy bajista, a la que asignaremos el número 1, pasando por actitudes neutras (5 o 6), hasta una actitud muy alcista, que representaremos por el número 10. En general, ¿quién compra el título? Normalmente lo harán aquellos cuyas evaluaciones se sitúen entre 7 y 10. Supongamos que su evaluación media sea 8 o 9. Pero si los inversores situados entre 1 y 4, que albergan bastantes dudas acerca de ese título, tuvieran la misma predisposición a vender al descubierto el título como la tienen de comprar los inversores en el intervalo entre 7 y 10, entonces la evaluación media sería mucho más realista y se situaría entre 5 y 6.
    Otra manera positiva de considerar las ventas al descubierto consiste en contemplarlas como un mecanismo para doblar el número de informaciones privilegiadas que existen sobre un título. Las informaciones privilegiadas sobre los malos títulos son tan buenas como aquellas sobre los buenos títulos, siempre que estemos dispuestos a creerlas. A veces las ventas al descubierto se denominan «ventas al margen», en referencia a las «compras al margen», que consisten en comprar títulos con dinero prestado por el agente de Bolsa.

    Para ilustrar esa situación, supongamos que disponemos de 5000 acciones de WCOM y que se están vendiendo a 20 dólares la acción (¡en aquellos buenos tiempos!). Esta inversión en WCOM asciende a 100.000 dólares, un dinero que se puede pedir prestado al agente de Bolsa y, si tenemos una actitud muy alcista con respecto a WCOM, y algo imprudente, podemos utilizarlo para comprar al margen otras 5.000 acciones, de forma que el valor de mercado total de las acciones de WCOM sea de 200.000 dólares (20 × 10.000 acciones). Los reglamentos federales estipulan que la cantidad adeudada al agente de Bolsa no puede superar el 50 por ciento del valor de mercado total de las acciones. (Los porcentajes varían en función de los agentes, los títulos y el tipo de cuenta). No se plantea ningún problema si la cotización de WCOM asciende a 25 dólares por acción, pues los 100.000 que debemos al agente sólo constituyen el 40 por ciento del valor de mercado total de las acciones, que es de 250.000 dólares (25 × 10.000 acciones). Veamos qué pasa, en cambio, si la cotización disminuye hasta 15 dólares por acción. Los 100.000 dólares que debemos al agente representan ahora el 67 por ciento de 150.000 dólares (15 × 10.000 acciones) y recibiremos inmediatamente una demanda de cobertura suplementaria para que depositemos en nuestra cuenta el dinero suficiente (25.000 dólares) para que el margen no supere el 50 por ciento estipulado por ley. Si la cotización sigue bajando, seguiremos recibiendo otras demandas de cobertura suplementarias.


    Me da vergüenza confesar que mi devoción a WCOM (otras personas seguramente utilizarán términos más duros) me llevó a hacer compras al margen y a tener que atender las demandas de cobertura suplementarias mientras se producía la lenta e inexorable caída de ese título. Puedo afirmar que cuando recibía una demanda de cobertura suplementaria (normalmente se trata de una simple llamada telefónica) quedaba desconcertado y confrontado a una dura decisión: vender las acciones y permanecer al margen de este juego o encontrar rápidamente algún dinero para seguir jugando.

    Mi primera demanda de cobertura suplementaria de WCOM es muy ilustrativa. Aunque la cantidad era reducida, me sentía más inclinado a vender algunas de las acciones en lugar de depositar más dinero en mi cuenta. Por desgracia (volviendo la vista atrás), necesitaba rápidamente un libro y me fui a buscarlo a una gran librería del centro de Filadelfia. Ojeando los libros, me fijé en el título de uno de ellos, No deje de jugar, y me di cuenta de que era eso lo que quería hacer. Además, se daba la circunstancia de que tenía un cheque en mi bolsillo.

    Estaba con mi esposa y, aunque ella sabía que invertía en WCOM, por entonces desconocía el volumen de las operaciones y el hecho de que estuviese comprando al margen. (Acepto sin reservas que mis prácticas financieras no eran muy transparentes y lo más probable es que no hubiesen sido aprobadas por ninguna comisión de economía doméstica, por lo que me declaro culpable de haber decepcionado a mi esposa). El caso es que ingresé el dinero y seguí liado con WCOM. En algunos momentos fue emocionante, pero en la mayoría de los casos me producía ansiedad y, desde luego, ningún placer, por no mencionar lo que me costó desde un punto de vista económico.
    De algún modo me reconfortaba la idea de que mis compras al margen se diferenciaban bastante de las de Bernie Ebbers, de WorldCom, que había pedido prestados 400 millones de dólares para comprar acciones de WCOM. (Recientemente, las investigaciones llevadas a cabo sitúan esta cifra en casi mil millones de dólares, de los que una parte sirvieron para asuntos personales, sin relación con WorldCom. En cambio, Ken Ley, de Enron, sólo pidió prestados entre 10 y 20 millones de dólares). Cuando dejó de poder hacer frente a las demandas de cobertura suplementarias, el consejo de administración le propuso un préstamo a muy bajo interés, que se convirtió en un factor que provocó todavía más inquietud en los inversores, liquidaciones masivas y, en mi caso, más visitas al banco para hacer depósitos en mi cuenta.

    En términos relativos es poca la gente que vende al descubierto o compra al margen, pero la práctica es muy habitual en los fondos de inversión de alto riesgo, es decir, las carteras privadas y poco reglamentadas que gestionan operadores en Bolsa capaces de utilizar cualquier instrumento financiero imaginable. Pueden vender al descubierto, comprar al margen, utilizar otros tipos de apalancamiento o meterse en algún arbitraje complicado (por ejemplo, la compra y venta casi simultánea de un mismo título, fondo, producto o cualquier otra cosa, para aprovecharse de pequeñas discrepancias en los precios). También se llaman «fondos de protección» porque muchos de ellos intentan reducir al mínimo los riesgos de los inversores ricos. Otros no consiguen proteger sus apuestas de ninguna manera.


    Un ejemplo excelente lo proporciona el hundimiento de Long-Term Capital Management en 1998. Se trataba de un fondo de inversión de alto riesgo, promovido entre otros por Robert Merton y Myron Scholes, los ya citados ganadores del Premio Nobel que, junto a Fischer Black, dedujeron la famosa fórmula para la fijación de los precios de las opciones. A pesar de la presencia de estos fecundos pensadores en el consejo de administración de LTCM, la debacle enturbió las aguas de los mercados financieros internacionales y, si no se hubiesen tomado algunas medidas urgentes, podría haberlos afectado seriamente. (De nuevo, nos encontramos ante un argumento a favor de permitir que quiebren los fondos).

    Admito que siento cierto placer egoísta al recordar esta historia pues, por comparación, hace palidecer mis actuaciones. Sin embargo, no está nada claro que en el hundimiento de LTCM tuviesen la culpa los galardonados con el Premio Nobel o sus modelos. Muchos creen que fue el resultado de una «tormenta perfecta» de los mercados, una confluencia muy poco frecuente de elementos aleatorios. (El argumento de que Merton y Scholes no tenían nada que ver sonaba a falso, ya que mucha gente invirtió en LTCM precisamente porque la propaganda del fondo se basada en ellos y en sus modelos).

    Los problemas específicos a los que tuvo que hacer frente LTCM tenían que ver con una falta de liquidez en los mercados internacionales, que se exacerbó por la dependencia oculta de una serie de factores que se creían independientes. Consideremos, a modo de ejemplo, la probabilidad de que 3.000 personas concretas mueran en Nueva York un día determinado. Si no hay ninguna conexión entre ellas, se trata de un número ridículamente pequeño (una pequeña probabilidad elevada a la potencia 3.000). Sin embargo, si la mayoría de esas personas viven en un par de edificios, no es válida la hipótesis de la independencia que permite multiplicar las probabilidades entre sí. Las 3.000 muertes siguen siendo extraordinariamente improbables, pero la probabilidad ya no es un número ridículamente pequeño. Como es evidente, las probabilidades asociadas a las distintas situaciones de LTCM no eran nada pequeñas y, según muchas opiniones, podrían haberse anticipado.

    4. ¿Son tan condenables la contratación con información privilegiada y la manipulación de las acciones?


    Resulta natural tener una postura ética ante el fraude empresarial y los excesos que se han producido en el mundo de los negocios en los dos últimos años. De hecho, esta actitud se ha reflejado asimismo en este libro. Sin embargo, un análisis elemental de probabilidades sugiere que algunos de estos argumentos acerca de la contratación con información privilegiada y la manipulación de las acciones son bastante débiles. Para mucha gente, la razón principal del rechazo de esas prácticas no es tanto el daño que provocan a los inversores, sino el escándalo moral que suponen.
    Situemos el problema. ¿En cuál de las dos siguientes situaciones preferiría encontrarse? En la primera le dan una moneda no sesgada y se le dice que si al lanzarla sale cara recibirá 1000 dólares, pero si sale cruz pagará 1000 dólares. En la segunda situación, le dan una moneda sesgada y tiene que decidir si quiere apostar cara o cruz. Si acierta ganará 1.000 dólares y si pierde pagará 1.000 dólares. Aunque la mayoría de la gente prefiere lanzar al aire la moneda no sesgada, la probabilidad de ganar en ambos casos es 1/2, porque también con la moneda sesgada es tan probable escoger un lado como el otro.


    Consideremos ahora un par de situaciones parecidas. En la primera se le dice que debe escoger una bola al azar de una urna que contiene 10 bolas verdes y 10 bolas rojas. Si escoge una verde, ganará 1.000 dólares y si escoge una roja, perderá 1.000 dólares. En la segunda situación, alguien de quien usted no se fía ha colocado en la urna números indeterminados de bolas verdes y rojas. Usted decide si quiere apostar a las bolas verdes o a las rojas, y tiene que sacar una al azar. Si sale el color por el que ha apostado, ganará 1.000 dólares, si no, perderá 1.000 dólares. También aquí, la probabilidad de ganar en ambos casos es 1/2.

    Por último, consideremos un tercer par de situaciones. En la primera usted compra unas acciones en un mercado perfectamente eficiente y el beneficio puede ser de 1.000 dólares si aumentan al día siguiente o la pérdida de 10.000 dólares si bajan. (Supongamos que en lo inmediato la probabilidad de que las acciones suban o bajen es la misma, 1/2). En la segunda situación, la contratación se realiza con información privilegiada y manipulación de acciones y lo más probable es que las acciones suban o bajen al día siguiente como resultado de esas actuaciones ilegales. Tiene que decidir si compra o vende las acciones. Si acierta, el beneficio será de 1.000 dólares y si no, perderá 1.000 dólares. La probabilidad de ganar en ambos casos vuelve a ser 1/2. (La segunda situación puede resultar incluso más beneficiosa, puesto que usted tiene conocimiento de las motivaciones de ese tipo de actuaciones).

    En cada uno de esos pares de situaciones, la segunda no parece justa, pero sólo en apariencia. La probabilidad de ganar es la misma que en la primera situación. En ningún caso trato de defender la contratación con información privilegiada y la manipulación de las acciones, que son condenables por muchas razones, pero sí sugiero en cambio que, en cierto sentido, no son más que dos de los muchos factores impredecibles que afectan a la cotización de un título.
    Sospecho que debe de ser frecuente que el resultado de la contratación con información privilegiada y la manipulación de las acciones es que no se puede adivinar cómo va a responder el mercado a estas prácticas ilícitas. Puede ser muy deprimente para quienes las practican (y muy divertido para todos los demás).

    5. La esperanza matemática y no el valor esperado

    ¿Qué podemos anticipar? ¿Qué podemos esperar? ¿Cuáles son los límites superiores o inferiores más probables, el valor medio? Ya se trate de la altura, del tiempo atmosférico o de los ingresos personales, es más fácil que en la primera página de los periódicos aparezcan los extremos que las medias, que son cantidades que dan mucha más información. «¿Quién gana más dinero?», por ejemplo, es un titular que en general llama mucho más la atención que «¿a cuánto ascienden los ingresos medios?» (a pesar de que ambos términos son siempre sospechosos porque —sorpresa—, al igual que las empresas, la gente miente sobre la cantidad de dinero que gana).
    Las distribuciones todavía proporcionan más información que las medias. ¿Cuál es, por ejemplo, la distribución de todos los ingresos y cómo se reparten alrededor de la media? Si la media de los ingresos de un grupo es de 100.000 dólares, puede ocurrir que casi todos cobren entre 80.000 y 120.000 dólares o que la inmensa mayoría ingrese menos de 30.000 dólares y compren en Kmart, cuya portavoz, la (también) difamada Martha Stewart, también forma parte de ese grupo y hace que la media se sitúe en 100.000 dólares. La «esperanza matemática» y la «desviación estándar» son nociones matemáticas que pueden ayudar a clarificar estos temas.


    La esperanza matemática es una especie de media. En concreto, la esperanza matemática de una cantidad es el promedio de sus valores, pero cada uno de ellos afectado de un peso en función de su probabilidad. Supongamos por ejemplo que, sobre la base de las recomendaciones de algún analista, nuestro propio criterio, un modelo matemático o cualquier otra fuente de información, sabemos que un título determinado producirá una tasa de rendimiento del 6 por ciento durante la mitad del tiempo, una tasa de rendimiento del −2 por ciento durante un tercio del tiempo y una tasa de rendimiento del 28 por ciento durante el sexto restante del tiempo. En ese caso, en media, la tasa de rendimiento del título a lo largo de seis periodos cualesquiera será de tres veces el 6 por ciento, dos veces el −2 por ciento y una vez el 28 por ciento. La esperanza matemática de la tasa de rendimiento es la media ponderada según las probabilidades:
    [6% + 6% + 6% + (−2%) + (−2%) + 28%]/6, es decir, 7%.
    En lugar de hacer la media directamente, para obtener la esperanza matemática de una cantidad se multiplican todos sus posibles valores por sus probabilidades y se suman los productos resultantes en cada caso. Así,
    0,06 × 1/2 + (-0,02) × 1/3 + 0,28 × 1/6 = 0,7, o 7%,
    es la esperanza matemática de la tasa de rendimiento del título anterior. En lugar de «esperanza matemática», muchas veces se utilizan indistintamente el término «media» y la letra griega μ (mu), y se dice que la tasa de rendimiento media, μ, es del 7%.
    La noción de esperanza matemática clarifica un pequeño misterio al que tienen que hacer frente los inversores. Un analista puede pensar, sin contradicción alguna, que un título tiene buenas posibilidades de comportarse bien, pero que, al mismo tiempo, por término medio su cotización va a disminuir. Tal vez considere que ese título subirá un 1 por ciento en el próximo mes con una probabilidad del 95 por ciento y que después disminuirá un 60 por ciento con probabilidad del 5 por ciento. (Las probabilidades pueden sacarse, por ejemplo, de una estimación del posible resultado de una decisión judicial). La esperanza matemática de su cotización, por consiguiente, es (0,01 x 0,95) + (−0,60) × 0,05), o sea, −0,021, una pérdida esperada del 2,1%. La lección de este ejemplo es que la esperanza matemática, −2,1 %, no es el valor esperado, que es del 1 %.

    Las mismas probabilidades y los mismos cambios de los valores pueden servirnos para ilustrar dos estrategias inversoras complementarias, una que normalmente genera pocas ganancias y a veces grandes pérdidas y otra que normalmente da lugar a pequeñas pérdidas y a veces grandes ganancias. Un inversor dispuesto a correr riesgos para obtener regularmente «dinero fácil» puede vender opciones de venta del título anterior que venzan al cabo de un mes y cuyo precio de ejercicio se sitúe ligeramente por debajo del precio actual. En efecto, está apostando a que el título se mantendrá durante ese mes. En el 95 por ciento de las veces acertará, y se quedará con las primas de las opciones y ganará algo de dinero. Al mismo tiempo, el comprador de las opciones perderá algo de dinero (las primas de las opciones) el 95 por ciento de las veces. Sin embargo, suponiendo que las probabilidades son exactas, cuando baja la cotización, lo hace en un 60 por ciento y, por consiguiente, las opciones (el derecho a vender las acciones a un precio ligeramente por debajo del precio original) adquirirán mucho valor el 5 por ciento de las veces. El comprador de las opciones ganará mucho dinero y el vendedor perderá mucho.

    Los inversores pueden practicar ese mismo juego, pero a una escala mucho mayor, comprando y vendiendo opciones de venta de S&P 500, por ejemplo, en lugar de hacerlo con un título concreto. La clave del juego es hacer una buena estimación de las probabilidades de los posibles réditos, unas cifras sobre las que la gente puede llegar a diferir tanto como lo hacen en cuanto a las preferencias sobre cualquiera de las dos estrategias mencionadas más arriba. Dos ejemplos de estos tipos de inversores son Victor Niederhoffer, un conocido agente de Bolsa especialista en futuros y autor de The Education of a Speculator, que perdió su fortuna vendiendo opciones de venta hace unos años, y Nassim Taleb, otro agente bursátil y autor de Fooled by Randomness, que se gana la vida comprando opciones de venta.
    A modo de ilustración sencilla, consideremos una compañía de seguros. De su experiencia se deduce que cada año, por término medio, una de cada 10.000 pólizas de seguro de vivienda plantea una reclamación de 400.000 dólares, una de cada 1.000 pólizas reclama 60.000 dólares y una de cada 50 reclama 4.000 dólares, mientras que las demás pólizas no reclaman nada. La compañía desea saber cuál es el gasto medio por póliza. La respuesta es la esperanza matemática, que en este caso es (400.000 × 1/10.000) + (60.000 × 1/1.000) + (4.000 × 1/50) + (0 × 9.979/10.000) = 40 + 60 + 80 + 0 = 180 dólares. La prima que carga la compañía de seguros a cada póliza tendría que ser, por lo menos, 181 dólares.


    Si se combinan las técnicas de la teoría de la probabilidad con la definición de esperanza matemática se pueden calcular cantidades más interesantes. Por ejemplo, el reglamento de las Series Mundiales de béisbol estipula que la serie finaliza cuando un equipo gana cuatro juegos. También señala que el equipo A debe jugar en su casa los juegos 1 y 2, así como los juegos 6 y 7 si son necesarios, mientras que el equipo B debe jugar en casa los juegos 3 y 4 y, si es necesario, el juego 5. Si los equipos empatan alternativamente, puede interesarnos conocer el número esperado de juegos que tendrán lugar en cada uno de los estadios. El resultado más probable es que el equipo A juegue 2,9375 juegos en su estadio y el equipo B juegue 2,875 en el suyo.

    Casi cada situación en la que se pueden calcular con precisión (o hacer una estimación razonable) las probabilidades de los valores de una cantidad nos permite determinar la esperanza matemática de dicha cantidad. Un ejemplo más fácil que el problema anterior es el de decidir si hay que aparcar en un aparcamiento o en un lugar prohibido en la calle. En un aparcamiento de pago, la tarifa es de 10 dólares o 14 dólares, en función de si estamos más o menos de una hora, cuya probabilidad estimaremos en el 25 por ciento. Sin embargo, podemos decidir aparcar en un lugar prohibido; disponemos además de elementos que nos permiten creer que el 20 por ciento de las veces nos pondrán una multa de 30 dólares, el 5 por ciento de las veces una de 100 dólares por obstrucción del tráfico y el 75 por ciento restante no nos pondrán ninguna multa.

    La esperanza matemática de aparcar en el aparcamiento de pago es (10 × 0,25) + (14 × 0,75), es decir, 13 dólares. La esperanza matemática de aparcar en la calle en un lugar prohibido es (100 × 0,05) + (30 × 0,20) + (0 × 0,75), es decir, 11 dólares. Para todos aquellos a quienes todo lo anterior no les parece escrito en griego, podríamos decir que los costes medios de aparcar en un aparcamiento, mA, y de aparcar en la calle en un lugar prohibido, mC, son 13 y 11 dólares respectivamente.
    A pesar de que aparcar en la calle en un lugar prohibido es más barato por término medio (suponiendo que el dinero es la única cosa que consideramos), la variabilidad de lo que hay que pagar es mucho mayor que en el aparcamiento de pago. Esta idea requiere plantearse las nociones de desviación estándar y de riesgo de un título.

