En la noche del 31 de enero de 2008, Adrián
Hernández destapaba una botella de Jack Daniel's, su bebida favorita,
mientras despachaba un banquete pantagruélico que ordenó al restaurante
de su amigo Harry Sasson y celebraba con el círculo más íntimo lo que
había ocurrido pocas horas antes. Comcel, la compañía de la que él era
presidente, puso en marcha ese día la operación tecnológica más avanzada
en su momento en las telecomunicaciones colombianas, la telefonía 3G, y
él se había encargado de anunciarlo al país. Fue la hora de mayor
gloria en la carrera exitosa de un hombre de origen humilde que comenzó
como albañil y llegó a ser uno de los generales más destacados en las
tropas del hombre más rico del mundo, Carlos Slim. Estaba a la cabeza de
la segunda empresa privada más grande de Colombia, que facturaba cerca
de 6 billones de pesos al año y era el anunciante más grande del país.
Tenía 23 millones de clientes, más del 60 por ciento del mercado.
Gracias a su ingenio, habilidad para los negocios y su visión, Adrián
Hernández, en cuestión de unos pocos años, convirtió a Comcel en la
segunda empresa más poderosa de Colombia (después de Ecopetrol), era uno
de los ejecutivos mejor pagados y podía hablar con el presidente de la
República cuando quería. Su afición por el whisky, los perfumes, las
mujeres y los hoteles de lujo era la recompensa justa para tantos años
de dura batalla contra las adversidades que su origen humilde había
puesto en el camino. Nada hacía pensar, aquella noche de celebración en
el norte de Bogotá, que días tan oscuros y sórdidos le esperaban más
adelante, y que terminaría con una cuchilla de afeitar en la mano, listo
para cortarse las venas en una pensión de la calle 26.
El ejecutivo que masificó la telefonía móvil, que llevó teléfonos
celulares hasta remotos rincones en donde jamás había llegado el
teléfono fijo, que le ayudó al multimillonario Slim a construir su
imperio global y que coleccionaba relojes Rolex terminó pidiendo dinero
para comer, postrado por una terrible enfermedad y olvidado para siempre
por sus amigos y familia. ¿Cómo pudo ocurrir todo aquello?
El mexicano Adrián Hernández nació en Delicias, en el estado de
Chihuahua, en donde se come carne seca y se preparan los burritos más
prestigiosos de todo México. Hijo de un albañil y nieto de un soldado
que combatió junto a Pancho Villa, Adrián creció en la pobreza y en ella
forjó su olfato para los negocios. De niño conseguía juguetes viejos,
los pintaba y colocaba en el centro de aros de alambre, y cobraba a sus
amigos por dispararles pelotas de trapo para derribarlos. “A los ocho
años yo era el único niño con crédito en la tienda del barrio”,
recuerda. Vendía paletas, alquilaba revistas de cómics y ayudaba a su
padre en la construcción; y encima obtenía las mejores notas en la
escuela. Y así como abrigaba desde entonces sueños de negocios y
prosperidad, había espacio también en su cabeza para leer, desde La
Odisea y El principito, hasta las biografías de Napoléon, Tito y Stalin,
de cuya sabiduría estratégica exprimió lecciones que le serían útiles
años después.
Sin abandonar el trabajo en la construcción, junto a su padre, Adrián
fue a la Universidad Autónoma de Chihuahua y se graduó como contador
público y a partir de allí todo comenzó a ir mejor. Obtuvo empleo en una
empresa local, el primero en el que no tenía que vérselas con cemento,
ladrillos y sujetos rudos y pendencieros. Después trabajó como
profesional independiente, llevando la contabilidad de pequeñas
empresas, hasta que alguien le abrió una puerta que lo llevaría lejos.
Fue reclutado para trabajar en el área administrativa de una compañía
apenas en pañales, Telcel, cuando Carlos Slim hacía los pinitos en el
negocio que lo convertiría años después en el número uno de la lista
Forbes. Allí estaba destinado a permanecer tranquilo en su pequeño
escritorio del área administrativa, pero Adrián podía hacer más que eso;
y lo hizo.
