Imagina una ciudad celestial, envuelta en una luz resplandeciente que emana de cada rincón, cada calle y cada edificio. Sus calles están pavimentadas con oro puro, tan brillante que parece fundirse con el propio resplandor del lugar. Las casas y palacios están adornados con gemas preciosas y exquisitos diseños, reflejando la gloria del Creador.
En el centro de esta majestuosa ciudad se encuentra un palacio magnífico, más imponente que cualquier otro edificio en el universo. Sus paredes están hechas de nácar, brillando con iridiscencia, y sus puertas son de perlas relucientes que parecen cantar al ser tocadas por la brisa celestial.
En el interior del palacio, los salones están decorados con la más pura seda blanca, como las nubes más suaves y esponjosas que flotan en el cielo. La música celestial llena el aire, melodías que son más que simples sonidos, son el eco del amor del Padre.
Y en el corazón de este espléndido palacio, se celebra la más gloriosa de las bodas: la unión del Cordero de Dios con su novia, la Iglesia. Los fieles que han recibido a Cristo como su Señor y Salvador están vestidos con túnicas blancas, radiantes como la luz misma, mientras esperan con anhelo el momento de unirse al banquete nupcial.
El banquete es abundante y exquisito, lleno de manjares celestiales que deleitan los sentidos y satisfacen el alma. Pero más allá de la comida y la bebida, hay una alegría indescriptible en el aire, una paz que sobrepasa todo entendimiento, porque en la presencia del Cordero no hay más lágrimas ni dolor, solo amor eterno y comunión perfecta.
Y mientras los ángeles cantan y los serafines danzan alrededor del trono de Dios, la boda del Cordero brilla como un faro de esperanza y redención para toda la creación. Es un momento eterno, un destello de gloria que trasciende el tiempo y el espacio, donde el amor de Dios se manifiesta en toda su plenitud.
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