    6. ¿Qué es lo normal? Desde luego, no seis veces sigma

    En general, la gente tiene miedo de correr riesgos, y ese miedo explica en parte el interés por cuantificarlo. La mera mención de algo horrible es un primer paso para perderle el miedo; y la suerte es una de esas cosas horribles, por lo menos para los humanos.
    ¿Cómo se puede abordar la noción de riesgo desde un punto de vista matemático? Empecemos con la «varianza», uno de los distintos términos matemáticos con que se designa la variabilidad. Cualquier variable aleatoria puede tomar distintos valores que se desvían con respecto a su media. Unas veces están por encima, otras por debajo. La temperatura ambiente, por ejemplo, a veces es mayor que la temperatura media, otras es menor. Estas desviaciones con respecto a la media constituyen el riesgo que queremos cuantificar. Pueden ser positivas o negativas, de la misma manera que la temperatura en un momento dado menos la temperatura media puede ser positiva o negativa y, por tanto, tienden a contrarrestarse. Sin embargo, si elevamos al cuadrado esas diferencias, las desviaciones siempre serán positivas, con lo que llegamos a la definición siguiente: la varianza de una cantidad aleatoria es la esperanza matemática de los cuadrados de todas sus desviaciones con respecto a la media. Antes de poner un ejemplo numérico, quiero llamar la atención sobre la asociación etimológico-psicológica del riesgo con «desviación con respecto a la media». Sospecho que es un testimonio de nuestro miedo no sólo al riesgo sino a cualquier cosa poco corriente, peculiar o extraña.


    En cualquier caso, dejemos las temperaturas y volvamos al caso del aparcamiento. Como recordaremos, la tarifa media de un aparcamiento es de 13 dólares y, por tanto, (10 − 13)2 y (14 − 13)2, que son iguales a 9 y 1, respectivamente, son los cuadrados de las desviaciones de las dos tarifas posibles con respecto a la media. Sin embargo, no se producen con la misma frecuencia. La primera tarifa tiene una probabilidad del 25 por ciento y la segunda una probabilidad del 75 por ciento, con lo cual la varianza, que es la esperanza matemática de estos números, es (9 × 0,25) + (1 × 0,75), es decir, 3 dólares. Una cantidad que se utiliza más a menudo en las aplicaciones estadísticas en el mundo de las finanzas es la raíz cuadrada de la varianza, que se suele designar por la letra griega o (sigma). Se llama «desviación estándar» y en este caso es la raíz cuadrada de 3, aproximadamente 1,73. La desviación estándar es la media de las desviaciones con respecto a la media (no exactamente, pero puede considerarse como tal) y es la medida matemática de riesgo más habitual.

    Dejemos de lado los ejemplos numéricos si lo deseamos, pero tengamos presente que, para cualquier cantidad, cuanto mayor es la desviación estándar, mayor es la dispersión de sus posibles valores con respecto a la media; cuanto menor es, mayor es la concentración de los posibles valores alrededor de la media. Por consiguiente, si leemos que en Japón la desviación estándar de los ingresos individuales es mucho menor que en Estados Unidos, hay que inferir que los ingresos japoneses varían considerablemente menos que los norteamericanos.

    Volvamos al problema del aparcamiento. Podemos preguntarnos cuáles son la varianza y la desviación estándar de los costes del aparcamiento en un lugar prohibido. El coste medio de aparcar en un lugar prohibido en la calle es de 11 dólares y los cuadrados de las desviaciones de los tres costes posibles son (100 − 11)2, (30 − 11)2 y (0 − 11)2, es decir, 7.921, 361 y 121, respectivamente. El primero tiene una probabilidad del 5 por ciento, el segundo del 20 por ciento y el tercero del 75 por ciento, con lo cual la varianza, o sea, la esperanza matemática de estos números es (7.921 × 0,05) + (361 × 0,20) + (121 × 0,75), o bien 559. La raíz cuadrada de este número proporciona la desviación estándar, 23,64 dólares, más de trece veces la desviación estándar del caso del aparcamiento de pago.
    A pesar de este aluvión de números, insisto en que lo único que hemos hecho es cuantificar el hecho obvio de que los resultados posibles de aparcar en la calle en un lugar prohibido son mucho más variados e impredecibles que los de hacerlo en un aparcamiento de pago. Aunque aparcar en lugar prohibido (11 dólares) cuesta menos que hacerlo en un aparcamiento (13 dólares), la mayoría de la gente prefiere correr menos riesgos y aparcar en un aparcamiento, por razones de prudencia, o tal vez por razones éticas.


    Todo lo anterior nos lleva a plantearnos el papel que desempeña la desviación estándar (sigma) en la determinación de la volatilidad de un título bursátil. Supongamos que queremos calcular la varianza de los rendimientos de nuestro título con una tasa de rendimiento del 6% la mitad de las veces, del −2% un tercio de las veces y del 28% el sexto del tiempo restante. La esperanza matemática es el 7%, y los cuadrados de las desviaciones con respecto a la media son (0,06 − 0,07)2, (−0,02 − 0,07)2 y (0,28 − 0,07)2, es decir, 0,0001, 0,0081 y 0,0441, respectivamente. Sus probabilidades respectivas son 1/2, 1/3 y 1/6 y, por tanto, la varianza, la esperanza matemática de los cuadrados de esas desviaciones con respecto a la media es (0,0001 × 1/2) + (0,0081 × 1/3) + (0,0441 × 1/6), que es igual a 0,01. La raíz cuadrada de 0,01 es 0,10, o el 10%: ésta es la desviación estándar de los rendimientos de este título.

    Es otra lección de griego: la esperanza matemática de una cantidad es su media (ponderada según las probabilidades) y su símbolo es la letra μ (mu), mientras que la desviación estándar de una cantidad es una medida de su variabilidad y su símbolo es la letra σ (sigma). Si la cantidad en cuestión es la tasa de rendimiento de una cotización, en general se considera que su volatilidad es la desviación estándar.
    Si una cantidad sólo puede tener dos o tres valores posibles, la desviación estándar no resulta muy útil. Lo es, y mucho, cuando dicha cantidad puede tener muchos valores distintos y esos valores, como suele suceder, se presentan según una distribución aproximadamente normal en forma de campana: elevada en el centro y muy achatada a ambos lados. En ese caso la esperanza matemática es el punto más elevado de la distribución. Es más, aproximadamente los 2/3 de los valores (68 por ciento) se sitúan dentro de una desviación estándar del valor central y el 95 por ciento se sitúan dentro de dos desviaciones estándar del valor central.

    Antes de seguir adelante, daremos una lista de las cantidades que presentan una distribución normal: alturas y pesos con respecto a la edades, consumo de gas natural en una ciudad en un día concreto de invierno, consumo de agua entre 2 y 3 de la mañana en una ciudad determinada, grosor de una pieza fabricada automáticamente, coeficientes de inteligencia (con independencia de lo que midan en realidad), el número de admisiones en un gran hospital a lo largo del día, las distancias de los dardos a la diana, los tamaños de las hojas, los tamaños de las narices, el número de pasas en una caja de cereales y las posibles tasas de rendimiento de un título. Si tuviésemos que representar cualquiera de estas cantidades, obtendríamos unas curvas en forma de campana cuyos valores se agruparían alrededor de la media.
    Veamos el ejemplo del número de pasas en una gran caja de cereales. Si la esperanza matemática del número de pasas es 142 y la desviación estándar 8, entonces el valor más elevado del gráfico en forma de campana debería de ser 142. Aproximadamente dos tercios de las cajas deberían de contener entre 134 y 150 pasas y el 95 por ciento de las cajas deberían de contener entre 126 y 158 pasas.


    Consideremos ahora la tasa de rendimiento de un título conservador. Si las tasas de rendimiento se distribuyen normalmente con una esperanza matemática del 5,4 por ciento y una volatilidad (es decir, una desviación estándar) de sólo el 3,2 por ciento, la tasa de rendimiento se situará entre el 2,2 por ciento y el 8,6 por ciento aproximadamente las dos terceras partes del tiempo y entre el −1 por ciento y el 11,8 por ciento el 95 por ciento de las veces. Tal vez este título sea preferible a otro de riesgo más elevado, con la misma esperanza matemática, pero con una volatilidad, por ejemplo, del 20,2 por ciento. Aproximadamente las dos terceras partes de las veces, la tasa de rendimiento de este título más volátil se situará entre el −14,8 por ciento y el 25,6 por ciento, y el 95 por ciento de las veces se situará entre el −25 por ciento y el 45,8 por ciento.

    En todos los casos, cuanto más numerosas sean las desviaciones estándar con respecto a la esperanza, menos frecuente será el resultado. Este hecho ayuda a explicar por qué en muchos libros de divulgación sobre gestión y control de calidad las palabras «seis veces sigma» se encuentran en sus títulos. Las portadas de muchos de esos libros sugieren que, de seguir sus consejos, se pueden obtener resultados situados seis desviaciones estándar por encima de la norma y lograr así, por ejemplo, un número minúsculo de defectos en los productos. Unos resultados de «seis veces sigma» son, de hecho, tan improbables que las tablas de la mayoría de los manuales de estadística ni siquiera incluyen los valores que les corresponden. Sin embargo, se observa que en los libros sobre gestión de empresas el término «sigma» viene escrito con la «s» en mayúscula (Sigma), pero significa algo distinto de «sigma», la desviación estándar de una variable aleatoria. Un nuevo oxímoron: pecado capital leve.

    Ya se trate de defectos, del tamaño de la nariz, de pasas o del consumo de agua en la ciudad, casi todas las cantidades que se presentan según distribuciones normales pueden considerarse como la media o la suma de diversos factores (genéticos, físicos, sociales o financieros). No es por casualidad. El llamado teorema del límite central afirma que las medias y las sumas de un número suficiente de variables aleatorias siempre se presentan según distribuciones normales. Como podrá verse en el capítulo 8, sin embargo, no todo el mundo cree que las tasas de rendimiento de los títulos bursátiles presentan distribuciones normales.



    Capítulo 7
    Diversificar la cartera de valores
    Contenido:


    1. Un recuerdo y una parábola
    2. ¿Son menos arriesgados los títulos que los bonos?
    3. La paradoja de San Petersburgo y la utilidad
    4. Carteras: el beneficio derivado de los Hatfield y los McCoy
    5. Diversificación y fondos políticamente incorrectos
    6. Beta, ¿es lo mejor?
    Mucho antes de que mis hijos quedasen fascinados por Super Mario Brothers, Tetris y otros juegos más recientes, siendo niño pasé muchísimas horas jugando con mis hermanos a una versión antediluviana del Monopoly. Los jugadores lanzan los dados y mueven las fichas sobre un tablero, compran, venden y negocian bienes inmobiliarios. Aunque tenía en cuenta las probabilidades y las esperanzas matemáticas asociadas a las distintas operaciones (pero no las llamadas propiedades derivadas de las cadenas de Markov), mi estrategia era muy sencilla: había que jugar con agresividad, comprar cualquier propiedad, tuviera o no sentido la compra, y negociar hasta alcanzar el monopolio. Siempre intenté desprenderme de las estaciones de ferrocarril y de las empresas de servicios y preferí, en cambio, construir hoteles en las propiedades que poseía.

    1. Un recuerdo y una parábola

    Aunque la tarjeta que permite salir de la cárcel es uno de los pocos vínculos del Monopoly con la Bolsa actual, recientemente tuve un pequeño episodio de recuperación del pasado. En algún nivel atávico, he comparado la construcción de hoteles con la compra de acciones y las estaciones de ferrocarril y las empresas de servicios con los bonos. Las estaciones y las empresas parecían propiedades seguras a largo plazo, pero la vía más arriesgada de invertir todo el dinero en la construcción de hoteles tenía mayor probabilidad a largo plazo de culminar con éxito (especialmente cuando con mis hermanos modificábamos las reglas y nos permitíamos construir un número ilimitado de hoteles en una propiedad).


    ¿Se puede considerar que mi excesiva inversión en WorldCom fue el resultado de una mala generalización del juego del Monopoly? Realmente lo dudo, pero este tipo de historias le vienen a uno a la cabeza con facilidad. Además de la tarjeta que permite salir de la cárcel, un juego de mesa llamado WorldCom podría tener muchas características en común con el Monopoly (pero es más fácil que se pareciese al Juego del los Grandes Robos). En las diferentes casillas, los jugadores podrían verse obligados a someterse a la investigación de la autoridad bursátil, o del fiscal general Eliot Spitzer, recibir regalos en forma de ofertas públicas de acciones o evaluaciones favorables por parte de los analistas. Cuando un jugador alcanzase la condición de director general, tendría la posibilidad de pedir créditos por valor de 400 millones de dólares (1.000 millones en las versiones avanzadas del juego), mientras que si sólo alcanzase la condición de empleado, tendría que pagar el equivalente a un café después de cada operación e invertir cierta cantidad de sus ahorros en acciones de la empresa. Si un jugador no tuviese suerte y se convirtiese en accionista, tendría que sacarse la camisa para poder jugar, pero si fuese un ejecutivo de la empresa, recibiría opciones sobre las acciones y llegaría a quedarse con las camisas de los accionistas. El objeto del juego consistiría en ganar el máximo dinero posible y quedarse con el mayor número posible de camisas de los demás jugadores antes de que la empresa quebrase.

    El juego podría resultar divertido con dinero de mentira; el juego real es menos divertido.
    La siguiente analogía puede ser ilustrativa. Nos encontramos en un mercado tradicional antiguo y laberíntico y la gente se arremolina en sus estrechas calles. De vez en cuando un vendedor consigue atraer a un grupo de posibles compradores de sus productos. Otros, en cambio, no consiguen atraer a nadie. En algunos momentos, hay compradores en la mayoría de las tiendas. En los cruces de las estrechas calles del mercado pueden verse agentes de ventas de las tiendas más importantes y algunos videntes muy listos. Conocen a fondo todos los rincones del mercado y se dicen capaces de predecir la suerte de las distintas tiendas o grupos de tiendas. Algunos de los agentes de ventas y videntes disponen de grandes megáfonos y se les oye por todo el mercado, mientras que los demás sólo pueden gritar.


    En esta situación bastante primitiva, ya pueden verse bastantes de los elementos característicos de la Bolsa. Los antecesores de los operadores técnicos podrían ser aquellos que compran en las tiendas en las que se agolpa una multitud, mientras que los antecesores de los operadores fundamentales podrían ser aquellos que sopesan con calma el valor de la mercancía expuesta. Los videntes corresponden a los analistas y los agentes de ventas a los agentes de Bolsa. Los megáfonos son un variedad muy rudimentaria de los medios de comunicación económicos y, evidentemente, las mercancías a la venta son las acciones de las empresas. Los ladrones y los estafadores también tienen sus antecesores; son aquellos que esconden la mercancía de baja calidad debajo de los productos más vistosos.
    Si todo el mundo fuese capaz de vender y comprar, y no sólo aquel que posee una tienda, éste sería un buen modelo elemental de un mercado de valores. (No pretendo dar explicaciones históricas, sino trazar tan sólo un paralelismo idealizado). Sin embargo, me parece claro que la negociación de los títulos es un fenómeno económico natural. No es difícil imaginar en ese mercado antiguo precedentes de las operaciones con opciones, los bonos de empresa u otras formas de propiedad.
    Tal vez en ese mercado también había algunos matemáticos, capaces de analizar las ventas de las tiendas y de concebir estrategias de compra. Es posible incluso que, al llevar a la práctica sus teorías, perdiesen sus camisas y sus instrumentos.

    2. ¿Son menos arriesgados los títulos que los bonos?

    Quizá debido a Monopoly, y con toda seguridad debido a WorldCom y a muchas otras razones, mi libro se centra en el mercado de valores y no en el de bonos (o bienes inmobiliarios, productos u otras inversiones de valor). Es evidente que las acciones son participaciones en la propiedad de una empresa, mientras que los bonos son préstamos a una compañía o a un gobierno, y «todo el mundo sabe» que los bonos, en general, son más seguros y menos volátiles que las acciones, aunque éstas tienen una tasa de rendimiento superior. De hecho, como ha señalado Jeremy Siegel en Stocks for the Long Run, la tasa media de rendimiento anual de las acciones entre 1802 y 1997 ha sido del 8,4 por ciento, y la tasa de las letras del tesoro durante el mismo periodo se ha situado entre el 4 por ciento y el 5 por ciento. (Las tasas que siguen a continuación no tienen en cuenta la inflación. Espero que no sea necesario especificar que una tasa de rendimiento del 8 por ciento en un año en el que la inflación es del 15 por ciento es peor que una tasa de rendimiento del 4 por ciento en un año en el que la inflación es del 3 por ciento).


    A pesar de lo que «todo el mundo sabe», Siegel sostiene en su libro que, al igual que ocurre con los hoteles, estaciones y empresas de servicios del Monopoly, en realidad las acciones suponen un riesgo menor que los bonos, ya que, a largo plazo, se han comportado mucho mejor que los bonos y las letras del tesoro. De hecho, según él, cuanto mayor ha sido el plazo, más alta ha sido la probabilidad de que así fuese. (Las expresiones del tipo «todo el mundo sabe» o «todos hacen tal cosa» o «todo el mundo compra tal otra» me producen alergia. Mi formación matemática me hace muy difícil aceptar que «todos» significa algo distinto a todos). Sin embargo, «todo el mundo» tiene su propio punto de vista. ¿Cómo podemos compartir la afirmación de Siegel cuando la desviación estándar de la tasa de rendimiento anual de las acciones ha sido del 17,5 por ciento?

    Supongamos que estamos ante una distribución normal y hagamos unos cuantos números en los dos párrafos siguientes. Veremos que esa volatilidad es capaz de revolvemos el estómago. En efecto, un 17,5 por ciento supone que, en las dos terceras partes del tiempo, la tasa de rendimiento estará comprendida entre −9,1 por ciento y 25,9 por ciento (es decir, 8,4 por ciento más o menos 17,5 por ciento) y durante aproximadamente el 95 por ciento del tiempo lo estará entre −26,6 por ciento y 43,4 por ciento (es decir, 8,4 por ciento más o menos dos veces 17,5 por ciento). A pesar de que la precisión de estas cifras es absurda, una consecuencia de la última afirmación es que el rendimiento será peor del −26,6 por ciento un 2,5 por ciento de las veces (y mejor del 43,4 por ciento con la misma frecuencia). Por tanto, alrededor de una vez cada cuarenta años (1/40 es el 2,5 por ciento), perderemos más de una cuarta parte del valor de la inversión en acciones y mucho más a menudo y con mayor intensidad en el caso de las letras del tesoro.

    Desde luego estas cifras no parecen indicar que las acciones comporten menos riesgos que los bonos a largo plazo. Sin embargo, la justificación estadística de la opinión de Siegel es que, a largo plazo, los rendimientos se van compensando y las desviaciones se van reduciendo. En concreto, la desviación estándar anualizada de las tasas de rendimiento para un periodo de N años es la desviación estándar dividida por la raíz cuadrada de N. Cuanto mayor es N, menor es la desviación estándar. (Sin embargo, la desviación estándar acumulada es mayor). Así, para cualquier periodo de cuatro años, la desviación estándar anualizada de las tasas de rendimiento de las acciones es del 17,5%/2, es decir, el 8,75%. Análogamente, como la raíz cuadrada de 30 es aproximadamente igual a 5,5, la desviación estándar anualizada de las tasas de rendimiento de las acciones para un periodo de 30 años es tan sólo del 17,5%/5,5, es decir, el 3,2%. (Conviene señalar que la desviación estándar anualizada para 30 años es igual a la desviación estándar anual de las acciones conservadoras mencionadas en el ejemplo del final del capítulo 6).

    A pesar de estas impresionantes pruebas históricas, no está en absoluto garantizado que las acciones sigan comportándose mejor que los bonos. Si se considera, por ejemplo, el periodo de 1982 a 1997, la tasa media de rendimiento anual de las acciones era del 16,7 por ciento, con una desviación estándar del 13,1 por ciento, mientras que los rendimientos de los bonos se situaban entre el 8 y el 9 por ciento. Pero en el periodo de 1966 a 1981, la tasa media de rendimiento anual de las acciones era del 6,6 por ciento, con una desviación estándar del 19,5 por ciento, mientras que los rendimientos de los bonos eran de aproximadamente el 7 por ciento.


    Por tanto, ¿realmente es verdad que a pesar de los desastres, dificultades y debacles de acciones como WCOM y Enron, las inversiones con menos riesgo a largo plazo son las acciones? No es sorprendente que existan argumentos en contra. Pese a su volatilidad, las acciones han supuesto en conjunto menos riesgo que los bonos a largo plazo porque sus tasas medias de rendimiento han sido bastante más elevadas. Sus tasas de rendimiento han sido superiores porque los precios han sido relativamente bajos. Y los precios han sido relativamente bajos porque se ha considerado que las acciones eran unos productos con riesgo y la gente necesita algún aliciente para hacer inversiones con riesgo.