La oportunidad llegó cuando, por razones accidentales, ni su jefe ni el
jefe de su jefe pudieron atender una cita con los directivos de más alto
nivel, y el joven Hernández se vio sentado en una enorme sala de
juntas, rodeado de yuppies que habían estudiado en Stanford y Harvard,
vestían Armani y apestaban a arrogancia. Era inevitable sentirse un
‘patito feo’ en medio de tantos dandis, pero en ese punto se vio quién
era Adrián Hernández. Estuvo en desacuerdo con casi todo y expresó sus
opiniones sin titubear. Su franqueza valiente, sus ideas audaces y su
irreverencia llamaron la atención del señor de bigote que presidía la
reunión, el gran Carlos Slim, quien lo encontró ideal para abrir trocha
en sus planes de expansión por el continente. Y lo envió a Guatemala, a
dirigir la primera operación de América Móvil por fuera de territorio
mexicano. En Guatemala hizo maravillas con pocos recursos, porque está
en el ADN de Slim invertir poco y ganar bastante. Y mostró a América
Móvil que era factible conquistar las telecomunicaciones
latinoamericanas.
En octubre de 2001 llegó a Bogotá, para hacerse cargo de la recién
adquirida Comcel, que América Móvil compró a Bell Canada. Recibió una
empresa con números en rojo y con una penetración del mercado del 6 por
ciento, y en pocos años la convirtió en el operador dominante, en la
segunda empresa más grande de Colombia por rentabilidad y en la compañía
emblemática de las comunicaciones celulares en el país. Para lograrlo
debió prácticamente reinventar la empresa; implementó procesos,
modernizó infraestructuras, revolcó las prácticas corporativas y,
especialmente, construyó una red de distribuidores poderosa que le ayudó
en la vertiginosa expansión en el mercado colombiano.
La caída
Tras dos décadas y media en las filas de Slim, Adrián Hernández, que
siempre se reconoció como un ‘patito negro’, por raza y origen social,
había llegado lejos y tenía por debajo suyo a varios ‘patitos amarillos’
como él llama a ejecutivos de alcurnia y apellido. Tantos años de
férrea carrera por el ascenso le habían dejado algunos enemigos
poderosos y cuando gozaba de los placeres del éxito y le embriagaba el
poder, le llegó su hora. El 24 de agosto de 2009 se le notificó su
despido de América Móvil. Unas horas antes había estallado un escándalo
mediático, en el que se le involucró con operaciones de negocios que
afectaban a la compañía.
La red de distribuidores que él promovió y que fue la espada más
poderosa para el crecimiento de Comcel, se convirtió en su talón de
Aquiles. Le acusaron de beneficiarse de ella, aunque él insiste en que
le cobraron no haber manejado a los distribuidores como la empresa
quería. Tuvo fuertes contradicciones con Daniel Hajj, nada menos que
presidente de América Móvil y yerno de Carlos Slim, y ese día se vio
ante dos alternativas: pelear contra la familia más poderosa del planeta
o aceptar una atractiva propuesta de liquidación y hacerse a un lado.
Optó por lo segundo. Masticando el duro golpe, trató de sanar el orgullo
herido y emprendió con su esposa un viaje alrededor del mundo, mientras
pasaba el periodo de cuatro años en que no podría volver al sector de
telecomunicaciones, según el acuerdo de retiro que había firmado. Hasta
que una mañana, desayunando en el Ritz en París, notó ese temblor en sus
dos manos y una rigidez inusual en la pierna derecha. El delicioso
hotel Ritz le sirvió en la mesa el primer anuncio de que sus verdaderas
desgracias en la vida estaban apenas por comenzar.
El párkinson lo postró en cama por año y medio. El dinero se acabó, la
esposa y los hijos lo abandonaron, los amigos que descorchaban con él
botellas de vino en las fiestas le dieron la espalda y su vida dio un
giro espectacular hacia la pobreza y la ruina moral. El peso de sus
constantes infidelidades, que la esposa soportó con estoicismo por años,
hizo que el matrimonio colapsara. Un acuerdo de divorcio le arrancó lo
poco que le quedaba y él, sumido en la depresión, no quiso pelear. El
hombre que se fajaba con cualquiera en las calles de Delicias en sus
años de adolescencia; el mismo que aceptó sin titubear cualquier reto de
negocios que Carlos Slim le encargó; el que jamás lloró ni se quejó, ni
siquiera cuando recibía algún castigo en la niñez, ya no tenía fuerzas
para combatir.