    Pero ¿qué sucede si los inversores aceptan la opinión de Siegel y otros y dejan de considerar las acciones como productos de riesgo? Entonces sus cotizaciones aumentarán porque los inversores reacios al riesgo necesitarán menos alicientes para comprarlas; disminuirá la «prima valor-riesgo», es decir, la diferencia existente entre el rendimiento de las acciones y el de los bonos que es necesaria para conseguir atraer a los inversores. Y las tasas de rendimiento disminuirán porque los precios serán más elevados. Y, por tanto, las acciones supondrán un mayor riesgo a causa de sus rendimientos más bajos.
    Si se consideran las acciones como productos con menos riesgo, éste aumenta; si se supone que tienen más riesgo, éste disminuye. Es un nuevo ejemplo de dinámica auto correctora del mercado. Nos parece interesante mencionar que Robert Shiller, un amigo personal de Siegel, después de analizar los datos disponibles quedó convencido de que los rendimientos en los diez años próximos serían considerablemente menores.

    Los teóricos y los prácticos del mercado de valores tienen puntos de vista distintos. A comienzos de octubre de 2002, asistí a un debate entre Larry Kudlow, un comentarista de la cadena CNBC y buen conocedor de Wall Street, y Bob Prechter, un analista técnico, defensor de las ondas de Elliott. El debate se celebró en la City University of New York y los asistentes parecían personajes acaudalados y educados. Los dos conferenciantes parecían muy seguros de sí mismos y de sus predicciones. Ninguno de los dos parecía sentirse afectado por los puntos de vista diametralmente opuestos del otro. Prechter anticipó que se producirían retrocesos importantes del mercado, mientras que Kudlow tenía una actitud bastante alcista. A diferencia de Siegel y Shiller, no se enzarzaron en ninguna discusión y, en general, se respetaron mutuamente el orden de palabra.

    Lo que me llama la atención en este tipo de encuentros es que son muy típicos de las discusiones sobre el mercado bursátil. Algunos conferenciantes con unas credenciales impresionantes se extienden en el análisis de las acciones y los bonos y llegan a conclusiones contradictorias con las de otros conferenciantes con credenciales no menos impresionantes. Otro ejemplo es el artículo aparecido en el New York Times en noviembre de 2002. Trataba sobre tres pronósticos verosímiles sobre el mercado bursátil —malo, así-así y bueno— elaborados por los analistas económicos Steven H. East, Charles Pradilla y Abby Joseph Cohen, respectivamente. Estas discrepancias tan notorias se producen muy pocas veces en física y matemáticas. (No estoy teniendo en cuenta a aquellos chiflados que reciben el favor de los medios de comunicación, pero cuyas opiniones no merecen ninguna consideración por parte de la gente seria).
    La trayectoria futura del mercado va más allá de lo que he llamado el «horizonte de complejidad» en el capítulo 9. Sin embargo, además de la propiedad inmobiliaria, por mi parte me concentro por completo en los títulos bursátiles, con los que puedo, o no, llegar a perder la camisa.

    3. La paradoja de San Petersburgo y la utilidad

    La realidad, como ocurre con la mujer perfectamente ordinaria de Mr. Bennett y Mrs. Brown, el conocido ensayo de Virginia Woolf, tiene una complejidad sin fin que es imposible plasmar en cualquier modelo. En la mayoría de los casos, la esperanza matemática y la desviación estándar parecen reflejar el significado ordinario de media y variabilidad, pero no es difícil encontrar situaciones trascendentales en las que no es así.


    Uno de esos casos queda ilustrado por la paradoja de San Petersburgo. Se presenta en forma de un juego en el que se lanza una moneda repetidas veces al aire hasta que salga la primera cruz. Si ésta aparece en el primer lanzamiento, el jugador gana 2 dólares. Si aparece en el segundo, gana 4 dólares. Si aparece en el tercero, gana 8 dólares y, en general, si aparece en el N-ésimo lanzamiento, el jugador gana 2N dólares. ¿Cuánto estamos dispuestos a pagar por jugar? Se puede argumentar que tendríamos que estar dispuestos a pagar cualquier cosa por jugar a ese juego.
    Para comprobarlo, conviene recordar que la probabilidad de una sucesión de acontecimientos o sucesos independientes como lanzar al aire una moneda se obtiene multiplicando entre sí las probabilidades de cada uno de los sucesos. Por tanto, la probabilidad de que la primera cruz, Cr, aparezca en el primer lanzamiento es 1/2; la de obtener una cara y luego la cruz en el segundo lanzamiento, CaCr, es (1/2)2, es decir, 1/4; la de obtener la primera cruz en el tercer lanzamiento, CaCaCr, es (1/2)3, es decir, 1/8; y así sucesivamente. Con esas probabilidades y las posibles ganancias asociadas a ellas, se puede calcular la esperanza matemática del juego: (2 × 1/2) + (4 × 1/4) + (8 × 1/8) + (16 × 1/16) + … (2N × (1/2)N) + … Todos los productos valen 1 y, como hay un número infinito de ellos, la suma es infinita. Es evidente que la esperanza matemática no es capaz de reflejar nuestra intuición cuando nos preguntamos si tendríamos algún inconveniente en pagar 1.000 dólares por tener el honor de jugar a ese juego.

    Daniel Bernoulli, un matemático del siglo XVIII, propuso una manera de abordar este problema. Según Bernoulli, la alegría que provoca un incremento de riqueza (o la tristeza que conlleva una disminución) es «inversamente proporcional a la cantidad de bienes poseídos con anterioridad». Cuando menos dólares se tiene, más se aprecia ganar un dólar y más se teme perderlo y, por tanto, para casi cualquier persona la idea de perder 1.000 dólares contrarresta la posibilidad remota de ganar, por ejemplo, 1.000 millones de dólares.

    Lo importante es la «utilidad» que para una persona tienen los dólares que gana. Esa «utilidad» disminuye drásticamente a medida que se ganan más y más dólares. (Éste es un argumento nada despreciable que utilizan los defensores de la imposición progresiva). Por esta razón, los inversores (o los jugadores) no se preocupan tanto de la cantidad de dinero en juego, sino de la utilidad que esa cantidad de dinero tiene para el inversor (o jugador). La paradoja de San Petersburgo se desvanece, por ejemplo, si consideramos una función de utilidad de tipo logarítmico, con la que se intenta reflejar la satisfacción suavemente decreciente de ganar dinero y que implica que la esperanza matemática del juego anterior deja de ser infinita. En otras versiones del juego, aquellas en las que los pagos finales aumentan más deprisa todavía, se necesitan funciones de utilidad de decrecimiento más suaves, de forma que la esperanza matemática se mantenga finita.

    La percepción de la utilidad también varía según las personas. Para algunos, hacerse con su dólar número 741.783.219 es casi tan atractivo como ganar el primero; para otros, en cambio, su dólar número 25.000 carece prácticamente de valor. Posiblemente haya menos gente de ésta, aunque en sus últimos años mi padre se acercó mucho. Su actitud sugiere que las funciones de utilidad varían no sólo según los individuos sino con el tiempo. Por otra parte, es posible que la utilidad no pueda describirse tan fácilmente mediante funciones ya que, por ejemplo, existen muchas variantes en la percepción de la utilidad del dinero a medida que uno se va haciendo mayor o cuando dispone de una fortuna de X millones de dólares. Con esto, volvemos al ensayo de Virginia Woolf.

    4. Carteras: el beneficio derivado de los Hatfield y los McCoy



    John Maynard Keynes escribió: «Los hombres prácticos, que se creen al margen de cualquier influencia intelectual, suelen ser esclavos de algún economista difunto. Están locos por la autoridad, oyen voces y sacan su delirio de algún chupatintas académico de unos pocos años de antigüedad». Un corolario de esta afirmación es que los gestores de fondos y los gurús del mercado bursátil, cuyo trabajo consiste en dar consejos y opiniones sobre las inversiones, suelen extraer sus ideas de algún profesor de economía financiera de la generación anterior, en general ganador del Premio Nobel.
    Para tener una idea de lo que han escrito dos de estos «nobelistas», supongamos que usted es un gestor de fondos que pretende medir la esperanza matemática del rendimiento y la volatilidad (riesgo) de una cartera. En el contexto del mercado bursátil, una cartera no es más que una colección de diversas acciones —un fondo de inversión colectiva, por ejemplo, o un batiburrillo de productos misteriosamente seleccionados o una herencia de pesadilla con una serie de distintos valores, todos ellos en el ámbito de las telecomunicaciones—. Las carteras que, como en el caso de esta última, tienen una diversificación tan restringida, suelen experimentar una restricción paralela de su valor. ¿Cómo pueden elegirse con sensatez las acciones de forma que el rendimiento de la cartera sea máximo y los riesgos mínimos?

    Imaginemos una cartera con sólo tres títulos: Abbey Roads, Barkley Hoops y Consolidated Fragments. Supongamos también que el 40 por ciento (40.000 dólares) de la cartera de 100.000 dólares corresponde a Abbey, el 25 por ciento a Barkley y el 35 por ciento restante a Consolidated. Consideremos además que la esperanza matemática de la tasa de rendimiento de Abbey es del 8 por ciento, la de Barkley es del 13 por ciento y la de Consolidated del 7 por ciento. Con los pesos anteriores, se puede calcular la esperanza matemática del rendimiento de la cartera: (0,40 × 0,08) + (0,25 × 0,13) + (0,35 × 0,07), que es igual a 0,089, es decir, el 8,9 por ciento.
    ¿Por qué no invertir todo el dinero en Barkley Hoops, ya que tiene la tasa de rendimiento más elevada de los tres títulos? La respuesta tiene que ver con la volatilidad y con el riesgo de no diversificar los títulos, de poner todos los huevos en la misma cesta. (Como ocurrió a raíz de mi desgraciada experiencia con WorldCom, el resultado puede perfectamente acabar siendo un huevo aplastado sobre la cara del protagonista o la transformación de un nido de huevos en huevos revueltos. Lo siento, pero todavía hoy la simple mención de ese título me trastorna a veces). Sin embargo, si un inversor no se considera afectado por el riesgo y sólo desea obtener el máximo rendimiento, lo mejor es invertir todo el dinero en Barkley Hoops.

    Así pues, ¿cómo se determina la volatilidad —es decir, sigma, la desviación estándar— de una cartera? Para calcular la volatilidad de una cartera, ¿se han de atribuir pesos a las volatilidades de los títulos de las distintas empresas como ya se atribuyeron a las tasas de rendimiento? En general, no se puede hacer así, pues los comportamientos de los distintos títulos no son siempre independientes unos de otros. Cuando uno de ellos sube como consecuencia de alguna novedad, las posibilidades de subida o bajada de los demás pueden verse afectadas, lo cual influye a su vez en la volatilidad global.
    Vamos a ilustrar esta situación con una cartera todavía más sencilla, con sólo dos títulos: Hatfield Enterprises y McCoy Productions. Ambas son objeto de muchos chismes, pero la historia nos indica que cuando una va bien, la otra se resiente, y viceversa, y que la posición dominante de las empresas pasa periódicamente de una a otra. Tal vez Hatfield produce palas quitanieves y McCoy fabrica bronceadores. Para ser más concretos, supongamos que la mitad del tiempo la tasa de rendimiento de Hatfield es del 40 por ciento y la otra mitad del −20 por ciento, de forma que la esperanza matemática de la tasa de rendimiento es (0,50 × 0,40) + (0,50 × (−0,20)), que es igual a 0,10, es decir, el 10 por ciento. Las tasas de rendimiento de McCoy son las mismas, pero, insistimos, McCoy va bien cuando Hatfield va mal, y viceversa.


    La volatilidad de ambas empresas también es la misma. Recordemos la definición: primero se buscan los cuadrados de las desviaciones de la media del 10 por ciento, o 0,10. Estos cuadrados con (0,40 − 0,10)2 y (−0,20 − 0,10)2, o 0,09 y 0,09. Como cada uno de ellos se produce durante la mitad del tiempo, la varianza es (0,50 × 0,09) + (0,50 × 0,09), que es igual a 0,09. La raíz cuadrada de 0,09 es 0,3, es decir, el 30 por ciento. Es la desviación estándar o volatilidad de cada una de las tasas de rendimiento de las empresas.

    Ahora bien, ¿qué sucede si no escogemos uno u otro título y preferimos dividir nuestros fondos de inversión en dos mitades iguales, cada una para una empresa? En ese caso, la mitad de nuestra inversión siempre nos dará unas ganancias del 40 por ciento y la otra mitad unas pérdidas del −20 por ciento, pero la esperanza matemática del rendimiento sigue siendo del 10 por ciento. Sin embargo, ese 10 por ciento es constante. ¡La volatilidad de la cartera es nula! La causa es que los rendimientos de estos dos títulos no son independientes, sino que están correlacionados negativamente a la perfección. Obtenemos el mismo rendimiento medio si compramos acciones de Hatfield o de McCoy, pero sin riesgo alguno. Es algo positivo, pues nos enriquecemos sin tener que preocuparnos de quién gana en la batalla entre los Hatfield y los McCoy.

    Como es evidente, es difícil encontrar títulos que estén correlacionados negativamente a la perfección, pero no es necesario. Mientras los títulos no estén correlacionados positivamente a la perfección, la volatilidad de los títulos de la cartera disminuirá. Es más, una cartera de valores del mismo sector será menos volátil que los títulos que la componen, mientras que una cartera formada por Wal-Mart, Pfizer, General Electric, Exxon y Citigroup, los mayores títulos de sus respectivos sectores, proporcionará una mayor protección frente a la volatilidad. Para determinar la volatilidad de una cartera en general, se necesita el concepto de «covarianza» (estrechamente ligado al coeficiente de correlación) entre dos títulos X e Y de la cartera. La covarianza entre dos títulos es aproximadamente igual al grado con el que varían juntos, es decir, indica hasta qué punto un cambio experimentado por uno es proporcional a un cambio del otro.


    Hay que señalar que, a diferencia de otros contextos en los que se establece la distinción entre covarianza (o, en términos más sencillos, correlación) y causalidad, normalmente el mercado no lo hace. Si un aumento de la cotización de una empresa de helados está correlacionada con un aumento de la cotización de una empresa de cortacéspedes, pocos se preguntan si la asociación es causal o no. Lo importante es utilizar esa asociación, no tanto entenderla, y acertar en lo que respecta al mercado, pero no necesariamente acertar en lo que respecta a las razones reales.
    Una vez establecida esta distinción, tal vez algunos de ustedes preferirán saltarse los tres párrafos siguientes en los que se calcula la covarianza e ir directamente al que comienza por «Por ejemplo, sea H el coste …».

    Desde un punto de vista técnico, la covarianza es la esperanza matemática del producto de la desviación con respecto a la media de uno de los títulos por la desviación con respecto a la media del otro. Es decir, la covarianza es la esperanza matemática del producto [(X −μX) × (Y−μY], siendo μX y μY las medias de X e Y, respectivamente. Por tanto, si los títulos varían juntos, cuando aumenta la cotización de uno, lo más probable es que la del otro también aumente, con lo cual ambas desviaciones con respecto a la media serán positivas y su producto también lo será. Por el contrario, cuando disminuye la cotización de uno, lo más probable es que la del otro también lo haga, con lo cual ambas desviaciones con respecto a la media serán negativas y su producto será positivo. Sin embargo, si las cotizaciones varían inversamente, es decir, si aumenta (o disminuye) la cotización de un título, lo más probable es que la del otro disminuya (o aumente), de manera que la desviación de un título será positiva y la del otro negativa, y el producto será negativo. En general, lo que nos interesa es tener covarianzas negativas.

    La noción de covarianza permite conocer la varianza de una cartera con dos títulos, siendo p el porcentaje del título X y q el del título Y. Lo único que se necesita saber es la expresión del cuadrado de la suma de dos números. (Recordemos que esa expresión es: (A + B)2 = A2 + B2 + 2AB). Por definición, la varianza de la cartera, (pX + qY), es la esperanza matemática de los cuadrados de sus desviaciones con respecto a la media, pmX + qmY. Es decir, la varianza de (pX + qY) es la esperanza matemática de [(pX + qY) − (pμX + qμY)]2, que, después de reordenar los términos, se escribe [(pX−pμX) + (qY −qμY)]2. Gracias a la expresión anterior se obtiene que es igual a la esperanza matemática de [(pX−pμX)2 + (qY −qμY)2 + 2 × (pX−pμX) × (qY − qμY)].

    Si nos fijamos en las p y las q y factorizamos, comprobaremos que la varianza de la cartera, (pX + qY), es igual a [(p2 × la varianza de X) + (q2 × la varianza de Y) + (2pq × la covarianza de X e Y)]. Si los títulos varían negativamente (es decir, si tienen una covarianza negativa), la varianza de la cartera se reduce en una cantidad igual al último factor. (En el caso de los títulos de Hatfield y McCoy, la varianza se reducía a cero). Y si varían positivamente (es decir, si tienen una covarianza positiva), la varianza de la cartera aumenta en una cantidad igual al último factor, una situación que deseamos evitar, puesto que la volatilidad y el riesgo son elementos que perturban nuestra tranquilidad de espíritu y de estómago.


    Por ejemplo, sea H el coste de una vivienda seleccionada al azar en un barrio determinado e I los ingresos de su propietario; en ese caso, la varianza de (H + I) es mayor que la varianza de H más la varianza de I. Los propietarios de viviendas caras suelen tener unos ingresos más elevados, de forma que los extremos de la suma representada por el coste de la casa más los ingresos del propietario serán considerablemente mayores de lo que serían si el coste de la casa y los ingresos no tuviesen una covarianza positiva.

    De igual forma, si C es el número de clases a las que no ha asistido durante el año un alumno seleccionado al azar en una escuela grande y S la nota de su examen final, entonces la varianza de (C + S) es menor que la varianza de C más la varianza de S. Los estudiantes que faltan a muchas clases normalmente obtienen resultados peores (aunque no siempre), de forma que los extremos de la suma representada por el número de clases a las que no ha asistido más la nota del examen final serán considerablemente menores de lo que serían si el número de clases y la nota final no tuviesen una covarianza negativa.

    Como ya hemos indicado, cuando los inversores eligen los títulos para formar una cartera diversificada, normalmente prefieren las covarianzas negativas. Desean operar con títulos como los de Hatfield y McCoy y no con los de
    WorldCom, por poner un ejemplo, u otros títulos del sector de las telecomunicaciones. Con tres o más títulos en una cartera, es necesario utilizar los pesos de las acciones en la cartera, así como las definiciones anteriores, para poder calcular la varianza y la desviación estándar de la cartera. (Las manipulaciones algebraicas necesarias son pesadas, pero muy sencillas). Por desgracia, hay que calcular las covarianzas entre todos los posibles pares de títulos de la cartera, pero existen programas, listados de datos bursátiles y ordenadores rápidos que permiten determinar bastante rápidamente el riesgo de una cartera (volatilidad, desviación estándar). Se puede reducir con cuidado el riesgo de una cartera al mínimo sin menoscabar su tasa de rendimiento.

    5. Diversificación y fondos políticamente incorrectos

    Existe una gran variedad de fondos de inversión colectiva y muchos comentaristas han señalado que su número es mayor que el de títulos bursátiles, como si ese fuese un hecho sorprendente. No lo es. En términos matemáticos, un fondo es simplemente un conjunto de títulos y, por lo menos en teoría, hay muchos más fondos posibles que títulos. Cualquier conjunto de N títulos (personas, libros, discos compactos) tiene 2N subconjuntos. Por tanto, si en todo el mundo hubiese 20 títulos, habría 220 o aproximadamente un millón de posibles subconjuntos de dichos títulos, un millón de posibles fondos de inversión colectiva. Como es normal, muchos de esos subconjuntos no tienen razón de ser, pues para constituir un fondo se necesita algo más: un mecanismo interno compensatorio que garantice la diversificación y una volatilidad baja.


    Se puede incluso aumentar el número de posibilidades y ampliar la noción de diversificación. En lugar de buscar títulos concretos o sectores enteros que presenten correlaciones negativas, se pueden buscar intereses que tengan correlaciones negativas entre sí. Por ejemplo, los intereses financieros y los sociales. Hay carteras que pretenden ser socialmente progresistas y políticamente correctas, pero en general los resultados no son apabullantes. Menos atrayentes todavía me resultan los fondos que son regresivos desde el punto de vista social y políticamente incorrectos, aunque den buenos resultados. En esta última categoría mucha gente mencionaría el tabaco, el alcohol, los programas de defensa, la comida rápida y otros.

    Desde el punto de vista de los ardientes defensores de las causas más diversas, la existencia de estos fondos políticamente incorrectos sugiere una estrategia no estándar que explota la existencia de una correlación negativa que a veces existe entre los intereses financieros y los sociales. Invierta usted en fondos asociados a empresas cuya actividad le desagrada y si los fondos dan buenos rendimientos ganará dinero, que podría servir, si así lo desea, para contribuir a las causas políticas que usted defiende. Si los fondos van mal, puede alegrarse de que esas empresas no estén prosperando, lo cual hará aumentar sus ganancias psíquicas.
    Este tipo de «diversificación» tiene muchas aplicaciones. A veces la gente trabaja en organizaciones cuyos objetivos o productos consideran poco atrayentes y utilizan una parte de su salario para contrarrestar dichos objetivos o productos. Llevado el caso al límite, la diversificación es un mecanismo que utilizamos con naturalidad cuando se trata de afrontar las inevitables transacciones de nuestras vidas cotidianas.

    Trasladar la noción de diversificación a estos campos es complicado por diversos motivos. Uno es que siempre es problemático cuantificar las contribuciones y los beneficios. ¿Cómo se atribuye un valor numérico a los esfuerzos desplegados o a sus consecuencias? El número de posibles «fondos», subconjuntos de todos los posibles intereses, crece exponencialmente.
    Otro problema consiste en la lógica de la noción de diversificación. Hay situaciones de la vida en que esta lógica tiene sentido; por ejemplo, aquellas con las que, combinando trabajo, ocio, familia, experiencias personales, estudio, amistades, dinero y demás, conseguimos más satisfacciones que en otras situaciones, por ejemplo, una vida dedicada solo al trabajo o librada por entero al más puro hedonismo. Sin embargo, la diversificación puede no ser adecuada cuando se intenta tener cierto impacto personal. Es lo que sucede con la caridad, por ejemplo.

    El economista Steven Landsburg sostiene que las personas diversifican cuando invierten en su propia protección, pero cuando contribuyen a empresas de caridad, para las que las contribuciones son una fracción pequeña del total, el objetivo suele ser ayudar lo más posible. Como en ese caso no se incurre en ningún riesgo, si estamos convencidos de que la Asociación de Madres contra la Conducción de Vehículos en Estado de Ebriedad es preferible a la Sociedad Nacional contra el Cáncer o la Asociación Nacional del Corazón, ¿por qué hemos de repartir nuestros caritativos dólares entre ellas? La cuestión no consiste en garantizar que nuestro dinero sirva para algo bueno, sino conseguir que lo bueno que haga sea máximo. Existen otras situaciones en las que es preferible concentrar los esfuerzos que diversificarlos.
    Las extensiones metafóricas de la noción de diversificación pueden ser muy útiles, pero si las utilizamos sin sentido crítico podemos hacer el ridículo.


    6. Beta, ¿es lo mejor?

    Volvamos a asuntos más cuantitativos. En general, seleccionamos los títulos de forma que cuando unos bajen los otros suban (o, por lo menos, no bajen tanto como los anteriores) y, por tanto, nos proporcionen un tasa de rendimiento saneada y con el menor riesgo posible. Más concretamente, dada una cartera de acciones, desmenuzamos los números que describen los resultados anteriores y deducimos estimaciones de los posibles beneficios, volatilidades y covarianzas, que utilizaremos a su vez para determinar los posibles beneficios y volatilidades de la cartera en su conjunto. En los años cincuenta, el economista Harry Markowitz, galardonado con el Premio Nobel y uno de pioneros de este enfoque, desarrolló unas técnicas matemáticas para el cálculo de todas estas magnitudes, representó gráficamente los resultados obtenidos para algunas carteras (los ordenadores no eran lo suficientemente rápidos como para hacer mucho más) y definió lo que llamó la «frontera eficiente» de una cartera.

    Si se utilizasen las mismas técnicas y se representasen gráficos análogos para una amplia gama de las carteras actuales, ¿qué se obtendría? Si se representa la volatilidad, o mejor el grado de volatilidad de las carteras, sobre el eje horizontal y las tasas de rendimiento sobre el eje vertical, se obtendría un enjambre de puntos. Cada punto representaría una cartera cuyas coordenadas serían su volatilidad y su tasa de rendimiento, respectivamente. También se observaría que de todas las carteras con un nivel de riesgo determinado (es decir, la volatilidad, la desviación estándar), una de ellas tendría la tasa de rendimiento más elevada. Al unir ese punto con los correspondientes a otros niveles de riesgo se obtiene una curva, la frontera eficiente de Markowitz de las carteras óptimas.

    Cuanto mayor es el riesgo de una cartera en la curva de la frontera eficiente, mayor es la tasa de rendimiento que puede esperarse de ella. En buena parte, la razón es que los inversores tienen aversión al riesgo, lo cual hace que las acciones de alto riesgo sean baratas. La idea es que los inversores deciden situarse a un nivel determinado de riesgo con el que se sienten cómodos y entonces escogen la cartera que proporciona la tasa de rendimiento más elevada para ese nivel de riesgo. A esta afirmación la llamaremos «Variación Uno» de la teoría de selección de carteras.
    No permitamos que esta formulación matemática nos impida apreciar la generalidad del fenómeno psicológico. Por ejemplo, los ingenieros de la industria del automóvil han observado que los avances en el diseño de los elementos de seguridad (como pueden ser el sistema de frenado antibloqueo) se traducen normalmente en una mayor soltura en la conducción y en una mayor velocidad a la hora de pisar el acelerador. Mejoran las prestaciones pero no la seguridad. Al parecer, la gente escoge un nivel de riesgo con el que se sienten cómodos y esperan obtener los mayores beneficios (prestaciones) posibles.


    A partir de ese equilibrio entre riesgo y beneficio, William Sharpe propuso en los años sesenta lo que en la actualidad es la forma habitual de medir la prestación de una cartera. Se define como la relación entre el beneficio extraordinario de una cartera (la diferencia entre la esperanza matemática del beneficio de la cartera y el beneficio de una letra del tesoro sin riesgo) y la volatilidad (desviación estándar) de la cartera. Una cartera con una tasa de rendimiento alta, pero con una volatilidad en forma de montaña rusa, tendrá una medida de Sharpe no excesivamente elevada. En cambio, una cartera con una tasa de rendimiento moderada, pero con una volatilidad que genere menos ansiedad, tendrá una medida de Sharpe más alta.

    La teoría de la selección de los valores de una cartera tiene muchas más complicaciones. Como sugiere la propia medida de Sharpe, una complicación importante es la existencia de inversiones exentas de riesgo, como las letras del tesoro de Estados Unidos. Tienen una tasa de rendimiento fija y, en lo esencial, su volatilidad es nula. Los inversores siempre pueden invertir en esos activos sin riesgo y pueden asimismo pedir prestado a tipos de interés sin riesgo. Es más, pueden combinar inversiones sin riesgo en forma de letras del tesoro con una cartera de valores con riesgo.
    Según la «Variación Dos» de la teoría de selección de carteras, existe una y una sola cartera óptima de valores en la frontera eficiente y que posea la propiedad de que una combinación de dicha cartera y una inversión sin riesgo (sin tener en cuenta la inflación) constituya una serie de inversiones que presenten las tasas de interés más elevadas para un nivel de riesgo determinado. Si el inversor no desea correr ningún riesgo, tendrá que invertirlo todo en letras del tesoro. Si se encuentra cómodo en un determinado nivel de riesgo, tendrá que invertirlo todo en esa cartera óptima de valores. Como alternativa, si desea dividir su inversión entre ambos sistemas, tendrá que poner p% de ésta en letras del tesoro sin riesgo y (100 −p) % en la cartera óptima con riesgo si desea obtener una tasa de rendimiento de [p × (rendimiento sin riesgo) + (1 − p) × (cartera de valores)]. El inversor también puede invertir más dinero del que tiene pidiendo prestado a un tipo sin riesgo e invirtiendo ese dinero en una cartera con riesgo.

    En esta forma refinada de selección de carteras, todos los inversores escogen la misma cartera óptima de valores y luego ajustan el riesgo que desean correr haciendo aumentar o disminuir el porcentaje, p, de los valores en cartera que prefieren tener en letras del tesoro exentas de riesgo.
    Es más fácil decirlo que hacerlo. En ambas variaciones las operaciones matemáticas necesarias exigen a los inversores disponer de una gran capacidad de cálculo, dado que hay que realizar un sinfín de operaciones con datos continuamente renovados. En definitiva, las tasas de rendimientos, las varianzas y las covarianzas han de calcularse a partir de los datos más recientes. En una cartera de 20 títulos hay que calcular la covarianza de cada par de títulos, es decir, (20 × 19)/2, es decir, 190 covarianzas. Si el número de títulos alcanza los 50, hay que calcular (50 × 49)/2, es decir, 1.225 covarianzas. Si hay que hacer esos cálculos para distintas clases de carteras, se necesitará una potencia de cálculo muy considerable.


    Para evitar una gran parte de esa pesada carga consistente en actualizar los datos y calcular todas las covarianzas, las fronteras eficaces y las carteras óptimas con riesgo, Sharpe, otro economista que fue galardonado con el Premio Nobel, desarrolló (junto a otros) lo que se ha llamado el «modelo de índice único». En esta «Variación Tres» no se relaciona la tasa de rendimiento de la cartera con todos los posibles pares de títulos que contiene sino con el cambio que experimenta un índice determinado, capaz de representar el mercado bursátil en su conjunto. Si un valor o una cartera están configurados de manera que, estadísticamente, sean más volátiles en proporción que el mercado bursátil en su conjunto, entonces los cambios que experimentará éste supondrán cambios exagerados en el título o la cartera. Si son relativamente menos volátiles que el mercado bursátil en su conjunto, entonces los cambios de éste supondrán cambios moderados en el título o la cartera.

    La continuación lógica de estas consideraciones es el llamado Modelo de Fijación de Precios de Activos de Capital, según el cual el beneficio extraordinario que se espera obtener de un título o una cartera (la diferencia entre la esperanza matemática del beneficio de la cartera, Rp, y el beneficio de las letras del tesoro sin riesgo, Rf) es igual a la muy conocida letra griega beta, cuyo símbolo es β, multiplicada por el beneficio extraordinario que se espera obtener del mercado bursátil en general (la diferencia entre la esperanza matemática del beneficio del mercado, Rm, y el beneficio de las letras del tesoro sin riesgo, Rf). En términos algebraicos se puede escribir: (Rp− Rf) = β(RmRf). Por tanto, si podemos conseguir con seguridad un 4 por ciento con las letras del tesoro y si la esperanza matemática de un fondo indicador amplio del mercado es del 10 por ciento y si la volatilidad relativa, beta, de nuestra cartera es 1,5, entonces el beneficio que podemos esperar de la cartera se obtiene resolviendo la expresión (Rp − 4%) = 1,5(10% − 4%), con lo que el valor de Rp es del 13 por ciento. Una beta de 1,5 significa que el título o la cartera ganan (o pierden) por término medio un 1,5 por ciento por cada 1 por ciento de ganancia (o pérdida) del mercado bursátil en su conjunto.
    Las betas de los títulos de las empresas de alta tecnología como WorldCom suelen ser bastante mayores que la unidad, lo cual implica que, en su caso, se amplifican los cambios experimentados por el mercado en su conjunto, tanto al alza como a la baja. Esos títulos son más volátiles y, por tanto, comportan mayores riesgos. Por el contrario, las betas de las compañías de servicios son a menudo inferiores a la unidad, con lo cual los cambios del mercado en su conjunto quedan amortiguados. Si la beta de una empresa es 0,5, entonces la esperanza matemática del beneficio se obtiene resolviendo la expresión (Rp − 4%) = 0,5(10% − 4%), es decir, Rp es igual al 7 por ciento. Se observa que para las letras del tesoro a corto plazo, cuyos beneficios no varían en absoluto, beta es igual a cero. En resumen: beta cuantifica el grado de fluctuación de un título o una cartera en función de las fluctuaciones del mercado. No es lo mismo que la volatilidad.


    Hasta ahora todo ha sido coser y cantar, pero es aconsejable manejar con cuidado todos estos modelos de selección de carteras. En concreto, en la «Variación Tres» podemos preguntamos de dónde sale el número beta. ¿Quién nos dice que nuestro título o nuestra cartera será un 40 por ciento más volátil o un 25 por ciento menos que el mercado bursátil en su conjunto? Para determinar beta de forma aproximada se puede hacer lo siguiente. Primero se comprueba cuál es el cambio del mercado bursátil en su conjunto a lo largo de los tres últimos meses; supongamos que es un 3 por ciento. Luego se comprueba el cambio del precio del título o la cartera durante el mismo periodo; supongamos que es un 4,1 por ciento. Se repite la misma operación para los tres meses anteriores a los últimos —supondremos que los números que se obtienen son el 2 por ciento y el 2,5 por ciento, respectivamente— y para los tres meses anteriores a éstos, supondremos en este caso que se obtienen el −1,2 por ciento y el −3 por ciento, respectivamente. Se sigue repitiendo el proceso unas cuantas veces y se representan los puntos (3%, 4,1%), (2%, 2,5%), (−1,2%, −3%), y así sucesivamente, sobre un gráfico. En la mayoría de los casos, si uno se esmera, verá algún tipo de relación lineal entre los cambios del mercado y los del título o la cartera, en cuyo caso podrán utilizarse los conocidos métodos matemáticos para determinar la recta que más se ajusta a dichos puntos. La pendiente de esa recta es igual a beta.

    Un problema que plantea beta es que las empresas cambian con el tiempo, algunas veces muy deprisa. Por ejemplo, AT&T o IBM no son las mismas empresas que hace 20 años o tan sólo hace dos años. ¿Por qué habría que esperar que la volatilidad relativa, beta, de una empresa se mantuviese constante? En el otro sentido, se plantea una dificultad parecida. A veces beta tiene un valor limitado a corto plazo y es distinto según el índice que se ha escogido para comparar los títulos y según el periodo de tiempo considerado. También hay otro problema, y es que beta depende de los beneficios del mercado y éstos dependen de la definición que se haga de éste, a saber, sólo el mercado bursátil y no el mercado de títulos, bonos, propiedades inmobiliarias, etcétera. Pese a todas estas limitaciones, no obstante, beta puede ser una noción útil si conseguimos no hacer de ella un fetiche.
    Se puede comparar beta con la capacidad de reacción y de expresión emocional de distintas personas. Algunas responden a la más mínima noticia positiva con explosiones de alegría y a cualquier pequeña noticia negativa con gran desesperación. En el otro extremo del espectro emocional están aquellos que dicen «¡oh!» cuando por descuido tocan una plancha caliente y sólo se permiten un «¡Dios mío!» cuando les toca la lotería. Los primeros tienen una beta emocional elevada, los últimos una beta emocional baja. Una persona con una beta nula sería aquella que careciese de conciencia, tal vez por un exceso de beta bloqueantes para la tensión arterial. Sin embargo, de cara a predecir el comportamiento de los seres humanos, no es muy afortunado ese lugar común según el cual las betas emocionales de las personas varían en función de los estímulos a los que hacen frente. No pondré ningún ejemplo, pero ésta puede ser la mayor limitación que tenga el factor beta como medida de la volatilidad relativa de un título o una cartera, pues las betas varían en función del tipo de estímulos a los que tiene que hacer frente una empresa.


    Con independencia de las diversas sofisticaciones de la teoría de selección de carteras, hay un punto que conviene destacar: las carteras, a pesar de ofrecer, en general, menos riesgos que los títulos individuales, también están sujetas a riesgos (como ponen de manifiesto los millones de planes de pensiones en Bolsa). A partir de las nociones de varianza y covarianza y algunas hipótesis razonables se puede demostrar fácilmente que ese riesgo tiene dos partes. Por un lado, la parte sistemática, que está relacionada con los movimientos globales del mercado y, por otro, la parte no sistemática, que es una característica de los títulos que componen la cartera. Esta última parte puede eliminarse o «diversificarse hasta hacerla desaparecer» mediante una selección adecuada de los títulos. Bastará una treintena. Sin embargo, hay un núcleo irreducible, propio del mercado, que no puede evitarse. Este riesgo sistemático depende de la beta de la cartera.
    Más o menos, esto es lo esencial de beta. A las críticas que hemos planteado arriba habría que añadir los problemas derivados de hacer encajar un mundo no lineal en un molde lineal.



    Capítulo 8
    Capacidad de conexión y movimientos caóticos de precios
    Contenido:
    1. Contratación con información privilegiada y procesamiento subterráneo de la información
    2. Estrategias de contratación, el comportamiento caprichoso y el comportamiento de las hormigas
    3. Caos e incertidumbre
    4. Movimientos extremos, ley potencial y la red
    5. Disparidades económicas y desproporciones mediáticas
    Hacia el final de mi relación con WorldCom, cuando estaba especialmente ansioso por las noticias que se iban produciendo día a día, a veces me levantaba muy pronto por la mañana, iba a la nevera a por una Coca-Cola Light, y acto seguido comprobaba las cotizaciones en las Bolsas de Alemania y el Reino Unido. Mientras el ordenador se ponía en marcha, mi inquietud crecía por momentos. La respuesta europea a unas malas noticias nocturnas a veces prefiguraba la respuesta de Wall Street, y me aterrorizaba ver en mi pantalla un gráfico con una pendiente negativa muy pronunciada. Muy a menudo, las Bolsas europeas pasaban de puntillas sobre WCOM, esperando el inicio de la sesión en Nueva York. En contadas ocasiones, me animó ver que las cotizaciones subían en Europa, pero pronto comprendí que el pequeño volumen de acciones vendidas en las Bolsas extranjeras, en general, no significaban gran cosa.


    Estemos o no obsesionados por una mala inversión, todos estamos conectados. Ningún inversor se encuentra en una isla (o incluso península) desierta. Dicho en forma matemática, la independencia estadística no siempre funciona; las acciones de los demás afectan a las mías. La mayoría de los textos acerca del mercado bursátil hacen referencias generales al hecho de que todos aprendemos de los demás y reaccionamos en consecuencia, pero un conocimiento más profundo del mercado bursátil requiere que los modelos que uno tiene reflejen la complejidad de la interacción de los inversores. En cierto sentido, el mercado es la interacción. Las acciones somos nosotros. Antes de examinar algunas de las consecuencias de esta complejidad, vamos a imaginar tres niveles posibles: el nivel micro, el nivel macro y el muero (me parece que acabo de inventar una palabra).
    El nivel micro se refiere a la contratación con información privilegiada, que siempre he considerado como un extraño tipo de delito. Pocas personas, sin ser psicópatas, sueñan con cometer asesinatos o robos, pero tengo la impresión de que muchos inversores tienen la fantasía de que consiguen información privilegiada y gracias a ella ganan un dineral. La idea de encontrarme sentado en un avión al lado de Bernie Ebbers y Jack Grubman (suponiendo que viajen en clase económica en vuelos regulares) y oír su conversación sobre una inminente fusión o una oferta pública de acciones, por ejemplo, me ha pasado varias veces por la cabeza. La contratación con información privilegiada parece situarse en el mismo extremo de lo que los inversores en Bolsa hacen de forma espontánea: recabar toda la información posible y actuar con ella antes de que otros la conozcan y comprendan lo que conocen y comprenden.