Pasó encerrado en su habitación el periodo más duro del párkinson,
todavía bajo el mismo techo con su esposa e hijos, pero sometido, según
recuerda, a un verdadero ‘matoneo’ familiar. Le quitaron sus cuentas
bancarias, nadie le dirigía la palabra y sus días transcurrían en
silencio frente al televisor. La esposa fue implacable; vendió su
colección de corbatas y un día le pidió que abandonara la casa.
Durmió en donde pudo, deambuló de sitio en sitio y conoció personalmente
la ingratitud humana. Un antiguo compañero de trabajo, a quien Adrián
le cedió años atrás su bono navideño para ayudarle a pagar una costosa
cirugía, se negó a tenderle la mano.
Empeñó sus relojes de lujo y sus palos de golf, pero todo aquello apenas
le permitió mantenerse unos cuantos meses y terminó viviendo en una muy
modesta pensión en un barrio pobre de Bogotá hasta verse en la penosa
necesidad de pedir dinero para comer. Adrián Hernández caminaba muy
difícilmente apoyado en un bastón, el cuerpo tembloroso y el bolsillo
absolutamente vacío. La mayoría de sus amigos se negaban a recibirlo
mientras los distribuidores de teléfonos móviles que él ayudó a
enriquecer con las franquicias de Comcel se hicieron los de la vista
gorda. Sin familia ni casi amigos, Adrián añoraba los días en Delicias,
cuando corría tras una pelota de goma y cazaba chapulines, y se sentaba a
la mesa con sus hermanos en la noche.
La salvación
La vida no tenía sentido. En el último año fallecieron dos de sus seres
más queridos; su padre y su hermana, cuyas ausencias solo sumaban más
dolor a la tragedia que carga encima desde la muerte de uno de sus hijos
en un accidente de tránsito. No había manera de regresar y el cuerpo
pedía a gritos un descanso definitivo. Y Adrián decidió entonces ponerle
fin a su aventura en este planeta. Consiguió una navaja y se sentó en
la ducha, listo para hacer su movida más trágica. Pero, como buen
sibarita, decidió darle una última oportunidad a su espíritu apasionado.
Y en la noche de aquel día le fue enviada la salvación: con 54 años,
muy enfermo y muy pobre, había pocas posibilidades de que una mujer
joven y sexy se fijara en él. Pero, como tantas otras cosas asombrosas,
ocurrió. Una mujer que se atravesó en su camino lo enamoró perdidamente y
le devolvió las ganas de vivir. Alguien se había acordado de él y le
enviaba bendiciones increíbles. Un viejo conocido le encargó un trabajo
de cabildeo por unos cuantos pesos, y alguien más le ayudó con alguna
otra cosa. Y así pequeñas puertas empezaron a abrirse de un modo
milagroso, hasta que, para darle un final feliz a su historia, fue
informado que unas viejas acciones que había adquirido con el dinero de
la liquidación que recibió al salir de Comcel estaban disponibles
finalmente, después de muchas trabas legales ajenas a su voluntad.
El párkinson está más o menos bajo control, pero los medicamentos le
causaron un sobrepeso excepcional. Llegó a pesar 150 kilos, camina y
respira con suma dificultad, apoyado en un bastón y vive todavía muy
modestamente. Tiene planes de emprendimientos pequeños –nada en
telecomunicaciones, por supuesto–, y quiere una nueva familia al lado de
la mujer que adora. “Soy una persona que se equivocó, alguien que erró
el camino; pero encontré después la felicidad en las cosas sencillas”,
sostiene. Ya no añora sus noches en el Ritz, ni sus relojes; ni quiere
vivir en el norte de Bogotá. Está convencido que Dios le dio una segunda
oportunidad y no piensa echarla a perder. El hombre que creyó que la
felicidad estaba en la fortuna, en la fama y en las fiestas con mucho
whisky planea hoy vivir en una pequeña casa de campo, y preparar buena
comida los domingos para reunir a su familia.Hoy es un hombre renovado.
“Mi concepto de grandeza y felicidad ha cambiado. Tener conocimiento de
negocios no me hace grande. Tener dinero no me hace grande. Ahora quiero
tener una buena relación con Dios, una relación fuerte con mi pareja y
llevar una vida sencilla”, dice Adrián Hernández. Sin duda, se sale
siendo otro, después de semejante odisea.
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