    1. Contratación con información privilegiada y procesamiento subterráneo de la información

    El tipo de contratación con información privilegiada al que me quiero referir aquí tiene que ver con unos movimientos de precios que todavía no parecen tener explicación. También está relacionada con el hecho de jugar bien al póquer, lo cual puede explicar por qué un programa de formación sobre uno de los fondos de protección de mayor éxito dedica una unidad importante a dicho juego. Las estrategias asociadas al póquer incluyen aprender no sólo las probabilidades que intervienen sino diversas técnicas de hacer faroles en el juego. Los operadores en el mercado de las opciones se relacionan, en general, relativamente poco con los operadores de otros mercados, lo cual deja la puerta abierta a todo tipo de estratagemas, informaciones sesgadas y explotación de las idiosincrasias.
    El ejemplo es una consecuencia de la noción de conocimiento compartido que se expuso en el capítulo 1. Recordemos que una pequeña dosis de información se convierte en conocimiento compartido por un grupo de personas cuando todas están al corriente de ella, saben que los demás la conocen, saben que los demás saben que la conocen, y así sucesivamente. Robert Aumann, el primero en definir este concepto, demostró un teorema que puede enunciarse más o menos de la siguiente forma: dos individuos no pueden estar siempre de acuerdo en que no lo están. A medida que sus pensamientos, que son respuestas racionales a distintas informaciones privadas, se convierten gradualmente en conocimiento compartido, se modifican y pueden llegar a coincidir.
    Cuando la información privada se convierte en conocimiento compartido, genera decisiones y actuaciones. Como puede atestiguar cualquiera que se haya fijado en la forma de hablar de los adolescentes, con toda su maraña de complicidades, esta transición al conocimiento compartido se basa a veces en enrevesadas inferencias sobre los pensamientos de los demás. Sergiu Hart, un economista de la Hebrew University que ha proseguido los trabajos de Aumann, demuestra esta afirmación con un ejemplo tomado del mercado bursátil. Es complicado en apariencia, pero no requiere ningún conocimiento previo, excepto cierta capacidad de descodificar las distintas variantes de rumores y decidir qué piensan realmente los demás.


    Hart propone el caso de una empresa que ha de tomar una decisión. Por seguir el leitmotiv de WorldCom, supongamos que se trata de una pequeña empresa de telecomunicaciones que ha de decidir si desarrolla un nuevo dispositivo «manos libres» o un móvil con alguna característica innovadora. Supongamos asimismo que la empresa tiene la misma probabilidad de decidir una cosa que otra y que, sea cual fuere la decisión, el producto escogido tendrá una probabilidad del 50 por ciento de convertirse en un éxito. Entenderemos por éxito, por ejemplo, que otra empresa les compre grandes cantidades del producto. Por consiguiente, existen cuatro resultados igualmente probables: Dispositivo+, Dispositivo−, Móvil+ y Móvil− (donde Dispositivo+ significa que se ha escogido el dispositivo y que ha sido un éxito, Dispositivo− que se ha escogido el dispositivo y que ha sido un fracaso, y análogamente con Móvil+ y Móvil−).
    Supongamos que hay dos inversores influyentes, Alicia y Bernardo. Ambos deciden que con la cotización actual, si la probabilidad de éxito de este producto es superior al 50 por ciento, deberían comprar, o seguir haciéndolo, pero que, si es inferior al 50 por ciento, deberían vender, o seguir haciéndolo.
    Es más, cada uno de ellos tiene informaciones distintas acerca de la empresa y, por sus contactos internos, Alicia sabe cuál fue la decisión sobre el producto, el dispositivo o el móvil, pero no sabe si tuvo o no éxito.

    Bernardo, por su situación en otra empresa, podría beneficiarse de las consecuencias de un proyecto fallido de móvil y sabe si se ha seleccionado el móvil y si dicha selección ha sido un fracaso. Es decir, Bernardo sabe si se ha producido Móvil− o no.
    Supongamos ahora que la empresa escogió finalmente producir el dispositivo. Por tanto, la situación es que o bien Dispositivo+ o bien Dispositivo−. Alicia conoce la situación
    Dispositivo mientras que Bernardo sabe que no ha sido Móvil− (pues no se han producido las consecuencias de lo contrario).
    Después de un primer periodo (horas, días o semanas), Alicia vende, ya que Dispositivo+ y Dispositivo− son igualmente probables, y cualquier inversor vende si la probabilidad de éxito es del 50 por ciento o menos. Bernardo compra, pues entiende que la probabilidad de éxito es de 2/3. Una vez eliminada la situación Móvil−, las posibilidades restantes son Dispositivo+, Dispositivo− y Móvil−, y dos de las tres serán éxitos.

    Después de un segundo periodo, la información de que la verdadera situación no es Móvil− ya forma parte del conocimiento compartido, pues en ese caso Bernardo hubiese vendido en el primer periodo. No constituye ninguna novedad para Alicia, quien continúa vendiendo. Bernardo sigue comprando.
    Después de un tercer periodo, la información de que la situación no es Móvil (ni Móvil+ ni Móvil−) ya forma parte del conocimiento compartido, pues en ese caso Alicia hubiese comprado en el segundo periodo. Por tanto, es Dispositivo+ o Dispositivo−, Tanto Alicia como Bernardo consideran que la probabilidad de éxito es del 50 por ciento y ambos venden y se produce un pequeño desplome de la cotización. (La venta de acciones por parte de los dos inversores influyentes provoca una venta generalizada).
    Conviene señalar que desde el principio tanto Alicia como Bernardo sabían que la situación verdadera no era Móvil−, pero su conocimiento era común, no compartido. Alicia sabía que Bernardo sabía que no era Móvil−, pero Bernardo no sabía que Alicia lo sabía. Desde el punto de vista de Bernardo, la situación verdadera podría ser Móvil+, en cuyo caso Alicia sabría la situación Móvil, pero no si es Móvil+ o Móvil−,


    Se puede modificar el ejemplo de muchas maneras: no es necesario introducir tres periodos antes del desplome de la cotización, pero sí un número arbitrario; puede hablarse de una burbuja (los vendedores se convierten de golpe en compradores) y no de un desplome; el número de inversores o grupos de inversión puede ser cualquiera; puede haber otras salidas distintas a la compra y la venta, como por ejemplo una decisión de escoger un método de selección de carteras u otro.
    En cualquier caso, la cotización del título queda afectada como consecuencia de informaciones de las cuales sólo algunos disponen. Sin embargo, el procesamiento subterráneo de la información va dando lugar a conocimiento compartido entre los inversores y desemboca eventualmente en un movimiento precipitado e inesperado de la cotización. Los analistas mostrarán su sorpresa ante el desplome de la cotización (o de la burbuja), argumentando que «no había sucedido nada».
    Este ejemplo también es aplicable a lo que sospecho que es una forma relativamente frecuente de contratación con información privilegiada, en la que sólo se conoce una parte de esa información, no la totalidad.

    2. Estrategias de contratación, el comportamiento caprichoso y el comportamiento de las hormigas
     

    Entre los operadores técnicos y los operadores en valores se produce una interacción entre inversores a un nivel macro. Esta interacción también contribuye a modificar sustancialmente las cotizaciones y se aprecia claramente en los modelos matemáticos de situaciones como las siguientes.
    Supongamos que los operadores en valores consideran que unos títulos concretos o el mercado bursátil en su conjunto están muy insuficientemente valorados. Empiezan a comprar y, al hacerlo, hacen que suban las cotizaciones. A medida que suben, se desarrolla una tendencia y los operadores técnicos, como acostumbran a hacer, la siguen, y hacen subir todavía más las cotizaciones. Muy pronto, los operadores en valores empezarán a considerar que el mercado está demasiado valorado, y procederán a vender. La tendencia anterior se irá frenando hasta que se invierta. Los operadores en valores, siempre dispuestos a seguir la tendencia, la seguirán y el ciclo comenzará de nuevo. Como es lógico, existen otras causas de posibles variaciones (una de ellas es el número de operadores técnicos y de operadores en valores en cada momento) y las oscilaciones son irregulares.
    Lo esencial de gran parte de estos modelos es que los operadores en valores a la contra tienen un efecto estabilizador sobre el mercado, mientras que los operadores técnicos hacen aumentar la volatilidad. Lo mismo ocurre con la contratación basada en los programas de ordenador, que presenta una tendencia a comprar y vender con criterios excesivamente rígidos. Existen otros tipos de interacciones entre las diversas clases de inversores que dan lugar a ciclos de duración variable, todos los cuales tienen repercusiones diferenciadas sobre los demás.


    Además de estas interacciones más o menos lógicas entre inversores, están también las influencias inspiradas pura y simplemente por el capricho. Esto sucede en el nivel que podríamos denominar «muero». Por ejemplo, recuerdo las numerosas ocasiones en que iniciaba de mala gana el trabajo sobre un proyecto y me venía a la cabeza un detalle engorroso sobre algún asunto carente de la más mínima importancia. A veces tenía que ver con la etimología de una palabra o con un colega cuya cartera abierta en una reunión del departamento dejaba ver una revista que hubiera preferido no mostrar o con una equivocación reciente de un número de teléfono. Estos detalles provocaban, a su vez, en mí una serie de cavilaciones y asociaciones que al final se convertían en un proyecto totalmente distinto. Otro ejemplo son mis decisiones impulsivas, mientras curioseaba en Borders-BGP, a la hora de hacer mi primera opción de compra al margen con WCOM.
    Cuando las decisiones caprichosas afectan a los analistas influyentes, el efecto es mucho más pronunciado. En diciembre de 2002 el New York Times publicó el caso de Jack Grubman, analista de las empresas de telecomunicaciones y padre ansioso. En un mensaje que envió a uno de sus amigos, Grubman presuntamente había explicado que su jefe, Sanford Weill, presidente de Citigroup, le había ayudado a inscribir a sus hijos (los de Grubman) en una guardería muy exclusiva después de que éste hiciese subir la calificación de AT&T en 1999. El autor del artículo, Gretchen Morgeson, explicó más tarde que Weill tenía razones personales para desear esa mejora de la calificación. Que sea cierto o falso es lo de menos. Sin embargo es difícil creer que este tipo de influencias sea algo poco frecuente.
    Estos hechos me llevan a pensar que la economía y la ciencia de las finanzas nunca serán disciplinas precisas. En cualquier compra o venta hay una componente en la que se manifiesta esta incertidumbre, por lo menos a veces. La obra Butterfly Economics, del teórico de la economía británico Paul Ormerod, critica esas disciplinas por no tener suficientemente en cuenta la idea básica de que, queriendo o sin querer, unas personas influyen sobre otras.

    Como ya se vio en el capítulo 2, los individuos no disponen de un sistema de preferencias fijas sobre las que basar racionalmente sus decisiones económicas. El supuesto de que los inversores sólo se fijan en el precio y unas cuantas relaciones hace que los modelos matemáticos sean más sencillos, pero no siempre está en consonancia con nuestra propia experiencia sobre los caprichos, las modas y el comportamiento cotidiano de la gente, basado en la imitación a los demás.
    Ormerod describe una experiencia con hormigas, que ha resultado una metáfora útil. A distancias iguales de un gran nido de hormigas se disponen dos grandes montones de alimentos. Se impide que los montones disminuyan, a base de reponer automáticamente los alimentos, de forma que las hormigas no tengan ningún motivo para preferir un montón a otro. Los entomólogos explican que cuando una hormiga ha encontrado comida, suele regresar a la misma fuente. Entonces, al volver al nido, estimula físicamente a otras hormigas que hayan ido al otro montón para que se dirijan hacia el primer montón.

    ¿Hacia dónde van las hormigas? Se podría pensar que o bien se dividen en dos grupos más o menos iguales o bien una mayoría de ellas se decanta arbitrariamente por uno u otro montón. El comportamiento real es muy poco intuitivo. El número de hormigas que se dirigen a un montón fluctúa enormemente y no se estabiliza en ningún momento. El gráfico de esas fluctuaciones se parece muy sospechosamente al de las fluctuaciones del mercado bursátil.
    Y, en cierto sentido, las hormigas se comportan como los operadores en Bolsa (o como la gente que está decidiendo si hacer o no una opción de compra al margen). Al abandonar el nido, cada hormiga ha de tomar una decisión: ir al montón visitado la última vez, dejar que se imponga la influencia de otra hormiga e ir al otro montón o ir directamente al otro montón por propia iniciativa. Esta ligera apertura hacia la influencia de las demás hormigas basta para garantizar las complicadas y volátiles fluctuaciones en el número de hormigas que se dirigen a cada montón.
    Un modelo formal y sorprendentemente sencillo de esta influencia es el que propone Stephen Wolfram en su libro A New Kind of Science. Supongamos un imponente muro de ladrillos en el que cada ladrillo se apoya sobre los dos ladrillos inferiores y sobre él se apoyan, excepto en la fila más alta, los dos ladrillos superiores. Imaginemos que la fila más alta tiene algunos ladrillos rojos y otros verdes. El color de los ladrillos de la fila más alta determina el color de los ladrillos de la fila inmediatamente inferior, según el criterio que se expone a continuación: se escoge un ladrillo de esa segunda fila y se comprueba el color de los dos ladrillos de la fila inmediatamente superior que se apoyan sobre él. Si exactamente uno de los dos es verde, entonces se pinta de verde el ladrillo de la segunda fila. Si ambos son verdes, o ninguno de ellos, se pinta de rojo el ladrillo de la segunda fila. Se repite el proceso con todos los ladrillos de la segunda fila.

    El color de los ladrillos de la segunda fila determina el color de los ladrillos de la tercera fila, según el mismo criterio y, en general, el color de los ladrillos de cualquier fila determina el color de los ladrillos de la fila inmediatamente inferior, con el mismo criterio. Eso es todo.
    Ahora podemos considerar que cada fila de ladrillos es una colección de inversores en un momento dado. Los verdes son los compradores y los rojos los vendedores. El cambio de las opiniones de los inversores a lo largo del tiempo queda reflejado en la cambiante combinación de colores de las sucesivas filas de ladrillos. Si P es la diferencia entre el número de ladrillos verdes y el número de ladrillos rojos, entonces puede pensarse que P es una magnitud equivalente a la cotización del título. Al hacer un gráfico de P, se observa que oscila arriba y abajo de manera aparentemente aleatoria.
    Se puede hacer que el modelo sea más realista, pero resulta significativo que incluso esta versión tan sencilla pone de manifiesto que existe cierto ruido generado internamente al azar, como sucede con el comportamiento de las hormigas.
    Este hecho sugiere que una parte de la oscilación de la cotización del título también está generada internamente y no es sino la respuesta a las reacciones de los inversores entre sí. La idea básica del libro de Wolfram, someramente presentada aquí, es que el comportamiento complejo puede ser el resultado de unas reglas de interacción muy sencillas.

    3. Caos e incertidumbre

    ¿Cuál es la importancia relativa de la información privada, las estrategias de contratación de los inversores o el puro capricho, a la hora de predecir el comportamiento del mercado? ¿Cuál es la importancia relativa de las informaciones económicas convencionales (tipos de interés, déficit presupuestario, escándalos contables y saldos comerciales), las que proceden de la cultura popular (en el mundo de los deportes, el cine y la moda) y los acontecimientos políticos y militares (terrorismo, elecciones, guerra, etcétera), elementos de tal variedad que es imposible englobarlos en una categoría? Si tuviésemos que definir de forma adecuada el problema de la predicción precisa del comportamiento del mercado de valores, veríamos que es probablemente lo que los matemáticos suelen llamar un problema universal, es decir, un problema cuya solución completa conduce de inmediato a soluciones de una clase más amplia de otros problemas. En otras palabras, es un problema de predicción en el ámbito de las ciencias sociales tan difícil como podamos llegar a imaginar.


    Las complejas conexiones entre esas variables no se tienen suficientemente en cuenta, ni siquiera las conexiones entre las variables económicas. Por ejemplo, los tipos de interés tienen repercusiones sobre las tasas de desempleo, que a su vez influyen sobre los ingresos; el déficit presupuestario repercute sobre el déficit comercial; el fraude empresarial incide sobre la confianza de los consumidores, lo cual puede contraer el mercado bursátil y alterar otros índices; los ciclos económicos naturales de diversos periodos se superponen entre sí; un aumento de algún índice o alguna magnitud puede hacer variar positiva o negativamente otros índices, reforzándolos o debilitándolos, y provocar reacciones sobre el índice inicial.

    Muy pocas de estas asociaciones pueden describirse con precisión mediante una recta. El matemático enseguida piensa en el tema de la dinámica no lineal, también llamada teoría del caos. El tema no tiene que ver con los textos anarquistas o los manifiestos surrealistas, sino con el comportamiento de los llamados sistemas no lineales. A nuestros efectos, puede considerarse que consisten en una colección cualquiera de partes cuyas interacciones y conexiones vienen descritas por reglas o ecuaciones no lineales. Dicho de otro modo, las variables de las ecuaciones pueden aparecer multiplicadas entre sí o afectadas por alguna potencia, o varias. Por consiguiente, las partes del sistema no se relacionan necesariamente entre sí de forma proporcional, como sucede, por ejemplo, en una báscula de baño o un termómetro, en los que, al doblar la cantidad de una parte, no se dobla la cantidad de la otra. Lo que se consigue no es proporcional a lo que se aporta. No es sorprendente, pues, que intentar predecir el comportamiento de estos sistemas sea a veces un esfuerzo vano.

    En lugar de dar aquí una definición técnica de los sistemas no lineales, vamos a describir un caso físico concreto. Supongamos que estamos ante una mesa de billar y que sobre ella hay unos 25 obstáculos redondos bien sujetos a la superficie y repartidos al azar. Llamamos al mejor jugador de billar que podamos conseguir y le pedimos que coloque una bola sobre un lugar determinado del tapete y la lance hacia uno de los obstáculos redondos. A continuación le pedimos que repita el lanzamiento con otra bola, desde el mismo lugar. Incluso si el ángulo de su segundo lanzamiento difiere del primero en sólo una pequeñísima fracción de grado, las trayectorias de las dos bolas pronto se separarán considerablemente. Cualquier diferencia infinitesimal del ángulo de impacto se irá multiplicando en las sucesivas colisiones con los distintos obstáculos y pronto una de las bolas chocará contra un obstáculo que la otra haya evitado. A partir de entonces, desaparece cualquier semejanza entre las trayectorias de las dos bolas.
    La sensibilidad de las trayectorias de las bolas de billar ante cualquier variación, por pequeña que sea, de sus ángulos iniciales es una característica de los sistemas no lineales. Lo más probable es que la divergencia de las bolas de billar no tenga ese efecto desproporcionado que tienen algunos acontecimientos en apariencia insustanciales como un encuentro agradable, perder un avión o cualquiera de los errores o situaciones inesperadas que conforman nuestra vida.


    Esta dependencia tan sensible de los sistemas no lineales ante diferencias a veces muy pequeñas de las condiciones iniciales guarda relación, insisto, con diversos aspectos del mercado bursátil en general y, en concreto, con algunas de sus respuestas desproporcionadas ante estímulos en apariencia de escasa entidad, como puede ser el hecho de que una empresa no logre cumplir sus objetivos por muy poco. Como es lógico, a veces las diferencias son más sustanciales. Basta comparar las notorias discrepancias entre las cifras proporcionadas por el gobierno sobre el volumen de los excedentes presupuestarios y los estados de cuentas de las empresas, por un lado, y las cifras «reales», por otro.
    Algunos aspectos del comportamiento de las inversiones se explican mucho mejor mediante modelos basados en sistemas no lineales que con sistemas lineales, a pesar de que éstos son mucho más sólidos, pues unas pequeñas diferencias en las condiciones iniciales sólo producen unas pequeñas diferencias en el resultado final. También son más fáciles de predecir matemáticamente y, por tanto, son los más utilizados, con independencia de que su aplicación sea o no apropiada. Es como aquella historia del economista que ha perdido las llaves del coche y las busca debajo de la farola. «Posiblemente las hayas perdido cerca del coche», le dice su acompañante, y el economista responde: «Ya lo sé, pero aquí se ve mejor».

    El «efecto mariposa» es la expresión que se suele utilizar para aludir a la dependencia sensible de los sistemas no lineales, una característica que puede observarse en fenómenos tan dispares como el flujo de un fluido y las fibrilaciones cardiacas hasta la epilepsia y las fluctuaciones de precios. La idea es que, al batir sus alas, una mariposa de América del Sur puede modificar los sistemas climáticos del futuro y provocar, por ejemplo, un tomado en Oklahoma que, de lo contrario, no se hubiese producido. También explica que no es posible en general predecir con precisión y a largo plazo el comportamiento de los sistemas no lineales. Esta imposibilidad no es el resultado del azar sino de una complejidad demasiado grande para poder comprenderla.
    Otra razón para sospechar que algunas partes del mercado pueden representarse más adecuadamente mediante sistemas no lineales es que las «trayectorias» de estos sistemas suelen ser curvas fractales. Las trayectorias de estos sistemas, de las que los movimientos de las cotizaciones pueden ser un buen ejemplo, resultan ser aperiódicas e impredecibles y, cuando se examinan de cerca, todavía presentan un grado de complejidad mayor. Un examen todavía más detallado de las trayectorias de los sistemas pone de manifiesto la existencia de vórtices más pequeños y complicaciones adicionales del mismo tipo.


    En general, los fractales son curvas, superficies u objetos en espacios de más dimensiones que presentan un mayor grado de complejidad, aunque del mismo tipo, a medida que nos acercamos a ellos. La línea de costa, por poner un ejemplo clásico, tiene una forma dentada característica a cualquier escala que se dibuje, ya sea en las fotos de toda la costa obtenidas por satélite, ya sea en el dibujo que podemos hacer después de pasear un buen rato a lo largo del mar o cuando examinamos unos cuantos centímetros con una lupa. La superficie de una montaña parece básicamente la misma para un observador gigante de 70 metros de altura o para un insecto a ras de tierra. El ramaje de un árbol nos parece igual a nosotros que a los pájaros, o incluso que a los gusanos y los hongos, en el caso idealizado de un ramaje infinito.
    Como ha escrito el descubridor de los fractales, el matemático Benoît Mandelbrot, «las nubes no son esferas, las montañas no son conos, el horizonte no es un círculo y la corteza no es lisa; tampoco el relámpago se desplaza en línea recta». Éstas y otras muchas formas de la naturaleza se parecen mucho a los fractales y se caracterizan por líneas en zigzag, irregularidades y entrantes y salientes a cualquier escala de forma que, si miramos más de cerca, encontramos circunvoluciones similares, pero todavía más complicadas.

    ¿Cómo se traduce todo esto en los títulos bursátiles? Empezando con los modelos básicos arriba-abajo-arriba y abajo-arriba-abajo de los posibles movimientos de las cotizaciones, sustituyendo continuamente cada uno de los tres segmentos de los modelos por versiones de uno de los modelos básicos escogidas al azar y modificando ligeramente las aristas para poder reflejar los cambios de la volatilidad, Mandelbrot ha construido lo que se ha llamado «falsificaciones» multifractales. Se trata de modelos del movimiento de las cotizaciones cuya apariencia general no puede distinguirse de los movimientos de las cotizaciones reales. En cambio, otros puntos de vista sobre los movimientos bursátiles como, por ejemplo, la teoría de recorrido aleatorio dan lugar a modelos claramente distintos de los movimientos de las cotizaciones reales.
    De momento estos modelos multifractales sólo son descriptivos y no permiten predecir variaciones específicas de las cotizaciones. Por su modestia, así como por su sofisticación matemática, difieren de las ondas de Elliott mencionadas en el capítulo 3.


    Aunque todo esto no demuestre que el caos (en el sentido matemático) reina en el mercado bursátil (o en una parte de él), es muy sugerente. Las oleadas ocasionales de volatilidad extrema que sacuden a veces al mercado bursátil no pueden ser tan fácilmente explicadas por los enfoques tradicionales del mundo de las finanzas, unos enfoques que Mandelbrot compara con «las teorías del oleaje que impiden que las olas alcancen dos metros».


    4. Movimientos extremos, ley potencial y la red

    Los seres humanos constituyen una especie social, lo cual implica que están conectados entre sí, unos más que otros. Esta afirmación es especialmente verdadera en el ámbito financiero. Todos los inversores responden no sólo a consideraciones económicas hasta cierto punto objetivas sino también, y en diversos grados, a los pronunciamientos económicos de los líderes nacionales o internacionales (entre los que se incluye especialmente al señor Greenspan), la confianza de los consumidores, las calificaciones empresariales otorgadas por los analistas, los informes generales y las noticias de los medios de comunicación económicos, los boletines de inversión, el comportamiento de los fondos y las grandes instituciones, las opiniones de los amigos, los colegas y, por supuesto, las del siempre criticado cuñado.


    La conexión entre los cambios en las cotizaciones bursátiles y la variedades de respuestas e interacciones me sugieren que las redes de comunicación, los grados de conectividad y los llamados fenómenos mundanos («¡Oh!, tendrías que conocer al especialista en estética de la tercera mujer de mi tío Waldo») arrojan luz sobre las formas de actuar de Wall Street.
    Primero, la historia convencional. Los movimientos de una cotización o un índice a lo largo de pequeñas unidades de tiempo suelen ser ligeramente positivos o ligeramente negativos, y pocas veces muy positivos o muy negativos. Una buena parte del tiempo, la cotización subirá o bajará entre el 0 por ciento y el 1 por ciento; durante un periodo menor de tiempo lo hará entre el 1 por ciento y el 2 por ciento; y muy pocas veces el movimiento será de, por ejemplo, el 10 por ciento en un sentido u otro. En general, estos movimientos pueden representarse adecuadamente por una curva normal en forma de campana. El movimiento más probable en una unidad pequeña de tiempo es un cambio minúsculo por encima de cero, que reflejará la tendencia alcista a largo plazo (e invisible en lo inmediato) del mercado, pero sigue siendo cierto que los movimientos exagerados de las cotizaciones, ya sean positivos o negativos, son raros.

    Sin embargo, desde hace tiempo ha quedado claro (de hecho, desde Mandelbrot) que los movimientos exagerados no son tan raros como predice la curva normal en forma de campana. Si se miden, por ejemplo, los cambios que experimentan los precios de las materias primas en una larga serie de pequeñas unidades de tiempo y se visualizan en forma de un histograma, se observará que el gráfico es más o menos normal hacia el centro. Sin embargo, la distribución de los movimientos de las cotizaciones de las mercancías parece presentar «extremos» más pronunciados que la distribución normal, lo cual sugiere que los desplomes y las burbujas de una cotización, un índice o el mercado en su totalidad son menos probables de lo que muchos estarían dispuestos a admitir. De hecho, existen indicios que sugieren que para describir los movimientos muy grandes de las cotizaciones bursátiles es preferible recurrir a la llamada ley potencial (cuya definición aparece más abajo) y no a los extremos de la curva normal.


    Otra forma de presentar esta situación requiere las nociones de conectividad y redes. Todos hemos oído manifestaciones de sorpresa de gente que ha encontrado algún conocido en algún lugar muy alejado de su casa. (Lo que a mí me sorprende es que la gente se siga sorprendiendo de ese tipo de cosas). Muchos han oído hablar también de los pretendidos seis grados de separación existentes entre dos personas cualesquiera en Estados Unidos. (En realidad, con unas hipótesis razonables, puede decirse que cualquiera de nosotros se relaciona con los demás mediante dos conexiones por término medio, aunque no podamos decir quiénes son esos dos intermediarios). Otra conocida variante de esta idea tiene que ver con el número de conexiones cinematográficas existentes entre actores de cine, por ejemplo, entre Marlon Brando y Christina Ricci o entre Kevin Bacon y cualquier otro. Si A y B actuaron juntos en X y B y C lo hicieron en Y, entonces A se relaciona con C a través de esas dos películas.

    Aunque es posible que no conozcan a Kevin Bacon y sus películas, la mayoría de los matemáticos saben de Paul Erdös y sus teoremas. Erdös fue un prolífico matemático húngaro que trabajó en diversos centros y escribió centenares de artículos sobre una gran variedad de temas matemáticos a lo largo de su vida. Muchos de los artículos los firmó conjuntamente con otros matemáticos, de quienes se dice, por consiguiente, que tienen el número Erdös 1. A aquellos matemáticos que han escrito un artículo con alguien que tenga el número Erdös 1 se les asigna el número Erdös 2, y así sucesivamente.

    Las ideas acerca de las redes informales nos llevan con toda naturalidad a la red de redes, Internet, y a las maneras de analizar su estructura, su forma y su «diámetro». Por ejemplo, ¿cómo están conectadas entre sí los casi mil millones de páginas que hay en la red? ¿Cuál es una buena estrategia de búsqueda? ¿Cuántos enlaces contiene por término medio una página? ¿Cuál es la distribución de los tamaños de los documentos? ¿Hay muchos que tengan, por ejemplo, mil enlaces? Y, tal vez la pregunta más intrigante: ¿cuántas veces, por término medio, hay que apretar el botón del ratón para pasar de un documento a otro, ambos previamente seleccionados al azar?


    Hace unos dos años, un físico de la Universidad de Notre Dame, Albert-László Barabasi, y dos de sus colaboradores, Réka Albert y Hawoong Jeong, publicaron unos resultados que confirmaban la idea de que la red está creciendo y que sus documentos se relacionan entre sí de una forma bastante colectiva que explica, entre otras cosas, el número inusitadamente elevado de documentos que gozan de una gran popularidad. El creciente número de páginas en la red y el «efecto gregario» de muchas páginas que apuntan hacia direcciones muy visitadas, lo cual provoca que aumente proporcionalmente el número de páginas que hacen lo mismo, son los dos elementos que traen a colación la ley potencial.
    Barabasi, Albert y Jeong han demostrado que la probabilidad de que un documento tenga k enlaces es aproximadamente proporcional a 1/k3, o inversamente proporcional a la tercera potencia de k. (He simplificado un poco la expresión, ya que el modelo sugiere un exponente de 2,9). Todo esto quiere decir, por ejemplo, que existen aproximadamente ocho veces menos documentos con 20 enlaces que documentos con 10 enlaces, puesto que l/203 es un octavo de 1/103. Por tanto, el número de documentos con k enlaces disminuye rápidamente a medida que aumenta k, pero no tanto como lo haría si siguiese una distribución en forma de campana. Por esta razón, la distribución según la ley potencial tiene un extremo más marcado (más casos de valores de k muy elevados) que la distribución normal.

    Las leyes potenciales (también llamadas por algunos leyes de escala o de Pareto) son características de la red y parecen serlo también de muchos otros sistemas complejos que se organizan según mecanismos muy sensibles. El físico Per Bak ha trabajado durante mucho tiempo sobre ellas y en su libro How Nature Works señala que las leyes del tipo 1/km (para distintos valores del exponente m) son muy frecuentes en procesos biológicos, geológicos, musicales y económicos y suelen aparecer en una gran variedad de sistemas complejos. Los atascos de tráfico, por citar otro ámbito y una dinámica en apariencia distinta, también parecen regirse por una ley potencial, de forma que un atasco de k vehículos tiene una probabilidad de producirse de 1/km, siendo m un valor adecuado.
    La ley potencial también se aplica a la lingüística. En inglés, por ejemplo, la palabra «the» es la que aparece con mayor frecuencia y se dice que tiene rango 1; las palabras «of», «and» y «to» tienen rango 2, 3 y 4, respectivamente. «Chrysanthemum», en cambio, tiene un rango mucho más elevado. La ley de Zipf establece una relación entre la frecuencia de un palabra y su rango k y afirma que la frecuencia de una palabra en un texto escrito es proporcional a 1/k1 es decir, inversamente proporcional a la primera potencia de k. (He vuelto a redondear el exponente, que en este caso es casi igual a la unidad, aunque no coincide con ella). Por tanto, una palabra relativamente poco frecuente en los textos, de rango 10.000, seguirá apareciendo con una frecuencia proporcional a 1/10.000, en lugar de no aparecer prácticamente, como sugiere una distribución de frecuencias de palabras descrita por los extremos de una distribución normal. El número de habitantes de las ciudades también se rige por una ley potencial cuyo exponente k es muy próximo a la unidad, de forma que la k-ésima mayor ciudad tiene una población proporcional a 1/k.


    Una de las consecuencias más intrigantes del modelo de Barabasi-Albert-Jeong es que, debido a que la distribución de los enlaces desde y hacia documentos de los sitios de la red (los nodos de la red) sigue una ley potencial, el diámetro de la red sólo equivale a 19 pulsaciones del botón del ratón. Lo que quieren decir con esto es que cualquiera puede desplazarse desde una página seleccionada al azar a otra también seleccionada al azar apretando aproximadamente unas 19 veces el botón del ratón, bastantes menos de lo que muchos habían pensado. Por otra parte, comparando este número con el número mucho menor de conexiones entre dos personas seleccionadas al azar, podemos preguntarnos por qué es tan grande ese diámetro. La respuesta es que una página media de la red sólo contiene 7 enlaces, mientras que la persona media conoce a centenares de personas.
    Aunque se espera que la red crezca en un factor 10 en los próximos años, su diámetro sólo crecerá en un par de pulsaciones del botón, de 19 a 21. El crecimiento y los supuestos sobre números de enlaces que hemos utilizado más arriba indican que el diámetro D de la red se rige por una ley logarítmica; D es ligeramente superior a 2 log(N), siendo N el número de documentos, que en la actualidad es del orden de mil millones.

    Si se comprueba la validez del modelo de Barabasi (para ello es necesario realizar más estudios), resultará que la red no es ni tan inmanejable ni imposible de atravesar como se dice. Sus documentos están mucho más relacionados entre sí
    de lo que lo estarían si la probabilidad de que un documento tenga k enlaces viniese dada por una distribución normal.

    ¿Qué importancia tienen las leyes potenciales, las redes y los diámetros de éstas en los movimientos extremos de las cotizaciones? Los inversores, las empresas, los fondos de inversión colectiva, las agencias bursátiles, los analistas y los medios de comunicación económicos están conectados entre sí a través de una red muy amplia y poco definida cuyos nodos influyen sobre los nodos a los que están conectados. Es probable que esta red sea mucho más densa y contenga nodos mucho más conocidos (y, por tanto, más influyentes) de lo que la gente cree. Pero este hecho no tiene ninguna repercusión en la mayoría de las ocasiones y los movimientos de las cotizaciones que resultan de la suma de una multitud de actuaciones independientes de los inversores se rigen por una distribución normal.
    Sin embargo, cuando el volumen de contratación es muy grande, las operaciones bursátiles reciben una fuerte influencia de unos pocos nodos muy visitados —los fondos de inversión colectiva, por ejemplo, o los analistas o los medios de comunicación económicos— y acaban ajustándose a sus opiniones, lo cual puede dar lugar a movimientos extremos de las cotizaciones. (Debido a su volumen, WCOM se situaba a veces a la cabeza del índice Nasdaq durante su prolongada caída). Vale la pena insistir en que la existencia de unos pocos nodos muy conocidos se debe a que sus frecuencias se representan mediante una ley potencial y no según una distribución normal. El hecho de que las opiniones se ajusten a un puñado de nodos muy conocidos, muy conectados entre sí y muy influyentes es mucho más frecuente de lo que se piensa, y otro tanto sucederá con los movimientos extremos de las cotizaciones.


    Otros ejemplos sugieren que el exponente m que aparece en las expresiones relacionadas con el mercado bursátil, 1/km, tiene un valor ligeramente superior a 3, pero no hay nada definitivo al respecto. La red de contratación de valores tiene un comportamiento más gregario y volátil que el que se le atribuye normalmente. El hundimiento económico de 1929, la caída de 1987 y el desastre reciente de las empresas «punto com» tal vez no deban considerarse como aberraciones inexplicables, sino como consecuencias naturales de la dinámica de redes.

    Es evidente que queda mucho por hacer hasta llegar a comprender esa presencia tan fuerte de las leyes potenciales. A mi entender, lo que se necesita es algo así como el teorema del límite central en estadística, que explica por qué la curva normal aparece en tantos y tan variados contextos. Las leyes potenciales proporcionan una explicación, aunque no irrefutable, de la frecuencia de burbujas y hundimientos de las Bolsas, así como de la llamada «concentración de la volatilidad» que parece caracterizar los mercados bursátiles reales. También refuerza la impresión de que el mercado es un ente verdaderamente distinto de lo que las ciencias sociales estudian habitualmente, o tal vez sea porque los investigadores en ciencias sociales han estado estudiando estos entes con un enfoque equivocado.
    Debo señalar que mi interés por las redes y su capacidad de conexión guarda alguna relación con mi interés por WorldCom, la empresa propietaria no sólo de MCI sino, como ya he mencionado dos veces, de UUNet, la «espina dorsal de Internet». Las obsesiones tardan en desaparecer.

    5. Disparidades económicas y desproporciones mediáticas

    WorldCom hubiese podido tener su sede en Mississippi, pero Bemie Ebbers, que se daba un aire campechano, poco pretencioso, ejerció una influencia política y económica muy superior desde luego a la del ciudadano medio de ese estado o del empleado medio de WorldCom. Puede servir de sinécdoque de lo siguiente.


    Muchos indicios apuntan a que la ley potencial desempeña un papel importante en la economía, los medios de comunicación y la política, así como en el mercado bursátil. Entre otros muchos ámbitos sociales, la dinámica que implica la ley potencial puede favorecer el desarrollo de más centros de concentración de los que se puede esperar en caso contrario y, en consecuencia, dar lugar a unas elites más poderosas en los ámbitos de la economía, los medios de comunicación y la política, con las consiguientes enormes disparidades. Ya sea o no el caso, y sean o no necesarias las enormes disparidades para que funcionen las sociedades complejas, lo cierto es que esas disparidades imperan en Estados Unidos. Por ejemplo, un número relativamente pequeño de personas posee una cuota de riqueza desproporcionadamente grande y un número relativamente pequeño de personas es objeto de continua atención por parte de los medios de comunicación de una forma desproporcionada.
    Hace un par de años, las Naciones Unidas elaboraron un informe en el que se decía que la riqueza de las tres familias más ricas del mundo —la familia Gates, el sultán de Brunei y la familia Walton— superaba el producto nacional bruto conjunto de las 43 naciones más pobres del mundo. La afirmación de las Naciones Unidas tal vez sea engañosa, en el sentido de que mezcla peras y manzanas, pero a pesar de las sumas y restas, las manipulaciones efectuadas a partir de las listas de las 400 personas más ricas según la revista Forbes y los datos económicos de los países subdesarrollados, es seguro que, con las modificaciones adecuadas, puede sacarse alguna conclusión válida.

    (Por otra parte, la distribución de la riqueza en algunos de los países más pobres del mundo —donde todos sus habitantes se ven afectados por la pobreza— es, con toda seguridad, más uniforme que en nuestro país, lo cual indica que la igualdad relativa no es tampoco una buena solución al problema de la pobreza. Sospecho que unas disparidades de riqueza significativas, aunque no escandalosas, son capaces de generar más riqueza que una uniformidad relativa, siempre y cuando la sociedad cumpla algunas condiciones mínimas, como un estado de derecho y unas elementales oportunidades educativas y de otros tipos, y permita un mínimo de propiedad privada).
    La dinámica por la cual los ricos se hacen más ricos se hace todavía más patente en la industria farmacéutica, cuyas empresas gastan muchísimo más dinero en la búsqueda de sustancias químicas que contribuyan a mantener el estilo de vida de los ricos que a salvar la vida de los centenares de millones de pobres del mundo. En lugar de buscar remedios para la malaria, la diarrea, la tuberculosis y las enfermedades respiratorias agudas, los esfuerzos se orientan hacia los tratamientos contra las arrugas, la impotencia, la calvicie y la obesidad.


    Diversos estudios indican que la relación entre la remuneración de un director general de una empresa estadounidense y la de un empleado medio de la misma empresa se sitúa en torno a 500, con independencia de que el director general haya contribuido o no a mejorar la situación de la empresa o esté pendiente o no de procesamiento. (Si suponemos que en un año hay 250 días laborables, un simple cálculo nos indica que un director general sólo necesita medio día para ganar lo que el empleado medio tarda todo un año en ganar). El profesor Edward Wolff de la New York University ha calculado que el 1 por ciento de los norteamericanos más ricos poseen la mitad de todos los títulos bursátiles, bonos y demás activos. Y Robert Frank, de la Comell University, ha descrito cómo el modelo de compensación del tipo «el ganador se lo lleva todo» propio de los ámbitos del ocio y el deporte se ha extendido a otros campos de la vida del país.

    La arrogancia suele ir de la mano de esas compensaciones exorbitantes. La empresa de alta tecnología WorldCom tuvo que hacer frente a un sinfín de problemas hasta su hundimiento en 2002. ¿Utilizó Bernie Ebbers esa legión de profesionales altamente calificados de la empresa (por lo menos los que no habían sido despedidos o los que la habían abandonado voluntariamente) para concebir una estrategia capaz de sacar a la compañía de sus apuros? No; en cambio, para ahorrar dinero eliminó la distribución gratuita de café a los empleados. Cuando Tyco se precipitaba hacia el abismo, Dennis Kozlowski, su director general, gastó millones de dólares de la empresa en objetos personales, incluida una cortina de baño de 6000 dólares, un parasol de 15.000 dólares y un apartamento en Manhattan de 7 millones de dólares.

    (Incluso algunos directores generales con éxito distan mucho de comportarse como caballeros. Hace un par de años, el de Oracle, Larry Ellison, un feroz enemigo de Bill Gates, admitió haber espiado a Microsoft. Lo divertido es que los fisgones de Oracle no utilizaron los últimos avances de la electrónica, sino que intentaron comprar la basura de un grupo favorable a Microsoft para buscar en ella pistas sobre los planes de relaciones públicas de Microsoft. Estamos hablando de garabatos en papeles en las papeleras y de direcciones en sobres rotos y no del desvío de correos electrónicos o de Internet; estamos hablando de gérmenes y bacterias y no de virus informáticos).


    ¿Qué hay que hacer con estas historias? Afortunadamente, el comunismo ha quedado desacreditado, pero los mercados libres no regulados o poco regulados (como pone de manifiesto el comportamiento de algunos contables, analistas, directores generales y, por qué no decirlo, algunos inversores codiciosos, ilusos y de cortas miras) presentan algunos inconvenientes evidentes. Algunas de las reformas propuestas por el Congreso en el año 2002 pueden ser útiles en este sentido, pero me gustaría expresar aquí mi inquietud por estas enormes y crecientes disparidades económicas.
    La misma pronunciada desproporción que caracteriza nuestro contexto económico afecta también a los medios de comunicación. Los famosos son cada vez más famosos, las celebridades aparecen cada vez más en los medios. (Escoja usted sus diez ejemplos favoritos). Las revistas y la televisión dedican cada vez más tiempo a preguntar quién es famoso y quién no lo es. Incluso un motor de búsqueda como Google dispone de una versión en la que los internautas pueden consultar qué temas y qué personas han recibido más visitas en la semana anterior. Los altibajos de las celebridades parecen dar lugar a un mercado en el que casi todos los «operadores» son operadores técnicos que intentan adivinar lo que piensan los demás, y no operadores en valores a la búsqueda de riqueza.
    El mismo modelo sirve para el mundo de la política. En general, en la primera página de un periódico, o en su sección principal, el número uno de los que generan noticias es, sin ninguna duda, el presidente de Estados Unidos. Otros personajes capaces de generar noticias son los candidatos presidenciales, los miembros del Congreso y otros funcionarios públicos.

    Hace veinte años, en su libro Deciding What's News, Herbert Gans escribió que el 80 por ciento de las noticias de ámbito nacional que se emitían por televisión tenían que ver con cuatro tipos de personas; la mayoría del 20 por ciento restante se ocupaba de los otros 280 millones de norteamericanos. Menos del 10 por ciento de todas las noticias se referían a abstracciones, objetos o sistemas. La situación ha cambiado poco desde entonces (excepto en las redes por cable donde dominan los sucesos, los juicios y la obsesión por el terrorismo). Los periódicos cubren muchos más temas, pero según algunos estudios hasta el 50 por ciento de las fuentes de las noticias de ámbito nacional publicadas en las primeras páginas del New York Times y del Washington Post eran fuentes oficiales del gobierno de Estados Unidos. Internet cubre muchos más temas todavía, pero también en este caso se advierten signos intensos e inequívocos de un aumento de la concentración y la jerarquización.


    ¿Qué puede decirse de las noticias sobre el extranjero? La frecuencia de las noticias relativas a personalidades del extranjero demuestra que el sesgo es muy parecido. Se nos habla de jefes de gobierno, de los líderes de los partidos o fuerzas de la oposición, y algunas veces de otra gente, pero raramente aparecen personas normales. La regla periodística según la cual un norteamericano equivale a 10 ingleses o a 1.000 chilenos o a 10.000 ruandeses varía a lo largo del tiempo y en función de las circunstancias, pero refleja una verdad incontestable. Los norteamericanos, como cualquier otro colectivo, sienten menos preocupación por algunas partes del mundo que por otras. Ni siquiera el ataque terrorista de Bali tuvo prácticamente eco en los medios de comunicación norteamericanos, en muchas regiones del mundo no hay corresponsales de prensa, lo cual, de hecho, las hace invisibles.
    Estas disparidades pueden parecer la consecuencia natural de unas sociedades complejas, pero eso no significa que tengan que ser tan acusadas como lo son en la actualidad o que siempre tengamos que aceptarlas. Tal vez los recientes aumentos de la volatilidad de los mercados bursátiles sean un indicador de que se avecinan disparidades sociales todavía mayores.



    Capítulo 9
    De la paradoja a la complejidad
    Contenido:
    1. La paradójica hipótesis del mercado eficiente
    2. El dilema del prisionero y el mercado
    3. Más allá del horizonte de complejidad
    4. Teoría de juegos e inversores/psicólogos sobrenaturales
    5. Mensajes electrónicos absurdos y desenlace del asunto WorldCom

    Groucho Marx juró que nunca había querido pertenecer a un club que estuviese dispuesto a aceptarle como miembro. Epiménides el Cretense exclamó (casi) inconscientemente: «Todos los cretenses mienten». El fiscal de la acusación afirma con estruendo: «Tiene usted que responder "sí" o "no". ¿Va a decir "no"?». El invitado del programa de entrevistas lamenta que su hermano sea hijo único. El autor de un libro sobre inversiones sugiere que sigamos a las decenas de miles de sus lectores que han tomado un rumbo distinto al del conjunto de inversores.
    Posiblemente debido a mis estudios sobre lógica matemática y a mi interés por las paradojas y las autorreferencias, me siento inclinado a analizar los aspectos paradójicos y autorreferenciales del mercado bursátil y, en particular, de la hipótesis del mercado eficiente. ¿Puede demostrarse su validez? ¿Puede demostrarse que no es válida? Estas preguntas plantean un problema más profundo. En mi opinión, la hipótesis del mercado eficiente no es ni necesariamente verdadera ni necesariamente falsa.

    1. La paradójica hipótesis del mercado eficiente

    Si, en su gran mayoría, los inversores creen en esta hipótesis, han de estar de acuerdo en que una nueva información acerca de un título se reflejará rápidamente en su cotización. Afirmarán en concreto que, como las noticias hacen subir o bajar de inmediato las cotizaciones y como las noticias no pueden anticiparse, tampoco pueden anticiparse los movimientos de las cotizaciones. Por tanto, los defensores de la hipótesis del mercado eficiente pensarán que el examen de las tendencias de las cotizaciones y el análisis de los elementos fundamentales de las empresas constituyen una pérdida de tiempo. En ese caso, prestarán poca atención a los nuevos desarrollos. Pero si sólo unos cuantos inversores buscan obtener alguna ventaja, el mercado dejará de responder inmediatamente a la nueva información. En este sentido, una creencia generalizada en la hipótesis garantiza su falsedad.
    Sigamos con esta pirueta mental y recordemos una de las reglas de la lógica: las afirmaciones del tipo «H implica I» son equivalentes a las afirmaciones del tipo «no I implica no H». Por ejemplo, la frase «una intensa lluvia implica que el suelo quedará mojado» es equivalente, desde un punto de vista lógico, a «un suelo seco implica la ausencia de una intensa lluvia». Con esta equivalencia podemos reformular la afirmación de que una creencia generalizada en la hipótesis del mercado eficiente lleva (o implica) su falsedad. La afirmación alternativa es que si la hipótesis del mercado eficiente es verdadera, entonces no sucede que la mayoría de los inversores crea que es cierta. Es decir, si es verdadera, la mayoría de los inversores creerá que es falsa (suponiendo que todos los inversores tengan una opinión y que cada uno de ellos crea o no crea en ella).


    Consideremos ahora la hipótesis que llamaremos, de forma poco elegante, la hipótesis del mercado inoperante. Si una abrumadora mayoría de inversores cree en la hipótesis del mercado inoperante, todos pensarán que el examen de las tendencias de las cotizaciones y el análisis de los elementos fundamentales de las empresas es algo útil y, al hacerlo, sentarán las bases para que el mercado sea eficiente. Por tanto, si en una abrumadora mayoría los inversores creen en la hipótesis del mercado inoperante, sus actuaciones harán que la hipótesis del mercado eficiente sea cierta. La conclusión es que si la hipótesis del mercado eficiente es falsa, entonces no sucederá que la mayoría de los inversores crea que la hipótesis del mercado inoperante sea verdadera. Es decir, si la hipótesis del mercado eficiente es falsa, la mayoría de los inversores creerá que (la HME) es cierta. (Es posible que desee leer otra vez, con tranquilidad, las últimas líneas).

    En pocas palabras, si la hipótesis del mercado eficiente es verdadera, la mayoría de los inversores no creerá en ella; y si es falsa, la mayoría creerá en ella. Dicho de otra forma, la hipótesis del mercado eficiente es verdadera si y sólo si la mayoría de inversores cree que es falsa. (Se observa que lo mismo ocurre con la hipótesis del mercado inoperante). ¡Son unas hipótesis realmente extrañas!
    Bueno, en este razonamiento he hecho algunas suposiciones que pueden no ser ciertas. Una es que si un inversor cree en una de las dos hipótesis, entonces no creerá en la otra. También he supuesto que queda claro qué es una «mayoría abrumadora» y he despreciado el hecho de que a veces bastan unos cuantos inversores para hacer variar las cotizaciones. (Podríamos circunscribir toda la argumentación al conjunto de los inversores informados).

    Otra laguna del argumento es que siempre puede atribuirse cualquier desviación sospechosa de la hipótesis del mercado eficiente a los errores en los modelos de fijación de precios de los activos y, por tanto, la hipótesis no puede ser rechazada por ese motivo. Tal vez algunos títulos o categorías de títulos presentan mayor riesgo del que les asignan los modelos de fijación de precios y eso explica por qué generan unos rendimientos más elevados. Sin embargo, entiendo que lo esencial sigue siendo válido: la verdad o falsedad de la hipótesis del mercado eficiente no es inmutable sino que depende considerablemente de las creencias de los inversores. Es más, a medida que varía el porcentaje de inversores que creen en la hipótesis, la verdad de la hipótesis varía de forma inversamente proporcional a éste.
    En su conjunto, la mayoría de los inversores, ya sean profesionales de Wall Street o aficionados en cualquier parte del país, no cree en esa hipótesis y es por ello que considero que es válida, pero sólo aproximadamente y sólo la mayoría de las veces.

    2. El dilema del prisionero y el mercado


    Así pues, usted no cree en la hipótesis del mercado eficiente. Sin embargo, no basta con que usted descubra reglas de inversión sencillas y eficaces. Los demás no han de saber lo que usted está haciendo, ya sea por inferencia o leyendo su jactancioso perfil en una revista financiera. Ni que decir tiene, la razón de esa necesidad de secreto es que, sin él, unas reglas de inversión sencillas se convierten forzosamente en unas reglas cada vez más complicadas que pueden llevarnos a que el rendimiento se reduzca a cero y a tener que confiar únicamente en la suerte.
    Esta marcha inexorable hacia una complejidad creciente viene motivada por las actuaciones de los demás inversores. Si éstos advierten (o infieren, o se les dice) que un inversor está consiguiendo buenos resultados aplicando alguna regla de inversión sencilla, intentarán hacer lo mismo. Para tener en cuenta su respuesta, el inversor tiene que complicar la regla, y es probable que el resultado sea la disminución del rédito. Esta regla algo más complicada, como no podía ser de otra manera, hará que otros intenten seguirla, lo cual provocará un aumento del grado de dificultad de la regla y una probable disminución del rédito. Muy pronto la regla alcanzará un nivel de complejidad propia del azar, los réditos se reducirán prácticamente a cero y el inversor se verá abocado a confiar en el azar.
    Por descontado, en su caso el comportamiento sería el mismo si supiese que otro inversor estaba teniendo éxito con una regla de inversión distinta a la suya. De hecho, aquí se plantea una situación que puede explicarse por el conocido «dilema del prisionero», en el que por lo general intervienen dos personas encerradas en la cárcel.

    Ambos son sospechosos de haber cometido un delito grave y ambos han sido detenidos por cometer algún delito menor. En los interrogatorios por separado, se les brinda la posibilidad de confesar el delito grave, implicando con ello a su compinche, o permanecer en silencio. Si ambos se mantienen callados, cada uno tendrá una pena de un año de cárcel. Si uno confiesa y el otro no, el que confiesa quedará en libertad y el otro quedará encarcelado durante cinco años. Si ambos confiesan, cada uno permanecerá tres años en prisión. La opción consistente en cooperar (o sea, cooperar con el otro prisionero) es mantenerse callado y la contraria, confesar. Sobre la base de la psicología humana y a tenor de las posibles penas, lo más probable es que ambos confiesen; el mejor resultado para los dos en tanto que pareja es que ambos no suelten prenda; el mejor resultado para cada prisionero en tanto que individuo es confesar y que el otro permanezca en silencio.


    El encanto de ese dilema nada tiene que ver con el interés que se pueda tener sobre los derechos de los prisioneros. (De hecho, tiene tanta importancia para el derecho civil como la tiene para la geografía el teorema de los mapas de cuatro colores). Sin embargo, proporciona el esquema básico de muchas situaciones de la vida cotidiana. Ya se trate de negociaciones entre trabajadores y empresarios, cónyuges o naciones en conflicto, muchas veces los posibles resultados se parecen a los del dilema de los prisioneros. Si ambas partes (o todas las partes) persiguen exclusivamente sus propios intereses y no cooperan entre sí, el resultado será el peor para todos, y sin embargo, en una situación dada, una parte dada puede tener interés en no cooperar. La mano invisible de Adam Smith, que hace que la búsqueda individual del bienestar provoque el bienestar colectivo, en estas situaciones, por lo menos (y en algunas otras), parece algo artrítica.

    El dilema se plantea en el mercado, en el que intervienen muchas personas, de la siguiente manera: los inversores que se dan cuenta de la existencia de alguna anomalía del mercado susceptible de ser explotada pueden actuar sobre ella, haciendo disminuir así su eficacia (la opción de no cooperar) o desestimarla, ahorrándose así la molestia de hacer un seguimiento de su desarrollo (la opción de cooperar). Si algunos prescinden de ella y otros actúan sobre ella, éstos recibirán los réditos más elevados y aquéllos los más bajos. Como en el dilema de los prisioneros, la respuesta lógica de cualquier jugador es optar por la vía de no cooperar y actuar sobre cualquier anomalía que crea que le puede aportar un beneficio. Esta respuesta conduce a la «carrera armamentística» de estrategias de contratación cada vez más técnicas. La gente se afana por disponer de algún conocimiento especial, el resultado puede llegar a convertirse en conocimiento compartido y la dinámica entre los dos genera el mercado.

    La búsqueda de un beneficio nos plantea el problema del valor social de los analistas bursátiles y de los profesionales de la inversión. Si bien es cierto que en los últimos años han tenido bastante mala prensa, su trabajo es importante: su actuación permite que el conocimiento especial se transforme en conocimiento compartido, lo cual facilita la transformación del mercado en algo eficiente. Ante la imposibilidad de un giro draconiano en la psicología humana y en nuestro sistema económico, su contribución es impresionante y de vital importancia. Si eso significa «no cooperar» con otros inversores, bienvenido sea. Como puede suponerse, en líneas generales, la cooperación siempre es deseable, pero las decisiones tomadas en cooperación entre los inversores suenan mucho a totalitarismo.


    3. Más allá del horizonte de complejidad

    La complejidad de las reglas de contratación de valores admite distintos grados. La mayoría de las reglas utilizadas son sencillas. En ellas se barajan, entre otros elementos, la intervención de precios y las relaciones P/E, pero algunas reglas son mucho más enrevesadas y condicionadas. Dada la variedad de reglas posibles, preferiría adoptar aquí un enfoque abstracto e indirecto, con la esperanza de que nos permita abordar algunos temas imposibles de plantear con un enfoque más directo. El elemento clave es la definición formal de (un tipo de) complejidad. Un conocimiento intuitivo de esta noción nos dice que cualquier persona que recuerde su clave de acceso de 18 cifras gracias a un elaborado encadenamiento de direcciones de amigos, edades de los hijos y aniversarios especiales, está cometiendo un error. Las reglas nemotécnicas sólo tienen sentido cuando son más cortas que lo que hay que recordar.
    Consideremos cómo podemos describir las secuencias de números siguientes a un conocido que no pueda verlas. Podemos imaginar que los «unos» representan operaciones hechas a una cotización mayor que la anterior y los «ceros» operaciones hechas a una cotización menor que la anterior.
    También pueden entenderse como días de subidas y bajadas.




    1ª 0101010101010101010101010…
    2ª 0101101010101101010101011…
    3ª 1000101101101100010101100…

    La primera secuencia es la más sencilla, una alternancia de 0 y 1. La segunda presenta una regularidad, pues un 0 se alterna con un 1, otras veces con dos 1, mientras que la tercera secuencia no parece presentar ninguna regularidad. En el primer caso, el significado de «…» es muy claro. Lo es menos en el segundo y nada claro en el tercero. Pese a todo, supondremos que las tres secuencias contienen billones de bits (un bit es 0 o 1) y continúan «de la misma manera».
    Estimulados por ejemplos como éste, el norteamericano experto en informática Gregory Chaitin y el matemático ruso A. N. Kolmogorov, definieron la complejidad de una secuencia de 0 y 1 como la longitud del programa informático más corto capaz de generar (es decir, imprimir) la secuencia en cuestión.
    Un programa capaz de imprimir la primera secuencia puede consistir simplemente en lo siguiente: escribe un 0, luego un 1, y repite el proceso medio billón de veces. Ese programa es muy corto, sobre todo si se compara con la secuencia a que da lugar. La complejidad de esta primera secuencia de un billón de bits tan sólo ocupa unos centenares de bits, en función del lenguaje utilizado para escribir el programa.


    El programa que genera la segunda secuencia equivaldría a lo siguiente: escribe un 0 seguido por un 1 o dos 1, con el siguiente modelo de repetición de 1: uno, dos, uno, uno, uno, dos, uno, uno, y así sucesivamente. Cualquier programa capaz de imprimir esta secuencia de un billón de bits tendría que ser bastante largo para poder especificar el «y así sucesivamente». Sin embargo, dada la alternancia regular de 0 y un o dos 1, el programa más corto sería mucho más corto que la secuencia de un billón de bits que genera. Digamos que la complejidad de esta segunda secuencia podría ser de un cuarto de billón de bits.

    Con la tercera secuencia (la más frecuente) la situación es muy distinta. Supongamos que la secuencia se mantiene tan desordenada a lo largo de su billón de bits que ningún programa que fuésemos capaces de escribir sería más corto que la propia secuencia. Nunca se repite, no existe ningún modelo de repetición. Lo máximo que puede hacer un programa en este caso es repetir estúpidamente la lista de números: escribe 1, luego, 0, luego, 0, luego 0, luego 1, luego 0, luego 1… No hay manera de comprimir los puntos suspensivos o de acortar el programa. Ese programa sería tan largo como la secuencia que tiene que imprimir y, por consiguiente, la tercera secuencia tiene una complejidad de aproximadamente un billón.
    Se dice que una secuencia como la tercera, que requiere un programa tan largo como la secuencia que pretende generar, es una secuencia aleatoria. Las secuencias aleatorias no presentan ninguna regularidad, ningún orden, y los programas que permiten imprimirlas no van mucho más allá de repetir la secuencia: escribe 1 0 0 0 1 0 1 1 0 1 1…
    Es imposible abreviar esos programas; la complejidad de las secuencias que generan es igual a la longitud de las propias secuencias. En cambio, las secuencias ordenadas, regulares, como la del primer ejemplo, pueden generarse mediante programas muy cortos y tienen una complejidad mucho menor que su longitud.


    Volvamos a los títulos bursátiles. Diversos teóricos del mercado de valores han defendido concepciones distintas sobre los modelos de repetición más probables de 0 y 1 (bajadas y subidas de las cotizaciones) que pueden esperarse. Los teóricos defensores del recorrido aleatorio consideran que las cotizaciones vienen caracterizadas por secuencias del tercer tipo y que los movimientos del mercado se sitúan, por tanto, más allá del «horizonte de complejidad» de lo que los seres humanos somos capaces de pronosticar (es decir, más complejos de lo que somos, o son nuestros cerebros, si pudiésemos expresarlos en forma de secuencias de 0 y 1). Los analistas técnicos y fundamentales se sienten más inclinados a creer que las secuencias del segundo tipo son las que mejor representan el mercado y que existen espacios de orden en medio del ruido. Es difícil imaginar que alguien crea que las cotizaciones se rigen por secuencias del primer tipo, tal vez excepto aquellos capaces de pagar «sólo 99,95 dólares por un conjunto completo de cintas magnetofónicas que expliquen este sistema revolucionario».

    Quiero insistir en que este punto de vista sobre las cotizaciones de los títulos es muy poco elaborado y, sin embargo, nos permite «situar» el debate. Aquellos que creen que el mercado bursátil presenta alguna regularidad, explotable o no, considerarán que sus movimientos se caracterizan por secuencias de complejidad comprendida entre los tipos dos y tres del ejemplo anterior.
    En una formulación aproximada del famoso teorema de incompletitud de la lógica matemática enunciado por Kurt Gödel, el informático Gregory Chaitin, ya mencionado más arriba, plantea un punto de vista muy interesante: si el mercado fuese aleatorio, no seríamos capaces de demostrarlo. La justificación es que, si se presenta en forma de una secuencia de 0 y 1, un mercado aleatorio tendría, como parece plausible suponer, una complejidad mayor que la nuestra, si nosotros mismos pudiésemos codificamos de la misma manera, y se situaría más allá de nuestro horizonte de complejidad. De la propia definición de complejidad se deduce que una secuencia no puede generar otra secuencia de mayor complejidad. Por consiguiente, si una persona tuviese que predecir todos los avatares de un mercado aleatorio, ese mercado tendría que ser menos complejo que la persona, contrariamente a lo que hemos supuesto. Incluso si el mercado no es aleatorio, subsiste la posibilidad de que sus regularidades sean tan complejas que se sitúen más allá de nuestros horizontes de complejidad.


    En cualquier caso, no hay ningún motivo para que, con el tiempo, no pueda cambiar la complejidad de las cotizaciones de los títulos así como la complejidad de la mezcla inversor/cálculo. Cuanto menos eficiente sea el mercado, menor será la complejidad de los movimientos de las cotizaciones y más probable será que las herramientas del análisis técnico y fundamental sean útiles. Por el contrario, cuanto más eficiente sea el mercado, mayor será la complejidad de los movimientos de las cotizaciones y más se aproximarán éstos a una secuencia completamente aleatoria.

    Obtener mayores beneficios que el mercado requiere mantenerse en la cúspide de un horizonte colectivo de complejidad. Requiere máquinas más rápidas, mejores datos, modelos más afinados y una utilización más inteligente de las herramientas matemáticas, desde la estadística más básica a las redes inteligentes (redes informáticas de conocimiento, conexiones entre los diversos nodos que pueden fortalecerse o debilitarse a lo largo del periodo de aprendizaje). Si alguien, o un grupo de personas, es capaz de conseguirlo, es poco probable que se mantenga mucho tiempo en esta situación.

    4. Teoría de juegos e inversores/psicólogos sobrenaturales

    ¿Qué sucedería si, contrariamente a los hechos, existiese una entidad con la complejidad y la velocidad suficientes para predecir, con una probabilidad razonablemente alta, el mercado y el comportamiento de los individuos en su seno?
    La mera existencia de esta entidad nos lleva a plantear la paradoja de Newcombe, para la que se requieren algunos principios básicos de teoría de juegos.
    En mi versión concreta de la paradoja de Newcombe interviene una entidad (o una persona) que he llamado World Class Options Market Maker (WCOMM) que afirma tener la capacidad de predecir con cierta precisión la alternativa que una persona escogerá de las dos posibilidades que se le ofrezcan. Supongamos también que WCOMM instala un tenderete en Wall Street para demostrar sus capacidades.


    WCOMM explica que, con el fin de evaluar a las personas que hacen cola delante del tenderete, utiliza dos carteras. La cartera A consiste en letras del tesoro por valor de 1.000 dólares, mientras que la cartera B (formada por opciones de compra y opciones de venta de acciones de WCOM) no vale nada o vale 1.000.000 dólares. Para cada persona de la cola WCOMM ha reservado una cartera de cada tipo, ofreciéndole la siguiente elección: él o ella pueden escoger entre quedarse sólo la cartera B o las dos carteras A y B al mismo tiempo. Sin embargo, el elemento crucial es que WCOMM también les dice que ha utilizado sus indescifrables poderes para analizar la psicología, la historia inversora y el estilo de contratación de cada una de las personas de la cola así como las condiciones generales del mercado y que, si considera que una persona preferirá escoger ambas carteras, garantiza que la cartera B no tendrá valor alguno. Por otra parte, si WCOMM considera que una persona confiará en su sabiduría y sólo escogerá la cartera B, garantiza que la cartera B valdrá 1.000.000 dólares. Después de estas explicaciones, WCOMM presenta un torbellino de cifras y símbolos propios del mercado bursátil y prosigue la demostración.

    Los inversores de Wall Street comprueban por sí mismos que cuando una persona escoge ambas carteras, la mayoría de las veces (digamos, el 90 por ciento de las veces) la cartera B no tiene valor alguno y se queda sólo con las letras del tesoro por valor de 1.000 dólares de la cartera A. También comprueban que cuando una persona escoge quedarse sólo con el contenido de la cartera B, la mayoría de las veces vale 1.000.000 dólares.

    Después de un buen rato haciendo cola y observar las decisiones y las consecuencias de éstas, me toca el tumo y me encuentro ante las dos carteras que WCOMM ha preparado para mí. A pesar de la evidencia que he visto, no veo razón alguna para no escoger ambas carteras. Tal vez WCOMM se haya desplazado también al distrito financiero de Londres o Frankfurt y haya propuesto el mismo tipo de oferta a otros inversores: la cartera B o bien vale 1.000.000 dólares o no vale nada, entonces ¿por qué no escoger ambas carteras y tal vez ganar 1.001.000 dólares? Por desgracia, WCOMM acertó al ver en mi cara una sonrisa escéptica. Una vez abierta la cartera, comprobé que sólo había 1000 dólares. Mi cartera B contiene opciones de compra de WCOM con un precio de ejercicio de 20 dólares cuando el título se vende a 1,13 dólares.
    La paradoja, propuesta por el físico William Newcombe (no el Newcomb de la ley de Benford, pero sí con las mismas cuatro dichosas letras WCOM) y popularizada por el filósofo Robert Nozick, plantea otros problemas. Como ya se ha dicho, uno de ellos consiste en saber cuál de los dos principios teóricos del juego debe de utilizarse a la hora de tomar decisiones, siempre y cuando los principios no entren en contradicción entre sí.


    El principio de «dominancia» nos lleva a escoger ambas carteras ya que, siendo el valor de la cartera B o bien 1.000.000 dólares o nada, el valor de las dos carteras es por lo menos igual al de una. (Si la cartera B no vale nada, 1000 dólares es más que cero dólares; si la cartera B vale 1.000.000 dólares, 1.001.000 dólares es más que 1.000.000 dólares).
    Por otra parte, el principio de «la máxima esperanza matemática» nos lleva a escoger sólo la cartera B ya que, de hacerlo así, la esperanza matemática es mayor. (Dado que WCOMM acierta el 90 por ciento de las veces, la esperanza matemática de escoger sólo la cartera B es (0,90 × 1.000.000) + (0,10 × 0), es decir, 900.000 dólares, mientras que la esperanza matemática de escoger ambas es (0,10 x 1.001.000) + (0,90 × 1.000), o sea, 101.000 dólares). La paradoja es que ambos principios parecen razonables y sin embargo aconsejan decisiones distintas.
    Esta cuestión plantea asimismo algunos problemas filosóficos generales, pero me recuerda mi resistencia a seguir a la multitud de inversores que abandonaban WCOM y cuyas carteras B consistían en opciones de venta de esas acciones por valor de 1.000.000 dólares.
    Una conclusión que parece deducirse de todo lo anterior es que es imposible que existan inversores/psicólogos sobrenaturales. Para lo bueno y lo malo, tenemos que confiar en nosotros mismos.

    5. Mensajes electrónicos absurdos y desenlace del asunto WorldCom

    Una reacción natural ante los avatares del azar consiste en intentar controlarlos, lo cual me hace pensar en los mensajes electrónicos que estuve enviando a unas cuantas personas influyentes a propósito de WorldCom. Me había cansado de escuchar los argumentos unilaterales como los de la siempre optimista Maria Bartiromo y el siempre furioso James Cramer de CNBC cuando difundían sus despiadadas malas noticias sobre WorldCom, de manera que en otoño de 2001, cinco o seis meses antes de su desaparición final, entré en contacto con algunos de los comentaristas financieros en la red que más habían criticado WorldCom por su trayectoria pasada o por sus proyectos futuros. Después de haber permanecido demasiado tiempo en la nada moderada atmósfera de los grupos de discusión de WorldCom, les censuré abiertamente, aunque con moderación, por su falta de visión y les animé a que tuviesen otra actitud hacia la empresa.


    Por último, espoleado por la frustración provocada por la continua disminución de las acciones de WCOM, a comienzos de febrero de 2002 envié un mensaje electrónico a Bernie Ebbers, entonces director general, sugiriendo que la empresa no estaba explicando su situación con claridad y ofreciendo ingenuamente mi ayuda como escritor. Le expliqué que había invertido bastante dinero en WorldCom, que había inducido a hacer lo mismo a mi familia y mis amigos, que podía ser un escritor persuasivo cuando creía en algo y que creía que WorldCom estaba bien posicionada, pero muy mal valorada. Con una buena dosis de suficiencia, informé asimismo al director general de la empresa que UUNet, «la espina dorsal» de gran parte de Internet, era un verdadero diamante en bruto.

    Incluso mientras los escribía supe que esos mensajes electrónicos eran absurdos, pero durante un tiempo me proporcionaron la ilusión de estar haciendo algo con respecto a estas acciones recalcitrantes, en lugar de sólo deshacerme de ellas. Invertir en ellas parecía desde el principio un ejemplo de falta de lucidez y la conciencia de que así era fue apoderándose de mí poco a poco. Durante el curso académico 2001-2002 me desplacé una vez por semana en tren desde Filadelfia a Nueva York para dar un curso sobre «los números en la prensa» en la Escuela de Periodismo de Columbia. Pasar las dos horas y media que duraba el viaje sin estar al corriente de los volátiles movimientos de WCOM suponía una tortura para mí y esperaba poder llegar a mi oficina para encender el ordenador y comprobar qué había pasado. No es exactamente el comportamiento que debe tener un equilibrado inversor a largo plazo; mi conducta de entonces parecía más bien la de un adicto corto de alcances.


    También me resulta desalentador recordar las dos o tres veces en que estuve a punto de librarme de las acciones. La última vez fue en abril de 2002. Puede parecer asombroso, pero aún entonces seguía acariciando la idea de mejorar los resultados y cuando la cotización se derrumbó por debajo de los 5 dólares, seguí comprando acciones de WCOM. Sin embargo, a mediados de mes, tomé la resolución firme y decidida de vender. El viernes 19 de abril, WCOM había subido hasta los 7 dólares, lo cual me iba a permitir recuperar una pequeña parte de mis pérdidas, pero esa mañana no tuve tiempo para vender. Tuve que desplazarme en coche hasta el norte de Nueva Jersey para dar una conferencia que me habían pedido hacía ya bastante tiempo. Al finalizar la conferencia me pregunté si tenía que vender las acciones una vez en casa o hacerlo a través de uno de los ordenadores del centro después de conectarme a mi cuenta. Decidí regresar a casa, pero el intenso tráfico en la maldita autopista no me permitió llegar hasta las cuatro y cinco de la tarde, cuando la Bolsa ya había cerrado. Tuve que esperar hasta el lunes.

    Es frecuente que los inversores se pongan nerviosos por el hecho de disponer durante todo un fin de semana de unos títulos volátiles. Mi caso no fue una excepción. Mi ansiedad tenía fundadas razones. Aquella misma noche escuché las noticias sobre los inminentes recortes de la calificación de solvencia de WCOM así como el anuncio, por parte de la autoridad bursátil, de una investigación a fondo de la empresa. Las acciones habían perdido más de un tercio de su valor el lunes, cuando por fin logré vender las acciones, con una pérdida enorme. Unos meses más tarde, las acciones se desplomaron hasta 0,09 dólares, después de que se hiciese público el ingente fraude contable de la empresa.


    Me pregunto por qué había quebrantado los principios más básicos de la inversión: no sucumbir ante el entusiasmo orquestado a bombo y platillo por la empresa; y si se sucumbe, no poner demasiados huevos en la misma cesta; y si se ponen, no olvidar tomar alguna medida de precaución ante posibles caídas repentinas (por ejemplo, con opciones de venta, no con opciones de compra); y si se olvida, no hacer compras al margen. Después de vender las acciones, tuve la sensación de salir de forma progresiva y con paso tambaleante de un trance en el que yo mismo me había metido. Hacía tiempo que conocía una de las primeras histerias de la «Bolsa» de las que se tiene noticia, la moda de los bulbos de tulipanes en Holanda en el siglo XVII. Después del hundimiento, la gente se planteó la necesidad de despertar y tomar conciencia de que se habían quedado con una gran cantidad de bulbos casi sin valor y de opciones de compra de más bulbos sin valor alguno. Sentí arrepentimiento por el rechazo vanidoso que había tenido tiempo atrás hacia aquellos que «invertían» en bulbos de tulipanes. Me sentía tan vulnerable al delirio transitorio como el más limitado de los compradores de bulbos.

    He seguido el drama posterior de WorldCom —las investigaciones de los fraudes, los distintos juicios, los nuevos cargos de la empresa, las promesas de reformas y las sentencias— y, por extraño que parezca, la publicidad de los escándalos y sus consecuencias me han distanciado de mi experiencia y han atenuado su intensidad. Mis pérdidas se han transformado menos en una historia personal que en (una parte de una) gran noticia; menos en el resultado de mis propios errores que en una consecuencia del comportamiento de la empresa. Esta transferencia de responsabilidades no me deja satisfecho, pues no se justifica. Los hechos y mi propio temperamento me hacen seguir pensando que durante un tiempo me comporté más con engreimiento que como una víctima. Persisten algunos restos de mi fijación y a veces me pregunto qué habría pasado si no se hubiesen desbaratado los planes de un acuerdo entre WorldCom y Sprint, si Ebbers no hubiese pedido prestados 400 millones de dólares (o más), si Enron no hubiese implosionado, si esto y lo otro no hubiesen pasado antes de vender mis acciones. Mi temeridad podría considerarse algo muy arriesgado. Las explicaciones siempre parecen acertadas a posteriori, con independencia de sus probabilidades a priori.


    Queda un hecho incontrovertible: en Wall Street las historias y los números coexisten con dificultad. Los mercados, al igual que las personas, son unas bestias en lo fundamental racionales que a veces son perturbadas por los espíritus animales que hay en ellas. Los elementos de matemáticas que he presentado en este libro pueden utilizarse para comprender el mercado (pero no para ganar más que él), pero me gustaría finalizar con una advertencia de tipo psicológico. La base para la aplicación de los elementos matemáticos presentados aquí está constituida por las actitudes, siempre cambiantes y a veces sospechosas, de los inversores. Dado que estos estados psicológicos son en gran medida imponderables, cualquier cosa que dependa de ellos es menos exacta de lo que parece.
    Esta situación me recuerda una historia apócrifa sobre la forma de pesar las vacas en el lejano Oeste de antaño. Primero se cogía un tablón grueso y resistente de madera y su centro se colocaba sobre una gran y alta roca. Luego se sujetaba la vaca a un extremo de la tabla con unas cuerdas bien prietas y se ataba una gran piedra al otro extremo del tablón. A continuación se medía con cuidado las distancias entre la vaca y la roca y entre la piedra y la roca. Si la tabla no permanecía en equilibrio, se intentaba con otra piedra de gran tamaño y se volvía a medir. Se repetía el proceso hasta encontrar una gran piedra que contrarrestase el peso de la vaca.

    Después de resolver la ecuación que expresa el peso de la vaca en función de las distancias y el peso de la piedra, sólo quedaba una cosa por hacer… una estimación del peso de la piedra. Conviene insistir en ello: las matemáticas pueden ser exactas, pero los juicios, las suposiciones y las estimaciones en las que se basan sus aplicaciones son otra cosa.
    Una versión más adecuada a la naturaleza autorreferencial del mercado sería aquella en la que esos rudos vaqueros tuviesen que hacer una estimación del peso de una vaca cuyo peso variase en función de sus estimaciones, ilusiones y miedos colectivos. Cerrando el círculo del concurso de belleza de Keynes, si bien de un modo algo forzado, más bovino, me gustaría terminar diciendo que, a pesar de la existencia de unas bestias tan rancias como WorldCom, sigo interesado en ese espectáculo que es la Bolsa. Me hubiese gustado, sin embargo, tener un método mejor (y secreto) de pesar vacas.





    Bibliografía

    El punto de encuentro de las matemáticas, la psicología y la Bolsa es un ámbito interdisciplinario muy peculiar (incluso sin necesidad de agregar a él la memoria). Sobre este ámbito se han escrito muchos volúmenes y teorías, especialmente importantes para el mercado bursátil. La mayoría no lo son. Existe un gran número de estrategias y técnicas para seleccionar valores bursátiles que parecen tener un gran contenido matemático. Pocas lo tienen en realidad. Existen asimismo bastantes explicaciones psicológicas del comportamiento en el mundo de la Bolsa y bastantes menos estudios matemáticos sobre psicología, pero queda mucho por descubrir. A continuación damos algunos títulos sobre esta incipiente y poco definida, pero fascinante disciplina:
    • Bak, Per, How Nature Works, Springer-Verlag, Nueva York, 1996.
    • Barabasi, Albert-László, Linked: The New Science of Networks, Basic Books, Nueva York, 2002.
    • Dodd, David L. y Benjamin Graham, Security Analysis, McGraw-Hill, Nueva York, 1934.
    • Fama, Eugene F., «Efficient Capital Markets, II», Journal of Finance, diciembre, 1991.
    • Gilovich, Thomas, How We Know What Isn't So, Simon and Schuster, Nueva York, 1991.
    • Hart, Sergiuy y Yair Tauman, «Market Crashes Without Exogenous Shocks», The Hebrew University of Jerusalem, Center for Rationality DP-124, diciembre de 1996 (en prensa en Journal of Business).
    • Kritzman, Mark P., Puzzles of Finance, John Wiley, Nueva York, 2000.
    • Lefevre, Edwin, Reminiscences of a Stock Operator, Nueva York, John Wiley, 1994 (orig. 1923) [trad, esp.: Recuerdos de un operador de acciones, Gestión Moderna de Valores SA, Madrid, 1990].
    • Lo, Andrew y Craig MacKinlay, A Non-Random Walk Down Wall Street, Princeton University Press, Princeton, 1999.
    • Malkiel, Burton, A Random Walk Down Wall Street, Nueva York, W. W. Norton, 1999 (orig. 1973) [trad, esp.: Un paseo aleatorio por Wall Street, Alianza Editorial, Madrid, 2003].
    • Mandelbrot, Benoît, «A Multifractal Walk Down Wall Street», Scientific American, febrero de 1999.
    • Paulos, John Allen, Once Upon a Number, Basic Books, Nueva York, 1998, [trad, esp.: Érase una vez un número, Tusquets Editores, colección Metatemas, 60, Barcelona, 2000].
    • Ross, Sheldon, Probability, MacMillan, Nueva York, 1976.
    • Ross, Sheldon, Mathematical Finance, Cambridge University Press, Cambridge, 1999.
    • Siegel, Jeremy J., Stocks for the Long Run, McGraw-Hill, Nueva York, 1998.
    • Shiller, Robert J., Irrational Exuberance, Princeton University Press, Princeton, 2000 [trad, esp.: Exuberanciairracional, Turner, Madrid, 2003].
    • Taleb, Nassim Nicholas, Fooled by Randomness, Texere, Nueva York, 2001.
    • Thaler, Richard, The Winner's Curse, Princeton University Press, Princeton, 1992.
    • Tversky, Amos, Daniel Kahneman y Paul Slovic, Judgment Under Uncertainty: Heuristics and Biases, Cambridge University Press, Cambridge, 1982.






    Cristo Viene Ya

    ««Los pensamientos de una persona en los cielos, hablan más fuerte que sus obras en la tierra». Juan 3:16 Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna. La persona que ora tiene que tener la absoluta convicción de que Dios escucha sus plegarias y de que el Eterno puede hacer todo lo que desee cada vez que lo desee. .

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